1. Una "prueba cruel"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Desde el punto en que comenzaron a reunirse en Martínez Campos, vio don Josemaría que el piso se les iba a quedar pequeño y que era preciso disponer de una academia, para el desarrollo de las actividades de San Rafael y de San Gabriel |# 1|. Necesitaba gente y necesitaba dinero; se lanzó a buscarlos. En marzo de 1933 apalabraba a los primeros profesores de la futura academia. Cuando consiguió el segundo, escribía con desbordante optimismo:

Con éste y con Rocamora y con otros que, de seguro, me mandará el Señor, podremos comenzar la parte de la Obra encomendada a S. Gabriel y S. Pablo |# 2|.

El primero de junio aparecieron por Madrid los dos miembros de la Obra que trabajaban en Andalucía: Isidoro Zorzano y José María G. Barredo. Su llegada significó el disponer de colaboradores para un nuevo esfuerzo: Se trató de la Academia. Hasta buscaron pisos. Se trabaja y, dentro de este verano, será un hecho, para comenzar en octubre. Al anotar esas palabras se le deslizó una consideración que, en el fondo, es indicio "despersonalizado" de que había estado derrochando sus energías y de que le acechaba el desgaste físico:

El trabajo rinde tu cuerpo y no puedes hacer oración. Estás siempre en la presencia de tu Padre. Como los niños chiquitines, si no puedes hablarle mucho, mírale de cuando en cuando... y él te sonreirá |# 3|.

El empeño de empezar la academia le metía con tal intensidad en el trabajo que un rato dedicado a la lectura del periódico bastaba para provocarle remordimientos:

He pasado ratos de verdadera pena, de dolor intenso, al ver mi miseria por una parte, y por otra la necesidad y urgencia de la Obra. He tenido que interrumpir mis lecturas [...]. Me hacía vibrar de indignación conmigo mismo, pensar que he perdido y pierdo el tiempo... ¡el tiempo de mi Padre Dios! |# 4|.

¿Perdía el tiempo?

Se hace tarde —escribe en sus Apuntes—. Son las doce menos veinte y aún quedan cosas por anotar. Por hoy, la última catalina: ayer tiré al velógrafo una cuartilla, pidiendo oración y expiación, a fin de obtener luces del Señor: para que yo saque tiempo y ordene con brevedad y acierto todo lo referente a la organización de la Obra, tal como Dios lo quiere |# 5|.

El verse obligado a dar clases particulares era cosa que deseaba evitar, en lo posible. ¿Cómo recuperar esas horas? ¿Por qué no daba Dios tranquilidad e independencia económica a los suyos, de modo que él pudiera ocuparse exclusivamente de la Obra? Sin embargo, es un hecho cierto, y archicomprobado, que el Señor venía siempre en socorro del hogar de doña Dolores. Lo extraordinario de esas intervenciones es que se hacían, justamente, en el último momento y de tal manera que quedaba remediada la familia, renaciendo la tranquilidad de ánimo; pero sin sacarles nunca de los aprietos económicos. El tono pudoroso con que se trataba a la pobreza en casa de los Escrivá hacía poco menos que imposible adivinar las necesidades que padecían:

Dios, mi Padre y Señor, suele darme alegría en medio de la pobreza total en que vivimos. A los demás de casa, excepto algún pequeño rato, también les da esa alegría y esa paz |# 6|.

El Fundador estaba acostumbrado a las intervenciones inesperadas de la Providencia, en caso de extremas dificultades económicas. Como cabeza de familia, junto con la misión recibida de Dios, tenía que ocuparse al mismo tiempo de mantener a los suyos |# 7|.

* * *

No habían transcurrido siete meses desde su estancia en Segovia, cuando su espíritu de nuevo reclamaba soledad: — Cada día siento más la necesidad de retirarme durante una temporada, para llevar vida exclusivamente de contemplación: Dios y la Obra y mi alma |# 8|. De modo que, una vez arregladas las cosas con los Redentoristas de la calle Manuel Silvela, fue al convento, para hacer un retiro por su cuenta. Era el 19 de junio de 1933. Todo discurría con tranquilidad, hasta que un día se armó en la calle un escándalo feroz. Un grupo de mozalbetes, estacionados junto a la verja de entrada y provistos de una lata de combustible, amenazaban con incendiar el convento. El ejercitante se asomó a la ventana al oír la gritería y volvió a recogerse en silencio, viendo que el hermano portero estaba alerta y armado de una tranca respetable |# 9|.

En el fondo, esta anécdota, tan puntualmente descrita, no es más que una ligera digresión, que medio encubre lo ocurrido al sacerdote el día antes, el 22 de junio, jueves, vísperas del Sagrado Corazón, cuando escribe con sencilla entereza: sentí la prueba cruel que hace tiempo me anunciara el P. Postius |# 10|.

(El padre Postius, religioso claretiano que tomó por confesor durante los meses en que el jesuita Sánchez anduvo escondido, le había anunciado una fuerte prueba. Sobre ello escribió una catalina: — El P. Postius, con quien vengo confesándome desde que se escondió el P. Sánchez, al ponerse en vigor el decreto de disolución de la Compañía, me dijo también que llegará tiempo en que la prueba consista en no sentir este sobrenatural impulso y amor por la Obra |# 11|.

Esa dolorosa prueba sería producto de un no sentir la divinidad de su Obra |# 12|. De esto hacía ya año y medio; y el sacerdote guardaba, posiblemente, leve recuerdo del aviso).

La tarde del jueves, víspera del Sagrado Corazón, meditaba don Josemaría sobre la muerte. Si le llegara en aquel instante, ¿cuáles eran sus disposiciones?, ¿qué podría arrebatarle? Se examinó y se halló desprendido de todo, o de casi todo: — Hoy no creo que estoy apegado a nada. Si acaso —se me ocurre— al cariño que tengo a los muchachos y a mis hermanos todos de la Obra. Y rogaba a Dios que, cuando viniese la muerte, para llevarle ante su presencia, no le encontrase atado a cosa alguna de la tierra |# 13|.

Esa misma tarde le sobrevino la prueba suprema del desprendimiento. Era como si el Señor, por breves instantes, le arrebatase la luz clara del 2 de octubre de 1928, dejándole flotar entre los pensamientos adversos que asaltaron su mente. El Fundador narra así su congoja:

A solas, en una tribuna de esta iglesia del Perpetuo Socorro, trataba de hacer oración ante Jesús Sacramentado expuesto en la Custodia, cuando, por un instante y sin llegar a concretarse razón alguna —no las hay—, vino a mi consideración este pensamiento amarguísimo: "¿y si todo es mentira, ilusión tuya, y pierdes el tiempo..., y —lo que es peor— lo haces perder a tantos?" |# 14|.

Un repentino vacío sobrenatural, una suprema angustia, le anegó de amargura el alma (Fue cosa de segundos —dice—, pero ¡cómo se padece!) Entonces, con un arranque de desprendimiento, ofreció al Señor, de raíz, su voluntad. Le ofreció desprenderse de la Obra, caso de que fuera un estorbo:

— Si no es tuya, destrúyela; si es, confírmame.

Así, anonadando toda posible vacilación, arrancándose la promesa recibida sobre la inmortalidad de la Obra, entregaba en sacrificio, como Abrahán, la criatura que venía gestando desde el 2 de octubre de 1928. Entregaba también las esperanzas de los diez años anteriores, desde que en Logroño comenzó a suplicar: Domine, ut sit! Inmediatamente —añade don Josemaría— me sentí confirmado en la verdad de su Voluntad sobre su Obra |# 15|.

* * *

Meditando durante el retiro hizo una lista de lo que denominaba sus pecados actuales: — Desorden. Gula. La vista. El sueño |# 16|.

¿En qué consistía ese desorden? Según se lee en una nota redactada al final del retiro, titulada Acción inmediata, el remedio al desorden era abandonar toda actividad que no estuviera directamente encaminada al servicio de la Obra:

Debo dejar toda actuación —escribe—, aunque sea verdaderamente apostólica, que no vaya derechamente dirigida al cumplimiento de la Voluntad de Dios, que es la O. Propósito: He llegado a confesar semanalmente en siete sitios distintos. Dejaré esas confesiones, excepto los dos grupitos de muchachas universitarias |# 17|.

No es difícil sacar la cuenta de los sitios donde confesaba regularmente, todas las semanas. A saber: asilo de Porta Coeli, Colegio del Arroyo, a los chicos de la Ventilla, en la Institución Teresiana de la calle Alameda, en la Academia Veritas de la calle de O'Donnell, a las niñas del Colegio de la Asunción y a los fieles de la iglesia de Santa Isabel. Todo ello sin mencionar los enfermos y moribundos de los hospitales |# 18|. En Santa Isabel se metía a primera hora en el confesonario, temprano. Y todas las mañanas, en medio de una confesión o de la lectura del breviario, oía abrirse violentamente la puerta de la iglesia y, a continuación, un estrépito de ruidos metálicos, seguido de un portazo. Curioso por saber de qué se trataba, porque no veía la puerta desde el confesonario, se apostó un día a la entrada de la iglesia. Al abrirse ruidosamente la puerta se dio de cara con un lechero, cargado con sus cántaras de reparto. Le preguntó qué hacía.

— Yo, Padre, vengo cada mañana, abro [...] y le saludo: "Jesús, aquí está Juan el lechero".

El capellán se quedó cortado, y se pasó aquel día repitiendo su jaculatoria: — Señor, aquí está este desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero |# 19|.

En cuanto al pecado de gula, ¿qué entendía por tal don Josemaría? ¿Acaso se refería a que, para mejorar la comida y levantar el ánimo de los comensales, llevaba a casa, en raras ocasiones, algún postre? Mi gula andaba por medio |# 20|, comenta, pues le gustaba el dulce. Pero, ¿qué podía decir del hambre que le impulsaba —son sus propias palabras— a comer demasiado pan, hasta el punto de creer que peco de gula comiendo pan, que además me engorda mucho y me sienta mal para la digestión |# 21|?

Es evidente que, con sus insatisfechas exigencias de mortificación, su conciencia se encontraba allende las fronteras de la gula y del hambre. En esos días de retiro escribió una nota a su confesor, en la que se lee: Me pide el Señor indudablemente, Padre, que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos |# 22|. Resultaba así que el vigor apostólico de la Obra se rehacía a costa de las penitencias redobladas del Fundador.

Su capacidad de trabajo, y sus ansias de trabajar, le llevaban al agotamiento. Y, contra las delicias del sueño, que le reclamaba de madrugada, se servía de estratagemas:

Me encuentro tan inclinado a la pereza —anotaba para conocimiento de su confesor—, que, en lugar de moverme a levantarme a mi hora por la mañana el deseo de agradar a Jesús, —no se ría— he de engañarme, diciendo: "después te acostarás un ratito durante el día". Y, cuando antes de las seis camino hacia Santa Isabel, bastantes veces me burlo de ese peso muerto que llevo y le digo: "borrico mío, te fastidias: hasta la noche, no vuelves a acostarte" |# 23|.

En fin, por lo que se refiere a la vista, su audaz y titánico propósito de No mirar, ¡nunca! estaba, indudablemente, resguardado por una exigente finura de conciencia, que imponía continuas renuncias a sus sentidos.

* * *

Pocos meses antes, en el "Boletín Oficial del Obispado de Madrid-Alcalá" se había publicado una Circular de don Leopoldo Eijo y Garay por la que se anunciaba que, a partir del 1º de abril de 1933, se extinguían las Jurisdicciones castrense y palatina. Los lugares, personas y cosas sometidos a esta última pasaban «a depender únicamente de los Ordinarios diocesanos respectivos con arreglo a las normas del Derecho Canónico» |# 24|.

La primera noticia que tuvo de ello el capellán de Santa Isabel fue el 23 de marzo, como registra en sus Apuntes:

Va a desaparecer la jurisdicción palatina. Esta mañana estuve con D. Pedro Poveda y me dijo que hablará con el Sr. Morán y que continuaré yo en Sta. Isabel como hasta aquí. Me da lo mismo. Soy hijo de Dios. El se preocupa de mí. Quizá se ha cumplido ya mi misión en este sitio |# 25|.

Es muy probable que esa primera noticia le viniese a través de don Pedro Poveda, secretario del Patriarca de las Indias, pues fue éste quien le aconsejó que fuese a saludar al Vicario General de Madrid, don Francisco Morán, para exponerle su situación en el Patronato de Santa Isabel. El Vicario era la mano derecha de don Leopoldo y había oído hablar de don Josemaría desde que obtuvo sus primeras licencias en Madrid, a petición de doña Luz Casanova. Pero no se habían tratado personalmente, hasta que un día, allá por enero de 1931, se encontraron en el metro, codo con codo. Quedaron en charlar al día siguiente en el Vicariato, donde se le dieron a don Josemaría toda clase de facilidades para renovar las licencias ministeriales |# 26|.

Del alto aprecio en que le tenía don Francisco Morán da idea lo sucedido en la Comisión de Rectores de la extinguida Jurisdicción Palatina, al celebrar sesión el 29 de abril de 1933:

Fui a ver a D. P. Poveda, tan bueno, tan hermano siempre conmigo, y me dijo que ayer se reunieron los Rectores de todos los Patronatos que han pasado a la jurisdicción ordinaria. Y sucedió que, como trataran del personal, el Sr. Vicario de Madrid (Morán), que presidía, hizo de este pobre borrico un elogio tal que D. P. Poveda se quedó encantado. Cuando salí de la Institución Teresiana y cogí el 48, ¡qué vergüenza, qué pena más honda me hizo sentir el Señor, por esos elogios del Vicario! |# 27|.

* * *

Cuando don Josemaría terminó sus ocho días de retiro espiritual en el convento de los Redentoristas, los jóvenes universitarios habían pasado los exámenes y preparaban sus vacaciones veraniegas. Antes de que se dispersasen aprovechó la última reunión con ellos para darles unos consejos y recomendaciones. Después, en medio del verano, con la gente fuera de Madrid, el sacerdote se sintió muy solo: ¡Qué solo me encuentro, a veces! —anota el 12 de agosto—. Es necesario abrir la Academia, pase lo que pase, a pesar de todo y de todos |# 28|.

El 15 de agosto se interrumpen las catalinas. Pero una carta fechada en Fonz, el 29 de agosto, y dirigida a Juan J. Vargas, nos da noticia de su paradero:

— Sólo dos líneas —dice su primer párrafo—. Es la noche del 29 al 30, y estoy velando a mi tío, que continúa grave, pero resistiendo con su naturaleza de acero |# 29|.

Con motivo de la enfermedad de su tío paterno, mosén Teodoro, don Josemaría hizo dos viajes a Fonz acompañado del resto de la familia. Con ello sufrieron un parón las gestiones para poner en marcha la academia. Ya de vuelta a Madrid, considerando un nuevo aniversario de la fundación, don Josemaría experimentó urgencias apostólicas, como se ve por el curso de las catalinas:

1-X-1933: Mañana, cinco años desde que vi la O. ¡Dios mío, cuánta cuenta me pedirás! ¡Qué falta de correspondencia a la gracia! |# 30|. 6-X-1933: No pierdo la paz, pero hay ratos en que me parece que me va a explotar la cabeza, tantas cosas de gloria de Dios —su O.— bullen en mí, y tanta pena me da ver que no comienzan a cristalizarse todavía en algo tangible |# 31|. 18-X-1933: Me duele la cabeza. Sufro, por mi falta de correspondencia y porque no veo moverse a la O. |# 32|.

El 26 de octubre preparó una nota para su confesor. En ella examinaba brevemente las causas de su impaciencia, dejando entrever un latigazo de desaliento ante la lenta marcha de la Obra:

Me tortura, hasta dolerme la cabeza, el pensamiento de que dejo incumplida esa Voluntad: 1/ por el desorden de mi vida interior [...] 2/ porque no atiendo —no llego, no puedo abarcar más— a los muchachos que han venido a nosotros, traídos por El |# 33|.

Entraba el mes de noviembre y todavía no había encontrado la gente de la Obra un local a propósito para la academia:

Estos días, ¡otra vez!, andamos buscando piso. ¡Cuántos escalones, y cuántas impaciencias! El me perdone |# 34|.

El 4 de noviembre, Ricardo, el estudiante de Arquitectura al que había regalado una "Historia de la Sagrada Pasión", con la dedicatoria de buscar, encontrar y amar a Cristo, fue de visita al piso de Martínez Campos. Don Josemaría le habló de la Obra. Le explicó, claramente, que Dios Nuestro Señor quería que ese designio del Cielo, de que le estaba hablando, se realizara en la tierra; y que tenía carácter universal. Era para todo el mundo y para todos los tiempos. Para llevarlo a cabo se necesitaba un grupo de amadores de Cristo que santificasen su trabajo en medio del mundo y estuvieran enclavados en la Cruz. Entusiasmado, cuenta Ricardo, «le dije simplemente: — yo quiero ser "eso", porque ni siquiera sabía cómo se llamaba "eso", que era la Obra de Dios» |# 35|. A partir de aquel momento el sacerdote tenía un colaborador más en la instalación de la academia:

Día 13 de noviembre de 1933 [...]. Estos días andamos a vueltas con los muebles, para el piso. Se encargó de comprarlos Ricardo F. Vallespín. Vino Isidoro, porque se hace el contrato a su nombre, y —siempre me quedo solo— a pesar de su venida, he de arreglar yo esa cuestión |# 36|.