2. Ciudadanos de las dos ciudades

"Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei". Entrevista de Cesare Cavalleri a Don Álvaro del Portillo sobre la vida y personalidad de San Josemaría

La secularidad, que según el Vaticano II constituye "la índole propia y peculiar de los laicos" (Lumen gentium, n.31) , se expresa también a través del correcto ejercicio de los propios derechos de ciudadano, es decir, siendo católicos sin ser clericales o beatos, y, al mismo tiempo, siendo ciudadanos que no olvidan que son católicos en el momento de sus opciones decisivas. Ésta ha sido una enseñanza constante del Fundador del Opus Dei. Me alegraría oír algún ejemplo tomado directamente de su vida.

–La secularidad, que puede considerarse como la unión armónica del alma sacerdotal con la mentalidad laical , que el Padre ha querido para todos los miembros de la Obra, sacerdotes y laicos, mujeres y hombres, la tuvo siempre muy en primer plano y constituyó un elemento de su carácter, de su existencia. Por ejemplo, se manifestaba en su intenso sentido de la justicia, y en el ejercicio de los propios derechos de ciudadano que el Padre no dejó de vivir nunca y que le llevó a titular "Ciudadanía" un capítulo de Surco .

Entre los miles de episodios que podría citar me parece significativo uno de su vida de estudiante. A partir del curso académico 1922–1923, cuando ya había sido nombrado Inspector del Seminario de Zaragoza y había recibido la tonsura, se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza. En junio de 1924 se presentó al examen de Historia de España, una materia que conocía muy bien por sus estudios de Bachillerato y sus múltiples lecturas: tuvo siempre gran afición a la Historia, que dominaba profundamente. Durante aquel año no había asistido a clases, porque no era alumno oficial, y estaba muy ocupado con el estudio de la teología y el encargo de Inspector del Seminario. A través de algunos amigos comunes, el profesor le hizo saber que no se presentase al examen porque lo suspendería. El joven Josemaría se quedó atónito: no tenía obligación de asistir a clase; por esto, para reivindicar un derecho que le correspondía en virtud del régimen académico, y porque estaba muy bien preparado, decidió presentarse. El profesor le suspendió, sin hacerle ni una pregunta.

Josemaría reflexionó con calma sobre lo sucedido y decidió escribir una carta al profesor para manifestarle respetuosamente que había cometido una injusticia y que tenía obligación de reparar. Añadía que deseaba presentarse en la convocatoria de septiembre, y quería asegurarse de que sería tratado justamente.

En aquella época los profesores gozaban de plena autonomía y decidían con absoluta libertad sobre el desarrollo y las calificaciones de los exámenes. No era fácil para un alumno hacer valer sus derechos, aun extremando el respeto. En septiembre el profesor fue muy correcto: reconoció su error y el alumno fue aprobado.

Resultaba muy secular también la sencillez con que, en hábito talar, trataba a sus compañeros universitarios. De vez en cuando, a la salida de clase, sus amigos le invitaban a tomar un aperitivo en un local frecuentado por los estudiantes: era el bar Abdón, en el Paseo de la Independencia, junto a la Plaza de la Constitución. Josemaría aceptaba algunas veces, y así cultivaba la amistad de un modo muy natural. Su comportamiento era tan sacerdotal y al mismo tiempo tan humano que, cuando se ordenó sacerdote, algunos de sus compañeros lo escogieron como confesor habitual.

Abogado y sacerdote. ¿Hubo algún momento en que el Fundador del Opus Dei hizo valer esa doble condición?

–Los estudios civiles le sirvieron, entre otras cosas, para dar clases particulares, que contribuyeron a mantener a su familia, tanto en Zaragoza como en sus primeros años de Madrid. Pero no empleó nunca su título civil, porque quiso ser siempre un sacerdote al cien por cien.

Es significativo un hecho que sucedió durante la guerra civil española. Cuando en Madrid el Padre no pudo ejercitar el ministerio sacerdotal y el clima se hizo irrespirable, en constante peligro de muerte –arrestos y fusilamientos en masa, quema de iglesias y de conventos, auténtica persecución religiosa–, no tuvo otra opción que atravesar la frontera por la zona de los Pirineos para pasarse a la zona libre, a través de Andorra. El punto de partida era Barcelona. Leyendo el periódico se enteró de que un colega suyo de la Universidad de Zaragoza, Pascual Galbe, era magistrado en la Audiencia de Barcelona, en representación del Gobierno autónomo de Cataluña. Habían sido grandes amigos, pero en aquellas circunstancias no era fácil prever cómo reaccionaría. Por esto, el Padre le hizo saber, a través de Tomás Alvira –que había sido a su vez compañero de Instituto de Pascual–, que se encontraba en Barcelona y que deseaba verlo. "En el tribunal no –respondió–, mejor que venga a comer a mi casa".

Apenas lo vio, Pascual Galbe lo abrazó emocionado: "No sabes cuánto he sufrido, pensaba que habías muerto...". Para ayudarle a salir del peligro le propuso incorporarse a la magistratura de Barcelona: él era una persona muy influyente, y además, los tribunales tenían una necesidad real de licenciados en derecho. Pero el Padre no aceptó: Si, cuando no perseguían al clero y a la Iglesia no he ejercido esta profesión porque debía dedicarme completamente a mi sacerdocio, ahora, sin duda, no buscaré esta escapatoria, para sobrevivir sirviendo a una autoridad que persigue a mi Madre, la Santa Iglesia . Pascual Galbe trató de convencerle: "Si te detienen, y es muy probable, te matarán". El Padre repuso: No me importa, yo me debo a mi sacerdocio, y no me importa que me maten .

Me parece que en esta línea se sitúa también la cuestión del título nobiliario...

–Es un punto en el que conviene detenerse, porque, además, pone de manifiesto la gran humildad del Padre.

Conscientes de lo que el Fundador del Opus Dei era para nosotros sus hijos, y de lo que significaba para la Iglesia, comenzamos a recoger, con prudencia y amor filial, todos los datos que pudimos sobre su familia. Aprovechábamos para esta finalidad los viajes que miembros de la Obra, por motivos apostólicos o profesionales, hacían a los lugares donde había residido la familia de nuestro Fundador, o de donde procedían sus antepasados.

En los años sesenta enviamos las noticias y datos de primera mano recogidos a un conocido genealogista de Aragón, quien comprobó que algunos títulos nobiliarios correspondían, en línea directa, a la familia de nuestro Fundador. En mi calidad de Secretario General del Opus Dei decidí encargar al genealogista un estudio detenido. Después, sugerí al Padre la posibilidad de solicitar la rehabilitación de esos títulos. Teníamos muy presente cuánto había trabajado y sufrido por la Obra la familia de nuestro Fundador. Al principio, el Padre eludió el problema. Después se dio cuenta de que no se trataba de una cuestión meramente personal, suya, sino que afectaba a su hermano y a los descendientes de sus padres. Lo meditó detenidamente en la presencia de Dios. En su vida privada el Padre distinguía siempre, por una parte, sus deberes y sus derechos de cristiano y de sacerdote, que trató de cumplir y ejercitó heroicamente en todo momento, y por otra, sus derechos y deberes de ciudadano, no incompatibles con los primeros: su sacerdocio abrazó toda su existencia, pero no por esto renunció a sus obligaciones y derechos en cuanto miembro de una familia, y en cuanto ciudadano, dando ejemplo también en esto a sus hijos y a la gente que trataba.

Además de querer compensar de algún modo los sacrificios y sufrimientos que la fundación y desarrollo del Opus Dei habían supuesto para su familia, comprendió que no podía hacerles pagar de nuevo las consecuencias de su desprendimiento personal de los honores humanos: de hecho, como primogénito, de acuerdo con la legislación española vigente, sólo él podía recuperar los derechos nobiliarios. Repito que los honores no le importaban nada. La solución fue reclamar aquellos derechos para transmitirlos después a su hermano. Consideró, insisto, que –por una falsa humildad, y aún menos por miedo a las críticas y difamaciones–, no podía privar a su hermano y a sus sobrinos de algo que les pertenecía.

Pero sabía muy bien que ese gesto podía ser mal interpretado, y por eso, antes de tomar una decisión definitiva, pidió consejo a diversas personas, también de fuera de la Obra. Entre otros se dirigió al Cardenal Dell'Acqua, al Cardenal Marella, al Cardenal Larraona, al Cardenal Antoniutti, al Cardenal Bueno Monreal, Arzobispo de Sevilla y buen amigo suyo desde hacía muchos años, y a Mons. Casimiro Morcillo, Arzobispo de Madrid, también viejo amigo del Padre.

Todos le dieron su parecer favorable y le animaron a llevar adelante el proyecto. El cardenal Larraona, que era un insigne canonista, le precisó que no sólo tenía derecho a reclamar los títulos nobiliarios, sino que, como Fundador de la Obra, tenía obligación de hacerlo: "Usted ha enseñado a sus hijos a cumplir los propios deberes civiles y a ejercitar todos sus derechos de ciudadanos. Por tanto, si no lo hiciera, les daría mal ejemplo". El Cardenal pensaba que, si el Fundador renunciaba a aquel derecho tan cierto, sus hijos del Opus Dei y muchos otros buenos católicos probablemente seguirían ese ejemplo de humildad, renunciando, quizá, a derechos irrenunciables.

Nuestro Fundador informó también a la Secretaría de Estado Vaticana. Todos estuvieron de acuerdo. También contaba con el parecer favorable de las autoridades civiles competentes. Pero nuestro Fundador preveía claramente lo que iba a suceder: sabía que sería criticado por personas poco informadas, por algunos quizá envidiosos y malévolos, y por otros de lengua suelta, azuzados por el demonio. Veía con toda claridad que era como presentarles en bandeja de plata un pretexto para insultarle.

Como el Padre había previsto, no faltaron las críticas y dicerías que pusieron en evidencia su heroica y profunda humildad. Del mismo modo que había ejercitado sus derechos, cumplió un deber de justicia, para dar ejemplo a sus hijos, y procuró explicar claramente que el asunto, en sí mismo, carecía de importancia.

El 24 de julio de 1968 fue rehabilitado oficialmente el título de marqués de Peralta. Desde ese día arreciaron las polémicas y duraron tiempo. Hubo también personas amigas que le pidieron aclaraciones o que le hicieron llegar sus muestras de solidaridad. Nuestro Padre afrontó siempre el asunto con claridad y, más de una vez, con sentido del humor.

Tiempo después, cuando se calmaron las murmuraciones y el problema podía considerarse más o menos cerrado, entonces, sin publicidad, hizo las gestiones oportunas –como había previsto desde el principio– para ceder el título a su hermano, de modo que pudiese transmitirse por sucesión a sus descendientes.

El Fundador del Opus Dei detestaba esa forma de clericalismo que consiste en recibir tratos de favor. Por esto, no le gustaba la costumbre, difundida en ambientes eclesiásticos, de pedir prestaciones gratuitas a algunos profesionales, en calidad de abogados, médicos, ingenieros o dentistas "católicos". El Fundador se empeñaba en pagar siempre los honorarios.

–Llegaba al extremo de que también pagaba en la Clínica Universitaria de Navarra cuando le hacían los reconocimientos médicos, a pesar de ser el Gran Canciller de la Universidad.

Por otra parte, exigía siempre en los trabajos, de acuerdo con lo debido en justicia. Me viene a la cabeza un suceso muy significativo. Al proyectar el oratorio del Consejo General del Opus Dei, se decidió que el pavimento fuese de mármol, con dibujos geométricos, formado cada uno por una sola piedra. Se aprobó un presupuesto de acuerdo con esta condición; pero, cuando el marmolista acabó de acristalar y dio por terminado su trabajo, el Padre advirtió que se habían compuesto los dibujos con varias piezas de mármol y se advertían las junturas. Aquello le pareció una chapuza intolerable, sobre todo, porque se trataba de un lugar destinado al culto. Lo consultó conmigo y con otras personas, y decidió hacer levantar el suelo y cambiarlo. Los motivos estaban claros: el presupuesto se había aprobado con aquella condición y ya se había pagado la factura. Aceptar la chapuza sería una falta de pobreza; y, además, para quienes vinieran después, un ejemplo desedificante de poco esmero en las cosas destinadas al Señor.

A propósito de los derechos del ciudadano, la enseñanza del Fundador es muy clara también en lo que se refiere al ejercicio de las actividades políticas. Los miembros del Opus Dei, en política como en otras actividades temporales, tienen la misma libertad, los mismos derechos y deberes que los demás ciudadanos católicos. Es un aspecto que no fue a veces bien entendido, especialmente a causa de la situación española. ¿Podría recordar algunos sucesos, comenzando por la postura del Fundador ante el comunismo y el nazismo?

–Por lo que se refiere al comunismo y al marxismo, el Padre fue siempre fiel a las clarísimas enseñanzas del Magisterio eclesiástico sobre estas ideologías. Y expresó en público su postura, cuando lo exigieron las circunstancias; su oposición no era fruto de las dificultades que sufrió personalmente bajo la dictadura comunista en España –había perdonado desde el primer momento–, sino que se fundamentaba en el ateísmo y en el carácter inhumano y antirreligioso de esta doctrina.

Especialmente a comienzos de los años sesenta y en particular en sus catequesis por la Península Ibérica y América Latina, ante la difusión entre los fieles de corrientes que intentaban conciliar el cristianismo con el marxismo, nuestro Fundador se hizo eco de las enseñanzas reiteradas por Pablo VI y de las condenas contenidas en los documentos de los dicasterios romanos competentes.

Por lo demás, un fragmento de una homilía suya pronunciada en 1963 ilustra muy claramente su actitud frente al comunismo: Precisamente por eso, urge repetir –no me meto en política, afirmo la doctrina de la Iglesia– que el marxismo es incompatible con la fe de Cristo. ¿Existe algo más opuesto a la fe, que un sistema que todo lo basa en eliminar del alma la presencia amorosa de Dios? Gritadlo muy fuerte, de modo que se oiga claramente vuestra voz: para practicar la justicia, no precisamos del marxismo para nada. Al contrario, ese error gravísimo, por sus soluciones exclusivamente materialistas que ignoran al Dios de la paz, levanta obstáculos para alcanzar la felicidad y el entendimiento de los hombres. Dentro del cristianismo hallamos la buena luz que da siempre respuesta a todos los problemas: basta con que os empeñéis sinceramente en ser católicos, non verbo neque lingua, sed opere et veritate (1 Ioh 3,18), no con palabras ni con la lengua, sino con obras y de veras: decidlo, siempre que se os presente la ocasión –buscadla, si es preciso–, sin reticencias, sin miedo ( Amigos de Dios , num.171).

Al final de los años treinta, después de haber vivido la triste experiencia de la guerra civil, la mayor parte de los españoles alimentaba una fundada prevención contra el comunismo. No sucedía lo mismo con el nazismo: es más, la propaganda oficial, por un motivo o por otro, no sólo silenció los crímenes del nacionalsocialismo, sino que prohibió en España la publicación del documento pontificio que lo condenaba. Por esto, nuestro Fundador tuvo que pronunciarse más de una vez contra el nazismo en su ministerio sacerdotal. Precisamente porque en algunos ambientes oficiales españoles se miraba con simpatía al régimen alemán, se sintió en el deber de poner en guardia a los que se olvidaban de las aberraciones de aquella ideología: no sólo criticaba su totalitarismo, sino también la persecución y las discriminaciones a los católicos, a los hebreos, etc., y el tono de paganismo que caracterizaba el racismo nazi. Se prodigó en dar a conocer el contenido del documento pontificio de condena, y en difundirlo privadamente.

Sin embargo, algunos periódicos, hace poco, aunque se desmintió inmediatamente, hablaron de una "simpatía" del Fundador hacia el nazismo.

–Es una aberración que se descalifica por sí sola, pero quiero dar a conocer un testimonio que me llegó precisamente a la vez que aquella campaña de calumnias. (Un inciso: cuando suceden cosas de este tipo, seguimos viviendo el criterio que nos dejó el Padre: perdonar desde el primer momento, rezar por los calumniadores, reafirmar la verdad, y, siempre, "ahogar el mal en abundancia de bien", persuadidos además de que la verdad acaba siempre abriéndose paso.) Pues bien, con fecha 9 de enero de 1992, Domingo Díaz–Ambrona me escribía desde Madrid: "Conocí al futuro beato en el transcurso de la guerra civil española. Durante ese periodo, me encontraba que refugiado, junto con mi mujer, en la embajada de Cuba, y estando allí se cumplió el tiempo del parto de nuestra hija Guadalupe, que nació el 3 de septiembre de 1937 en el Sanatorio Riesgo, ahora inexistente, que estaba entonces bajo protección de la bandera inglesa. Por las circunstancias que atravesaba el país no la podíamos bautizar, y así se lo comuniqué a un buen amigo mío, José María Albareda.

"Pocos días más tarde, José María Albareda me dijo que un sacerdote amigo suyo vendría en una determinada fecha a administrarle el bautismo. Confiado en la protección que nos ofrecía la bandera inglesa del sanatorio, invité al acto a los padrinos y a varios amigos más. El sacerdote se presentó a las cinco de la tarde, dos horas antes de la hora prevista, y estuvo el tiempo justo para bautizarla. Fue todo tan rápido, que ni siquiera le preguntamos el nombre. Más tarde supe que se trataba de Mons. Escrivá. Su comportamiento fue una lección de prudencia para todos en aquellos momentos difíciles. Yo intenté que se quedara, pero me comentó: 'Me necesitan muchas almas'.

"Durante ese periodo, por lo que he sabido después, aunque no contaba más que con una precaria documentación y el clima social y político era muy peligroso para un sacerdote, desarrollaba una intensa labor apostólica: confesaba a muchas personas –con peligro de su vida muchas veces–, daba cursos de retiros cambiando constantemente de sede y atendía a un grupo de religiosas que sufrían los efectos de la persecución.

"Pero en aquel entonces yo no sabía, por las circunstancias citadas, de quién se trataba. Lo supe más tarde, durante un encuentro casual en el tren, en la línea Madrid–Avila, en el mes de agosto de 1941. Viajaba con mi mujer y mi hija de cuatro años cuando don Josemaría, al vernos, nos reconoció, entró en nuestro departamento y nos dijo: 'A esa niña la he bautizado yo'. Nos saludamos, me dijo su nombre y estuvimos hablando de la situación histórica que atravesábamos. Nos encontrábamos en un momento decisivo de la historia de Europa: recuerdo que yo tenía un gran deseo de llegar cuanto antes a las Navas del Marqués, para saber por la radio como iba el avance de las tropas alemanas en territorio ruso.

"Yo le comenté que acababa de regresar de un viaje a Alemania y había podido captar el miedo de los católicos a manifestar sus convicciones religiosas. Esto me había llevado a recelar del nazismo; pero, como a muchos españoles, se me ocultaban los aspectos negativos del sistema y de la filosofía nazi, deslumbrados por la propaganda de una Alemania que se presentaba como la fuerza que iba a aniquilar por fin al comunismo. Y quise saber su opinión.

"Por todas esas razones que acabo de exponer me sorprendió profundamente, en aquellos momentos, la respuesta tajante de aquel sacerdote, que tenía una información muy certera de la situación de la Iglesia y de los católicos bajo el régimen de Hitler. Mons. Escrivá me habló, con mucha fuerza, en contra de ese régimen anticristiano, con un vigor que ponía de manifiesto su gran amor a la libertad. Hay que hacer notar que no era fácil encontrar en España, por aquel entonces, a personas que condenasen con tanta contundencia el sistema nazi y que denunciasen con tanta claridad su raíz anticristiana. Por eso, esa conversación, en aquel preciso momento histórico, en el que no se conocían aún todos los crímenes del nazismo, se me quedó profundamente grabada.

"Tiempo más tarde le comenté a mi amigo José María Albareda este encuentro y supe que había estado conversando con el Fundador del Opus Dei.

"Yo no soy del Opus Dei, pero mi experiencia personal me permite afirmar que quien sostenga una opinión contraria sobre el pensamiento en este sentido de Josemaría Escrivá de Balaguer no busca más que empañar inútilmente la vida santa de este futuro beato, que era un gran enamorado de la libertad".

Es un testimonio incontrovertible que confirma los dictados del sentido común...

–Lógicamente, el Padre distinguía entre el nazismo y el pueblo alemán. Precisamente porque sentía un particular cariño hacia aquella nación –era un sentimiento heredado de su padre–, le dolía muchísimo verla sometida a aquella dictadura aberrante. Su pena se acrecentaría al estallar la Segunda Guerra mundial.

¿Y las relaciones con el franquismo?

–Antes de responder, me parece indispensable repetir una consideración bien conocida: la actividad y la finalidad del Opus Dei son exclusivamente espirituales, como también fueron sólo espirituales la misión y el ministerio sacerdotal de su Fundador. El Gobierno de una nación –cualquiera que sea– y el Opus Dei son realidades que se mueven en planos totalmente diferentes. La Prelatura impulsa a sus miembros a ejercer sus derechos y a cumplir diligentemente sus propios deberes como cristianos coherentes, pero les deja la más completa libertad en las opciones temporales; más aún, fomenta esa libertad: el único criterio que les señala en este punto es el de seguir las eventuales orientaciones que en este campo emane la jerarquía eclesiástica.

En el caso del franquismo, es necesario recordar que el final de la guerra civil significó el resurgir de la vida de la Iglesia, de las asociaciones, de las escuelas católicas, con una clara toma de posición de la Jerarquía a favor del General Franco, que era considerado en muchos ambientes como "providencial". Basta pensar que, al término de la guerra civil, en la fachada de las catedrales de todas las ciudades españolas que eran sede episcopal se puso el escudo de la Falange con la inscripción: "Caídos por Dios y por España. ¡Presentes!" El Fundador del Opus Dei protestó muchas veces por este abuso.

En esta situación, el Padre, aun reconociendo a Franco el mérito de la pacificación, debió oponer resistencia a dos peligros: por una parte, la instrumentalización de la fe, ante el intento de determinados grupos de monopolizar la representación de los católicos en la vida pública; y por otra, la tendencia de algunos ambientes católicos a servirse del poder público como un brazo secular. En suma, dos facetas del clericalismo.

El Padre reconoció siempre que era competencia exclusiva de la Jerarquía dar indicaciones a los católicos en materia política; por eso siempre se abstuvo en este campo. La Jerarquía animó abiertamente a los católicos a sostener a Franco, tanto, que en los diversos gobiernos figuraron representantes de Acción Católica y de otras organizaciones religiosas. Y el clericalismo llegó al extremo de que alguno pidió el permiso del propio obispo (y lo consiguió, naturalmente), antes de aceptar la cartera de ministro.

Cuando, en los años cincuenta, algunos miembros de la Obra llegaron a ser ministros de Franco, el Padre ni lo aprobó ni lo desaprobó: actuaron según su libertad de ciudadanos católicos, respetuosos con la Jerarquía, aunque hubo quien intentó atribuir a la Obra como tal presiones o injerencias en el campo político. No nos faltaron dificultades e incomprensiones por ese motivo.

Ya en los años cuarenta, por ejemplo, algunos miembros del Opus Dei se presentaron a oposiciones de cátedras universitarias, y por su preparación, las ganaron brillantemente sin recomendación alguna. Surgió entonces una violenta reacción de los enemigos de la Iglesia que, desde fines del siglo anterior, a través de la Institución Libre de Enseñanza, controlaban la Universidad. Se hizo circular el rumor, absolutamente calumnioso, de que los miembros del Opus Dei ganaban las oposiciones de modo irregular, cuando lo cierto es que no gozaron de facilidad alguna, y más bien eran discriminados respecto de los que pertenecían a otras instituciones católicas favorecidas por los ministros de Educación Nacional.

Y no eran sólo enemigos de la Iglesia los que se oponían o no entendían. Cuando el Fundador, en 1947, pasó una temporada en España para preparar el traslado del gobierno de la Obra a Roma, se entrevistó en una ocasión con el Ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, que antes de entrar en el Gobierno había sido Presidente de la Acción Católica española. El Padre contó luego que, con gran sorpresa, el ministro le había dicho que no entendía "cómo se podía estar consagrado a la Iglesia, incluso con un vínculo de obediencia, y servir al mismo tiempo al Estado". El Padre le explicó que no había ninguna dificultad, porque la materia de la obediencia debida a la Iglesia era la misma para él, que para el resto de los católicos, consagrados o no a Dios: esa obligación era del mismo grado , aunque por diverso título. Pero el ministro no acertó a entender esta palmaria verdad, y dio la orden de no admitir en el Cuerpo Diplomático a miembros del Opus Dei o personas consideradas como tales, aunque hubieran ganado el correspondiente concurso. Contra toda justicia, esa orden se cumplió en varios casos.

Como otras organizaciones católicas sostenían directa y abiertamente al Régimen, algunos no podían imaginar que la Obra se comportase de modo diverso. Sin embargo, el Fundador defendió siempre con vigor la libertad de opinión de sus hijos, y es natural que entre los miembros de la Obra hubiera quienes sostenían el franquismo, y quienes estaban en la oposición. Recuerdo la película de una de las catequesis del Fundador en la que cuenta que no dudó en presentarse delante de un personaje muy poderoso para defender la libertad de opinión de un hijo suyo. Me gustaría conocer ese suceso con mayor detalle.

Un miembro de la Obra había escrito un artículo en oposición al régimen franquista. La reacción de las autoridades fue muy dura, y se vio obligado a exiliarse. Sobre esto nuestro Padre no tenía nada que decir, porque se trataba de cuestiones en las que no intervenía: correspondían a sus hijos como ciudadanos libres y responsables. Pero, entre otras injurias lanzadas contra aquel miembro de la Obra, dijeron que era "una persona sin familia". Nuestro Fundador reaccionó entonces como un padre que defiende a su hijo. Se fue a España inmediatamente, solicitó audiencia a Franco y fue recibido enseguida. Sin entrar en las causas de las divergencias políticas, afirmó con toda claridad que no podía tolerar que de un hijo suyo se dijera que era un hombre sin familia: tenía una familia sobrenatural, la Obra, y él se consideraba su padre. Franco le preguntó: "¿Y si le meten en la cárcel?" El Padre respondió que respetaría las decisiones de la autoridad judicial, pero que si lo llevaban a prisión nadie le podría impedir facilitar a aquel hijo la asistencia espiritual y material que necesitara. Repitió las mismas ideas al almirante Carrero Blanco, brazo derecho de Franco. Y debo precisar que ambos, demostrando ser unos caballeros y tener sentido cristiano, reconocieron que nuestro Fundador tenía razón.

Muchos ataques a la Obra y a la libertad de sus miembros provenían directamente de instituciones del Régimen, como la Falange.

–Es elocuente en este sentido la carta que nuestro Fundador escribió el 28 de octubre de 1966 al ministro José Solís, jefe de la Falange:

Muy estimado amigo: Hasta aquí me llega el rumor de la campaña que, contra el Opus Dei, hace tan injustamente la prensa de la Falange, dependiente de V.E. Una vez más repito que los socios de la Obra –cada uno de ellos– son personalmente libérrimos, como si no pertenecieran al Opus Dei, en todas las cosas temporales y en las teológicas que no son de fe, que la Iglesia deja a la libre disputa de los hombres. Por tanto, no tiene sentido sacar a relucir la pertenencia de una determinada persona a la Obra, cuando se trate de cuestiones políticas, profesionales, sociales, etc.; como no sería razonable, hablando de las actividades públicas de V. E., traer a cuento a su mujer o a sus hijos, a su familia. Con ese modo de proceder equivocado se comportan las publicaciones que reciben inspiración de su Ministerio: y así no logran más que ofender a Dios, confundiendo lo espiritual con lo terreno, cuando es evidente que los Directores del Opus Dei nada pueden hacer para cohibir la legítima y completa libertad personal de los socios, que nunca ocultan –de otra parte– que cada uno de ellos se hace plenamente responsable de sus propios actos y, en consecuencia, que la pluralidad de opiniones entre los miembros de la Obra es y será siempre una manifestación más de su libertad y una prueba más de su buen espíritu, que les lleva a respetar los pareceres de los demás. Al atacar o defender el pensamiento o la actuación pública de otro ciudadano, tengan la rectitud –que es de justicia– de no hacer referencia, desde ningún punto de vista, al Opus Dei: esta familia espiritual no interviene ni puede intervenir nunca en opciones políticas o terrenas en ningún campo, porque sus fines son exclusivamente espirituales. Espero que habrá comprendido mi sorpresa, tanto ante el anuncio de esa campaña difamatoria como al verla realizándose: estoy seguro de que se dará cuenta del desatino que cometen y de las responsabilidades que en conciencia adquieren ante el juicio de Dios, por el desacierto que supone denigrar a una institución que no influye –ni puede influir– en el uso que, como ciudadanos, hacen de su libertad personal sin rehuir la personal responsabilidad, los miembros que la forman, repartidos en los cinco continentes. Le ruego que ponga un final a esa campaña contra el Opus Dei, puesto que el Opus Dei no es responsable de nada. Si no, pensaré que no me ha entendido; y quedará claro que V.E. no es capaz de comprender ni de respetar la libertad, qua libertate Christus nos liberavit la libertad cristiana de los demás ciudadanos. Peleen ustedes en buena hora, aunque yo no soy amigo de las peleas, pero no mezclen injustamente en esas luchas lo que está por encima de las pasiones humanas. Aprovecho esta ocasión para abrazarle y bendecirle, con los suyos, in Domino .

Si se me permite expresar una opinión del todo personal, me parece que aquellos miembros de la Obra que, bajo su exclusiva responsabilidad, colaboraron libremente con el gobierno de Franco, trabajaron por el bien de su país, obtuvieron éxitos, reconocidos hoy unánimemente, en el saneamiento de la economía y en la ruptura del aislamiento de España, proyectándola hacia Europa. Aun absteniéndose de intervenir y de exponer públicamente opiniones en materia política, ¿cuál era en este tema lo que más preocupaba al Fundador?

–Le preocupaba el problema de la sucesión de Franco. No vaciló en hacérselo saber al interesado directamente, y procuró sensibilizar sobre este delicado asunto a los obispos españoles que venían a visitarle. Pero nuestro Fundador supo también resistir las insinuaciones que le llegaban del Vaticano para que tomase iniciativas en este campo: rechazó hacer de intermediario de algunos, porque no era misión suya inmiscuirse en política. Dejó clara su postura en esta materia, sin posibilidad de equívocos, en una carta de conciencia dirigida el 14 de junio de 1964 a Pablo VI.

Ahora comprendo mejor por qué tenía tanta devoción a Santa Catalina de Siena .