3. La primera Comunión

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En octubre de 1908 Josemaría era alumno de los Escolapios. El colegio de los P.P. Escolapios de Barbastro fue el primero que estos religiosos abrieron en España |# 70|. Su fundador, san José de Calasanz, había nacido en el mismo pueblo en que vivió el abuelo paterno de Josemaría, en Peralta de la Sal, a 20 kilómetros de Barbastro. La entrada del colegio estaba no lejos de la casa de los Escrivá.

A los dos días de recibir el telegrama del cardenal Merry del Val, el Obispo de Barbastro comenzó una visita pastoral a la diócesis. Ya desde el mes anterior se venía recordando en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, en la catedral, la conveniencia de que se confesaran los adultos y todos los niños que estuvieran en disposición de hacerlo, para lucrar así las indulgencias de la visita pastoral. Fue en ese curso 1908-1909, en que el niño asistía a la "Escuela de Párvulos" de los Escolapios, cuando doña Dolores preparó personalmente al hijo para la primera confesión. Luego le llevó a su confesor, el padre Enrique Labrador |# 71|. Seis o siete años tenía Josemaría cuando su madre le acompañó hasta la iglesia.

Solían entonces confesarse los hombres por delante del confesonario y las mujeres, por la rejilla lateral. El buen escolapio recibió al niño, que al arrodillarse desapareció por detrás de la portezuela. Tuvo que abrirla para que se arrodillase dentro. Comenzó el penitente a desgranar sus pecados, y el padre Labrador le escuchaba con una sonrisa. Por un momento el niño se descorazonó pensando que no le tomaba en serio, como hacía, en cambio, don José. Al fin, el confesor le hizo una breve recomendación y le impuso la penitencia.

Esa primera confesión le dio una gran paz de espíritu. Volvió corriendo a casa, para anunciar que tenía que cumplir la penitencia. Su madre se ofreció a ayudarle.

No —se negó el pequeño—, esa penitencia la cumplo yo solo. Me ha dicho el Padre que me deis un huevo frito |# 72|.

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Tenía dos hermanas menores que él: María Asunción, nacida el 15 de agosto de 1905 y María de los Dolores, que nació el 10 de febrero de 1907. Una tercera, María del Rosario, vino al mundo el 2 de octubre de 1909 |# 73|.

Con cinco hijos, la madre había adquirido experiencia para manejar a la chiquillería. Dada su condición social tenía buen servicio doméstico. Además de la cocinera y de una doncella para la limpieza de la casa, contaba con una niñera y un mozo que, por temporadas, les echaba una mano en faenas impropias de mujeres. A doña Dolores, mujer muy hacendosa, siempre se le veía poniendo orden en la casa, pues poseía mucho sentido práctico. Cuando los niños volvían del colegio, a veces con sus amigos, les tenía destinado para sus juegos un cuarto, al que llamaban la leonera |# 74|. En su trato usaba discretamente la flexibilidad o, por el contrario, se mostraba inflexible, según los casos. A veces los pequeños alborotaban en la mesa los días de fiesta, cuando se servía pollo. Todos parecían ponerse de acuerdo para reclamar una pata. Doña Dolores, sin perturbarse, comenzaba a multiplicar patas al pollo: tres, cuatro, seis; cuantas fueran necesarias. Sin embargo, no toleraba antojos, ni que los niños se metiesen en la cocina a comer fuera de hora. La cocina era para los niños una tentación permanente. En cambio, doña Dolores sólo entraba allí excepcionalmente, para ver cómo iban las cosas o para preparar un plato extraordinario. Y extraordinarios eran los "crespillos", que aparecían el día de su santo o en muy contadas ocasiones familiares |# 75|. Era un postre al alcance de cualquier fortuna y no tenía otro secreto culinario que el saberlo presentar en su punto: unas hojas de espinaca rebozadas en un batido de harina y huevo; se pasaban luego por la sartén con un poco de aceite hirviendo y, calentitas y espolvoreadas de azúcar, se servían a la mesa. En la casa de los Escrivá siempre se saludó con ilusión el día de los "crespillos".

Había también otra razón por la que el niño merodeaba cerca de la cocina, aparte de los dulces o las patatas fritas. Las chicas de servicio le contaban dichos e historietas. Sobre todo María, la cocinera. Sabía ésta un cuento de ladrones, sin tragedias ni violencias. Uno, y nada más que uno. Pero lo contaba de manera magistral y el pequeño nunca se cansaba de oírlo repetir |# 76|. Escuchando a María comenzaron a despuntar sus dotes de narrador.

Algunas tardes, al regresar Carmen con sus amigas de colegio, se encerraban a jugar en la leonera. Doña Dolores, condescendiente con sus aficiones, las entretenía o les daba algunas prendas viejas para jugar. «Frecuentemente —refiere Esperanza Corrales— nos quedábamos a merendar y recuerdo que nos daban pan con chocolate y naranjas» |# 77|.

Si Josemaría no había salido con sus amigos, se pasaba por la leonera para divertir a las niñas. «Le gustaba entretenernos —cuenta la baronesa de Valdeolivos—. Muchas veces íbamos a su casa y nos sacaba sus juguetes: tenía muchos rompecabezas» |# 78|. También tenía soldados de plomo, y bolos, y un caballo grande de cartón con ruedas en el que montaba a las niñas por turno, mientras las paseaba por la habitación tirando al caballo del ronzal. Y si las niñas alborotaban, el propietario de la caballería ponía paz con unos buenos tirones de trenzas.

«Pero lo que más le gustaba cuando estaba con nosotras —recuerda Adriana, hermana de Esperanza— era sentarse en una mecedora del salón y contarnos cuentos —normalmente de miedo, para asustarnos— que inventaba él mismo. Tenía viva la imaginación y nosotras —estarían Chon y Lolita, sus hermanas, que eran tres y cinco año menores que Josemaría— le escuchábamos atentamente y un poco asustadas» |# 79|.

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De 1908 a 1912, en que comienza sus estudios de bachillerato, Josemaría preparó la "enseñanza primaria". Según las disposiciones vigentes la jornada escolar era de seis horas de clase, tres por la mañana y tres por la tarde. Para el hijo de los Escrivá el horario se prolongaba. Por las tardes hacía los deberes bajo la supervisión de un profesor, para su mejor aprovechamiento. Curso tras curso estudiaban los alumnos las mismas asignaturas, aunque cada año con mayor amplitud. El currículo de materias era un combinado enciclopédico de ingredientes dispares, que abarcaba desde las Nociones de Higiene y los Rudimentos de Derecho hasta el Canto o el Dibujo |# 80|.

La enseñanza específica y sobresaliente del colegio era la escritura, arte en el que los Escolapios tenían fama justificada. La "letra escolapia" era una gallarda letra española, alta, gruesa y sin adornos o rasgos extravagantes |# 81|. Conseguir maestría requería mucha aplicación. Los principiantes emborronaban hojas y más hojas de papel. Los renglones se les iban en curvas caprichosas, como el perfil de una cordillera. Se manchaban los dedos al hundir el palillero en los pocillos de tinta. Luego venía el maestro, corrigiendo a los niños. Les mostraba cómo empuñar la pluma y, para que siguiesen horizontalmente los renglones, les ponía debajo del papel una falsilla, cuyas rayas se transparentaban, rectilíneas y paralelas.

Con los años esos recuerdos suscitarían en la mente de Josemaría metáforas sobrenaturales. En su omnipotencia Dios no precisa de falsilla ni de palillero, porque así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe |# 82|.

Josemaría adquirió pronto un estilo caligráfico fácilmente reconocible a todo lo largo de su vida. Su personalidad se muestra en los trazos enérgicos, amplios y sencillos, que hacen inconfundible su escritura, desde una época temprana de colegial. En sus rasgos se revela un temperamento decidido, franco y generoso.

De pequeño —refería su hermana Carmen— «cuidaba mucho de no lesionar los derechos de los demás: prefería perder a que un compañero suyo saliera perjudicado» |# 83|. Pues bien, algo parecido menciona un compañero de colegio cuando dice que «no era pendenciero, y cedía fácilmente antes de reñir» |# 84|. Lo cual no significa que Josemaría tuviese un carácter encogido, según se deduce de su pelea con otro colegial, apodado "Patas puercas". Por razones que nadie detalla, se sacudieron de lo lindo hasta quedar ambos enteramente satisfechos. En todo caso, Josemaría aprendió que la violencia es arma que jamás convence al contrario, por lo que renunció a su empleo, de allí en adelante |# 85|.

Su tendencia a ser generoso con sus compañeros revela una incipiente magnanimidad, que iba unida a su mucha delicadeza en el trato, como lo confirma lo excepcional de la pelea con "Patas puercas". Bueno es traer aquí la anécdota de cuando unos chiquillos de Barbastro clavaron un murciélago en la pared y despiadadamente lo apedrearon. A Josemaría, al que la sensibilidad de su naturaleza impedía tomar parte en diversión tan cruel, se le quedó grabado el recuerdo de aquel suceso |# 86|.

Recordaba el niño que, yendo tranquilamente por la calle, en dos ocasiones se le acercó por detrás un perro y le mordió, sin previo aviso y sin que hubiese sido provocado el animal. Soportó valientemente el dolor y fue a casa de su tía Mercedes a que le curasen, preocupado por no dar un disgusto a su madre |# 87|. Con sucesos de este género se le fue curtiendo el carácter para aguantar mayores inconvenientes morales o físicos, aunque nunca consiguió vencer su natural resistencia a estrenar traje o llamar la atención de cualquier otro modo. Ya no se agazapaba debajo de la cama, como hacía antes, de pequeño. Ahora adoptaba otra táctica. Si los alumnos de la clase tenían que hacerse una foto en grupo, por ejemplo, se les avisaba para que ese día viniesen todos bien trajeados. Josemaría ni aludía a ello en casa. Después, al enviar la foto a los padres, a doña Dolores le cogía de sorpresa. No era necesario hacer averiguaciones. Se echaba de ver que todas las madres se habían preocupado de que sus hijos fueran bien arreglados; el suyo era el único que no llevaba traje de fiesta.

«Josemaría —le decía su madre—, pero ¿es que quieres que te compremos los trajes viejos?» |# 88|.

En el hogar de los Escrivá, a pesar de vivir con holgura, se economizaba, sacando partido a cosas que para otros resultarían inservibles. Allí reinaba el orden. Si un niño rompía un jarrón u otro objeto valioso, enseguida se pegaban los trozos o se mandaba a recomponer con lañas. En la casa había varios relojes, y todos marcaban la misma hora. Don José, sin ser maniático, amaba la puntualidad, porque nunca se sabe a dónde se va a parar con el desorden. Sabiduría que el ama de casa resumía con un dicho popular cuando, al recoger las cosas de la costura, amonestaba a su hija Carmen: «Con los hilos que se tiran, el demonio hace una soga» |# 89|.

Su padre fue siempre su mejor amigo. A él acudía el niño en busca de aclaración a problemas o dificultades, sabiendo de antemano que la respuesta de don José sería satisfactoria. Así llegó a comprender el que le tuviesen corto de dinero y que, al mismo tiempo, respetasen en casa las decisiones que tomaba. Ni le abrían la correspondencia con los amigos ni le vigilaban a escondidas. Y esa confianza con que le trataron los padres contribuyó no poco a hacerle dueño y responsable de sus actos.

Por don José supo de la "cuestión social": de las relaciones entre obreros y empresarios, de las asociaciones para defensa de los intereses comunes de los trabajadores y del debatido tema de la justa retribución a los asalariados |# 90|. De hecho no se presentaban conflictos sociales en Barbastro. En la comarca no existían grandes industrias ni población proletaria; tampoco latifundios. La pequeña burguesía, los terratenientes que se dedicaban a las labores del campo y los comerciantes locales compartían pacíficamente el pan y las buenas costumbres con sus empleados y colonos.

Aun cuando el pueblo, siguiendo las tradiciones multiseculares, se mantenía practicante y piadoso en materias de religión, todo el país estaba fragmentado por luchas ideológicas. Barbastro no era ajeno a esta desunión que existía en toda España. La diversidad se reflejaba en las tertulias de sus varios círculos y casinos: "La Unión", "El Porvenir", "El Siglo Nuevo" o "La Amistad". De este último era socio don José. La prensa regional se correspondía con la corriente de opiniones de los contertulios. Los periódicos que leían eran: "La Cruz del Sobrarbe", "La Época", "El País", "El Eco del Vero" y "El Cruzado Aragonés" |# 91|.

Los católicos españoles muy difícilmente se pondrían de acuerdo para resolver la "cuestión social". El Papa León XIII, en la encíclica Rerum Novarum (15-V-1891) había sentado doctrinalmente los principios éticos del orden económico, despertando la conciencia de los fieles. Lo cierto es que el programa de renovación social se emprendió con bastante retraso, y fue el ejemplo de otros países el que arrastró a los españoles |# 92|. En el período que media entre 1902 y 1915, las gentes de Barbastro, y de manera destacada don José Escrivá, trataron de poner remedio a la cuestión. Fundaron un periódico en 1903: "El Cruzado Aragonés"; crearon el "Salón de Buenas Lecturas" (1907) y mantuvieron un "Centro Católico Barbastrense" (1909), cuya finalidad era «promover la defensa y realización del orden social y de la civilización cristiana, según las enseñanzas de la Iglesia» |# 93|. Todos estos proyectos, sin duda alguna, rebosaban buena voluntad, pero la gran batalla se estaba librando en ambientes intelectuales más elevados, esto es, en las instituciones de enseñanza universitaria y en los campos científicos. Los católicos sufrirían pronto las consecuencias de una desidia intelectual arrastrada durante siglos.

Don José tenía a su cargo a los dependientes de "Juncosa y Escrivá" y a los del obrador de chocolate anejo al comercio de tejidos. Era buen patrono. Retribuía a sus obreros con justicia y atendía también a sus necesidades espirituales. Todos los años costeaba de su bolsillo unas conferencias cuaresmales para sus empleados. Organizaba el horario de trabajo para que pudieran asistir esos días y, por delicadeza, para que no se sintieran coaccionados por su presencia, se abstenía de acudir a esos actos religiosos |# 94|.

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En España no solían hacer los niños la Primera Comunión hasta haber cumplido los doce o trece años, costumbre seguida también en otros muchos países. Fue en virtud de un decreto de san Pío X, en 1910, cuando se rebajó esa edad al momento en que se alcanzase el uso de razón, alrededor de los siete años |# 95|. La fecha de la disposición coincidía con los preparativos para el Congreso Eucarístico Internacional que iba a celebrarse en Madrid en junio de 1911. Por ello se hizo en todas las parroquias de España una intensa labor catequética, con la idea de que se acercasen a recibir la Sagrada Eucaristía el mayor número posible de niños.

Un religioso escolapio, el padre Manuel Laborda de la Virgen del Carmen —el "padre Manolé", como le llamaban con afectuosa jovialidad los alumnos—, se ocupó de preparar a Josemaría. Y, en tanto llegara el tan esperado día de la Primera Comunión, le enseñó al niño una oración que mantenía vivo su deseo: —«Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos» |# 96|. Oración que, desde entonces, recitó con mucha frecuencia.

La víspera del día señalado se llamó al peluquero para que le arreglase el peinado; pero al ir a cogerle un mechón de pelo con las tenacillas ardiendo, para hacerle un bucle, le produjo una quemadura en la cabeza. Aguantó el niño sin quejarse, para evitar una regañina al peluquero y no causar un disgusto. Más adelante terminaría descubriendo su madre la cicatriz de la quemadura |# 97|. Y desde entonces, en los días de fiesta, el Señor anunciaría su presencia a Josemaría con el dulce criterio del dolor o de la contradicción, como una caricia |# 98|.

Hizo la Primera Comunión el 23 de abril de 1912, justamente a los diez años de haber sido confirmado. Era la fiesta de san Jorge, patrono de Aragón y Cataluña, y día tradicional para la ceremonia, que tuvo lugar en la iglesia del colegio de los Escolapios. En el momento de recibir la Sagrada Comunión pidió por sus padres y hermanas, suplicando a Jesús que le concediese la gracia de no perderlo nunca.

Siempre recordó con fervoroso candor los aniversarios de esa fecha, en que el Señor, como decía: quiso venir a hacerse el dueño de mi corazón |# 99|.