3. Estudio y vacaciones

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Al mundo del seminario, ya de por sí cerrado, lo ceñía y apretaba aún más, por sus cuatro costados, el Reglamento. Por fortuna, los del San Carlos habían dulcificado los rigores con una tolerante interpretación del texto. Así, por ejemplo, la prohibición tajante de fumar se aplicaba sin paliativos a los seminaristas más jóvenes, esto es, a los "filósofos". A los "teólogos", en cambio, les era permitido fumar a puerta cerrada |# 50|.

También estaba prohibido asomarse a la ventana o subir a expansionarse a la terraza |# 51|. Pero ningún sitio mejor para juegos y recreo que la azotea del cuarto piso, amplia, protegida por alta viguería y con grandes ventanales a la plazuela de San Carlos. Era el lugar favorito para jugar a la pelota, aunque Josemaría prefería pasearse por los largos corredores que daban la vuelta a las cuatro alas del patio. Uno de ellos estaba casi a oscuras; y un inspirado bromista había escrito en una de las paredes las palabras del Salmo: «Per diem sol non uret te, neque luna per noctem»; no hay miedo de que te dé el sol por el día, ni la luna por la noche |# 52|.

Por lo que hace a otras prohibiciones, ya se ha visto con qué respeto observaban los seminaristas el no ponerse sobrenombres o apodos |# 53|.

La vigilancia del Seminario Conciliar era todavía más estrecha que en el San Carlos, puesto que vivían y estudiaban en un edificio del que solamente salían los días de paseo. Los del San Carlos cruzaban a diario las calles del casco viejo; les daban los aires, les quemaba el sol y mantenían contacto con la vida ciudadana, hasta donde lo permitiera la "compostura, orden y simetría" que habían de guardar las filas de seminaristas, camino de ida y vuelta a la Universidad |# 54|.

La Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio estaba situada en el cogollo histórico de Zaragoza, en su origen una colonia romana. Aquella próspera ciudad de la Tarraconense fue visitada en carne mortal por la Virgen, según cuenta una antigua tradición, para animar al apóstol Santiago en su labor evangelizadora; y en honor de la Virgen se construyó un templo. Durante la ocupación musulmana continuó ininterrumpido el culto cristiano, hasta que se restauró la jerarquía eclesiástica al ser reconquistada la ciudad, en 1118 |# 55|.

La archidiócesis de Zaragoza tenía un extenso territorio con varias sedes sufragáneas, entre ellas la de Barbastro. Desde 1902 la regía el cardenal Soldevila, hombre que hizo a conciencia sus estudios eclesiásticos y que poseía grandes dotes oratorias y de gobierno. Sobresalió por su actividad pastoral y por las reformas que introdujo en el régimen diocesano. Impulsó las obras de fábrica en la basílica del Pilar y extendió esa devoción mariana por la América española. En 1919 fue promovido al cardenalato |# 56|.

Contaba entonces Zaragoza unos 140.000 habitantes; la mitad eran inmigrantes venidos a la ciudad en los últimos veinte años. El crecimiento industrial —fábricas remolacheras, harineras, textiles y metalúrgicas—, trajo consigo fuertes cambios sociales, haciendo de ella un lugar de enfrentamiento obrero y agitación anarquista |# 57|.

Los seminaristas no recibían ni leían el periódico. Lo que acontecía fuera del seminario, o no les interesaba o les cogía de sorpresa. Sólo quienes tenían familia en Zaragoza estaban enterados de la marcha del mundo. Durante el otoño de 1920 Josemaría tuvo ocasión de recorrer la ciudad con motivo de sus salidas domingueras a casa de sus tíos, pero eso duró poco. Una ojeada a su curriculum muestra la impresionante lista de asignaturas con que tuvo que enfrentarse a su llegada de Logroño. Cursaba cinco asignaturas de segundo año de Teología (De Verbo Incarnato et Gratia, De Actibus et Virtutibus, Oratoria Sagrada, Patrología, Liturgia), a las que hubo de añadir otras cuatro, ya que el Plan de Estudios de Zaragoza no coincidía con el de Logroño |# 58|. Dos de ellas (Griego y Hebreo) eran de Humanidades y las otras dos (Introductio in S. Scripturam y Exegesis Novi Testamenti), de primer año de Teología.

Hizo sus estudios con profundidad, sin que le exigiesen excesivo empeño, aunque le sucedía, como a todo estudiante, que a la hora de los exámenes, lo que se dice tranquilo, no iba nunca |# 59|. Las calificaciones de ese año en Griego y Hebreo (tan sólo un "meritus"), son una excepción en su brillantísimo expediente académico |# 60|. Su tío, el arcediano, le haría ver la importancia del Griego para el estudio de la Patrística; y el sobrino, «por su cuenta, ya superada la asignatura, dedicó mucho tiempo al repaso de esa lengua hasta que consiguió un nivel francamente aceptable» |# 61|.

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En el claustro de la universidad había todo tipo de profesores: el sabio y el menos sabio, quienes poseían dotes pedagógicas y quienes carecían de ellas, profesores con iniciativa y algún que otro rutinario. Josemaría procuraba asimilar lo que veía de positivo en cada uno de ellos, de modo que sus recuerdos tienen mucho de anecdotario ejemplar.

Del profesor de Teología Moral, sabio y prudente, contaba que al empezar el tratado de la virtud de la castidad y los vicios a ella contrarios, daba a los alumnos el consejo de san Alfonso María de Ligorio: encomendarse a la Santísima Virgen y estudiar tranquilamente |# 62|.

De don Santiago Guallart, profesor de Oratoria Sagrada, aprendió a no fiarse de la improvisación, por lo que tiene de espontaneidad vanidosa o de pereza mental. En cierta ocasión contaba don Josemaría a un grupo de personas: Yo no improviso nada, y no creáis que improvisa nadie. Recuerdo que tuve un profesor de oratoria, que era un hombre muy conocido y muy admirado, sobre todo por sus improvisaciones. Un día, estaban ocho o diez alumnos charlando con él, y les dijo: "yo no he improvisado ni una vez... Cuando me invitan a algún sitio, sé que me van a pedir que diga unas palabras, y me las preparo bien" |# 63|.

El horizonte intelectual de Josemaría no estaba limitado por los estudios eclesiásticos. Destacaba entre los demás compañeros del seminario por su "amplia cultura" y, de modo especial, por su interés en la vertiente humana de los sucesos, como refiere uno de ellos: «Era sumamente humano: dotado de un gran sentido del humor, tenía capacidad crítica para, con gracia, sacar punta a diversos sucesos y ver así el lado divertido de las cosas. A mí me produjeron gran admiración los epigramas que escribía en una pequeña libreta de hule que llevaba en el bolsillo y en la que iba escribiendo frecuentemente. Eran frases agudas, llenas de ingenio, con una carga festiva o satírica y con un gran sentido humano. Eran epigramas que sorprendían porque suponían un poco corriente manejo de la lengua castellana y una gran familiaridad con los autores clásicos: recordándolos después me han evocado a veces el estilo de Aristófanes en "Las avispas". Estaban llenos de una filosofía muy humana de la vida y conducían a una moraleja final» |# 64|.

Por uno de esos azares que nunca faltan en la vida, tuvieron ocasión de mostrarse sus dotes oratorias y literarias. Para entretenimiento de los estudiantes se solían celebrar unas veladas con carácter íntimo, sin rigor académico |# 65|. Con motivo de una de ellas, organizada en honor de don Miguel de los Santos, Presidente del San Carlos, el Rector se vio obligado a pedir la colaboración de Josemaría. El acto y la calidad de la persona requerían una intervención con ciertos vuelos literarios. Don Miguel, electo pocos meses antes Obispo titular de Tagora, y nombrado Auxiliar de Zaragoza, había sido consagrado el 19 de diciembre de 1920. Era clérigo de muchos estudios: doctor en Teología por Zaragoza y doctor en Derecho Canónico y en Filosofía por la Universidad Gregoriana en Roma; más sus títulos civiles: licenciado en Leyes por la Universidad de Zaragoza y doctorado en Derecho por la Universidad Central (Madrid) |# 66|.

Se resistió Josemaría a las presiones del Rector, pero al fin hubo de ceder. El asunto que escogió para su disertación fue el lema del Obispo de Tagora: Obedientia tutior. Llegado el día, lo desarrolló en latín, en forma de composición poética. Las consideraciones sobre la especial seguridad que da el atenerse a los consejos de los superiores, y la elegancia en la exposición, le valieron el aprecio del obispo y de la media docena de sacerdotes del San Carlos que asistieron a la fiesta |# 67|.

De su segundo año en Zaragoza nos ha llegado también otra anécdota de estudios. Una de las asignaturas del curso 1921-1922 era la "De Deo Creante", que explicaba en latín don Manuel Pérez Aznar. Gustaba el profesor de explicaciones densas y metódicas en la primera parte del curso. Luego, en el segundo trimestre, una vez alcanzada la cima, emprendía el descenso por un pragmático sistema de preguntas y aclaraciones. Velaba por la ortodoxia, era declarado tomista y afrontaba críticamente errores y herejías, no sin suministrar a los alumnos el "antídoto al veneno". Y de él aprendió Josemaría, según él mismo confiesa, la recta práctica de los antídotos, cuando había que manejar fuentes bibliográficas con peligro de contagio doctrinal para el lector, porque ese veneno —decía— se transmite como por ósmosis |# 68|.

La anécdota tuvo lugar en una de las clases con preguntas aclaratorias. Don Manuel, con un toque de bizantinismo, preguntó a Josemaría sobre la bíblica costilla de nuestro primer padre: ¿se trataba de una costilla natural o, por el contrario, fuera de serie? («Utrum costa Adami fuerit supererogatoria an naturalis»). Cogido de improviso entre el origen de Eva y la costilla de Adán, Josemaría trató de hacerse espacio y ganar tiempo. Habló primero en latín, largo y tendido, sobre nuestro padre Adán, para proseguir luego con Eva. Pero, por más vueltas que daba al asunto, no le venía a la cabeza ninguna idea salvadora. Se alargaba más de lo que permitía la paciencia del profesor, el cual, interrumpiendo las divagaciones, le apremió en castellano: «Bien, ¿pero dónde dejamos esa costilla?» |# 69|.

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De las cuentas del seminario, que no podían ser más elementales, se encargaba el Rector. Los gastos generales de la casa corrían a cargo del Real Seminario de San Carlos. Y, como casi todos los seminaristas disfrutaban de beca, o prestaban servicios que les eximían de pago, el cálculo de los ingresos tampoco era operación demasiado complicada. En el curso 1920-1921, por ejemplo, los ingresos consistían en lo obtenido por la venta de doce escudos para los mantos de los colegiales, más cuatro pensiones y media. De los cinco seminaristas que pagaban estancia en el San Carlos, la media pensión correspondía a Josemaría, que tenía concedida media beca.

La escrupulosa minuciosidad del Rector en el cómputo de los días de estancia en el seminario y de las cantidades a pagar es muy de agradecer. Según la "Hoja de cuentas" de aquel curso, Josemaría satisfizo 157 pesetas con 50 céntimos por 252 días de permanencia (la pensión completa era de una peseta y veinticinco céntimos diarios) |# 70|. Los 252 días son, exactamente, los que median entre su ingreso (28 de septiembre de 1920) y el cierre de las cuentas (7 de junio de 1921). La estancia ininterrumpida de los seminaristas, de septiembre a junio, era lo acostumbrado y lo que señalaba el Reglamento |# 71|.

En esos largos meses, lejos de la familia, el seminarista mantenía frecuente relación con los suyos, dándoles cuenta en sus cartas de los estudios e ilusiones juveniles, procurando animarles. La Navidad de 1920 fue la primera que pasó fuera de casa. Y recordaría con nostalgia las Navidades de Barbastro y el viejo villancico que le cantaba doña Dolores, y con el que arrullaría ahora a su hermano Santiaguín (Guitín le llamaban familiarmente):

«Madre, en la puerta hay un Niño,

más hermoso que el sol bello,

diciendo que tiene frío...» |# 72|.

Al recibir noticias de Logroño, releyendo los pequeños sucesos domésticos, adivinaba, entre líneas, las dificultades del hogar y los sufrimientos del padre |# 73|. Cuando llegaban las vacaciones de verano, su presencia en casa era una ráfaga de alegría. Visitaba a don Hilario, el párroco de Santiago el Real, y se ponía a su disposición. Procuraba distraer y acompañar a don José y descargar a su madre de trabajo. Tomaba de la mano al pequeño Guitín y se iban juntos a pasear. En el verano de 1922 —el hermano tenía entonces tres años y medio— se hicieron una foto en un banco del parque. Josemaría vestido de traje gris oscuro, corbata negra y sombrero de paja. Guitín, con vestido blanco, un gorrito calado hasta los ojos y una cara con expresión de circunstancias |# 74|.

De la amistad de Josemaría con un compañero seminarista, Francisco Moreno, nació la idea de intercambiar unos días de descanso, durante las vacaciones, en casa de sus respectivas familias. Así fue cómo Francisco pasó unas cortas temporadas en Logroño, invitado por los Escrivá. Hacían los dos seminaristas excursiones por la ribera del Ebro y, muy frecuentemente, se llegaban luego a la tienda de don José, a "La Gran Ciudad de Londres", para acompañarle, dando una pequeña vuelta, hasta su casa.

«Era un agradable paseo, aunque a mí me hacía sufrir no poco el ver a aquel hombre, aún de edad joven, pero que había envejecido prematuramente», refiere Francisco Moreno, quien echa a don José más años de los 55 que por entonces contaba. Recordaba también cómo, «después de pasarse las horas largas tras el mostrador de la tienda, tenía los pies hinchados hasta el punto de tener que descalzarse en cuanto llegaba a casa» |# 75|.

El corazón materno de doña Dolores se mostraba entonces al descubierto en pequeños desvelos domésticos, en el cuidado y cariño con que preparaba, por ejemplo, el desayuno de los dos seminaristas: «quería darnos, con esta y otras cosas —refiere el invitado—, lo que no podíamos tener cuando estábamos en Zaragoza» |# 76|.

De la estancia en casa de los Moreno hay noticias más abundantes, pues allí se reunían un grupo de amigos de la misma edad. A ese grupo pertenecía Antonio, el hermano de Francisco, que estudiaba medicina en Zaragoza y era también conocido de Josemaría; y los dos hermanos Navarro, Antonio y Cristóbal. Sobre aquellos días de vacaciones refiere Francisco Moreno: «No recuerdo bien si fueron dos o tres los veranos en los que Josemaría pasó unos días —quince o veinte— con mi familia en Villel, un pueblo cercano a Teruel en donde mi padre había ejercido como médico. Todos los de mi casa le apreciaban mucho porque se hacía querer: era comedido, discreto y prudente pero, a la vez, era afectuoso y expansivo. Además, constantemente aparecía su natural y maravilloso sentido del humor. Su llegada a Villel era en aquella casa una gran fiesta y, cuando se marchaba, se notaba que había dejado un gran vacío. Para mi madre era un hijo más» |# 77|.

Llevaba trajes oscuros y corbata negra, como para no ocultar su condición de seminarista. Asistía diariamente a misa y ayudaba al párroco si hacía falta. El cura del pueblo, un santo varón que padecía la "enfermedad del sueño", daba mucha pena a Josemaría. Apenas podía cumplir sus deberes. El sueño le atacaba en los momentos más inoportunos, en plena celebración litúrgica o al predicar desde el púlpito |# 78|.

Por las mañanas salían de paseo siguiendo las orillas del Turia, que traía las aguas recién nacidas. Si sus compañeros se bañaban desnudos, Josemaría no lo hacía, por pudor. Regresaban a comer; y, pasadas las horas del bochorno, en las largas tardes del verano, organizaban excursiones a parajes vecinos: a la Peña del Cid o al Santuario de la Virgen de la Fuensanta, en pleno monte. Si a la gira se agregaban, a veces, algunas chicas, siempre hallaba el seminarista un pretexto para quedarse en casa trabajando. Pero su ausencia no pasaba inadvertida a las muchachas. Carmen Noailles, en este punto del trato con las amigas de sus compañeros, asegura que «se notaba claramente la decisión y firmeza de su vocación al sacerdocio» |# 79|.

Cuando el grupo iba al casino del pueblo a jugar a las cartas, Josemaría se quedaba en su cuarto a leer o a escribir. Trasladaba en versos jocosos las incidencias de la jornada y de las excursiones, e ilustraba los versos con dibujos, en un cuaderno que llevaba por título: "Aventuras de unos chicos de Villel en sus idas y venidas de Zaragoza a Teruel" |# 80|.

En esos lagos ratos en que se quedaba solo, charlaba con la madre de los Moreno, todavía no recobrada de su reciente viudez. Para la pobre mujer era un gran consuelo conversar con Josemaría; y cuando, frecuentemente, sacaba el tema de la pérdida del marido, Josemaría solía decirle: No la quiero ver triste. No llore Sra. Moreno. Hemos de pedir mucho por él. Yo, en cuanto me ordene, ofreceré la Misa por él |# 81|.