3. Los primeros seguidores

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En el "Pequeño bosquejo" que escribió María Ignacia sobre las virtudes del capellán don José María Somoano, se cuenta que éste dijo a la enferma: «María: hay que pedir mucho por una intención que es para bien de todos [...]. Pida sin descanso, que el fin de la intención que le digo es muy hermoso». Y así recorría las salas «alentando a todos los enfermos a ofrecer oraciones y cuantos sufrimientos tuvieran, por su intención» |# 61|. Como se le quería mucho, hubo respuestas admirables a sus peticiones. María Ignacia cuenta el caso de una mujer a quien los médicos, a la desesperada, aplicaron un último recurso. Le hicieron al vivo una operación de garganta dolorosísima. Al atravesársela con un trocar, un grueso punzón de tres aristas, tan pronto sintió aquel penetrante dolor, repetía para sí: «¡Dios mío!, por la intención de don José María» |# 62|. Los enfermos, a la hora de las operaciones cruentas —continúa refiriendo—, «siempre recordaban esa intención».

A principios de 1932, cuando le vinieron a María Ignacia altas fiebres y sufría dolores continuos, no conociendo ella tampoco la intención por la que el capellán Somoano les hacía pedir con tanto ahínco, pues no pertenecía todavía a la Obra, se le ocurrió decirle:

«D. José María, pienso que su intención tiene que valer mucho, porque desde que Vd. me indicó que pidiera y ofreciera, Jesús se está portando muy espléndido conmigo. —De noche cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en recordar su intención repetidas veces a Nuestro Señor» |# 63|.

Más adelante, cuando la paciente pertenecía ya a la Obra, le aclaró el capellán que para construir bien el Opus Dei era preciso echar sólidos cimientos de santidad: «No queremos número, eso... ¡nunca!, le decía el capellán. Almas santas... almas de íntima unión con Jesús... almas abrasadas en el fuego del amor Divino ¡almas grandes! ¿Me entiende?»

En el manuscrito de la enferma se leen, a continuación, otras palabras del capellán sobre el mismo asunto: «Nada, nada: hay que cimentarla bien. Para ello procuremos que estos cimientos sean de piedra de granito [...]. Los cimientos ante todo, luego vendrá lo demás» |# 64|. Se necesitaban almas con aspiración a la santidad; y se necesitaba también número para que arrancase la labor en los apostolados; esto es, calidad y, al menos, un puñado de vocaciones.

Una anotación de febrero de 1932 muestra las urgencias de don Josemaría, y cómo se le adelanta el deseo: Jesús, veo que tu Obra puede comenzar pronto |# 65|. Esta santa impaciencia era un acicate que el Fundador transmitía a los suyos: al capellán Somoano y a María Ignacia; a los que se encontraban lejos, y a los que vivían en Madrid. A éstos de palabra y a los otros, por carta.

La Obra de Dios la está pidiendo El a gritos. Pero quiere que la pidamos nosotros de continuo, con nuestro comportamiento... A no ser obstáculos. La hora, aunque no lo veamos así, indudablemente se aproxima |# 66|.

Eco de tales urgencias hay en el "Pequeño bosquejo" de María Ignacia y en la correspondencia de Isidoro, el cual, escribiendo desde Málaga, en la Navidad de 1931, a sus «buenos amigos» de Madrid, les pide que se fortifiquen interiormente para «cuando El necesite de nosotros». Y se despide con estas palabras: «Espero de El que estas pascuas nos sean provechosas y que en el próximo año nos conceda salir a la palestra, pues será señal de que estamos completos en calidad y en cantidad» |# 67|. (Espontáneamente, y sin que nadie le pida opinión sobre ello, escribe Isidoro en marzo de 1932 desde Málaga: «yo creo que la señal divina para empezar nuestra misión será el llegar a los doce») |# 68|.

* * *

A vuelo de pájaro, por encima de las vicisitudes de aquellos años, evocaba el Fundador la condición variadísima de sus primeros seguidores:

Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas... Yo entonces no sabía que casi ninguno iba a perseverar; pero el Señor conocía que mi pobre corazón —flojo, cobarde— necesitaba esa compañía y esa fortaleza |# 69|.

Más que de vocaciones cuajadas se trataba de personas, jóvenes la mayoría, que se acercaban al sacerdote buscando dirección espiritual. Pero el Señor seguía jugando con él como se juega con un niño. Una reposada lectura de los Apuntes muestra en qué consistía ese juego, ese incesante tráfago de almas, muchas de las cuales prontamente se entusiasmaban, y muy pronto perdían el entusiasmo. El grupo inicial de que se rodeó lo formaban Pepe Romeo, don Norberto Rodríguez e Isidoro Zorzano, que eran, a su vez, continuadores de los "discípulos" del Sotanillo. Pepe era de la familia a cuya casa llevó el Santísimo desde el Patronato, cuando la quema de las iglesias en Madrid. Don Norberto, capellán segundo del Patronato de Enfermos, se autovinculó a la Obra antes de que le invitase a ello el Fundador, quien nos cuenta así la historia:

cuando, con cierta congoja, una noche le comuniqué el secreto, esperaba yo que me dijese: usted es un visionario, un loco. Y sucedió que, acabadas de leer por mí las antiguas cuartillas, contagiado de chifladura divina, con el tono más natural del mundo, me dijo: lo primero que hay que hacer es la Obra de los varones |# 70|.

En cuanto a Isidoro, compañero de estudios en Logroño, con el que mantenía amistosa correspondencia, y con quien se había visto en la calle en varias ocasiones antes del verano de 1930, tuvo un nuevo y providencial encuentro, tal y como se recoge en una catalina del 25 de agosto:

Ayer, día de S. Bartolomé, estaba yo en casa de Romeo y me sentí desasosegado —sin motivo— y me fui antes de la hora natural de marcharme, puesto que era muy razonable que hubiera esperado a que vinieran a su casa D. Manuel y Colo. Poco antes de llegar al Patronato, en la calle de Nicasio Gallego, encontré a Zorzano. Al decirle que yo no estaba, salió de la Casa Apostólica, con intención de ir a Sol, pero una seguridad de encontrarme —me dijo— le hizo volver por Nicasio Gallego. |# 71|.

Isidoro, que trabajaba como ingeniero en Andalucía, había ido a Madrid empujado por sus inquietudes espirituales. A las primeras palabras vio don Josemaría que el Señor le enviaba un alma servida en bandeja. Y le citó para charlar por la tarde en el Patronato de Enfermos, con la intención de hablarle de la Obra. Por la tarde —continúa la catalina— vino Isidoro: hablamos: está muy contento: ve, como yo, el dedo de Dios. Ya sé —decía— para qué he venido a Madrid.

Pasaron meses desde ese encuentro con Isidoro. Había llegado la República cuando, en la primera semana de abril de 1931, anotaba el Fundador con optimismo: Nuestros hombres y mujeres de Dios, en el apostolado de acción, tengan por lema: ¡Dios y audacia! |# 72|. Y, en la siguiente catalina, hace la enumeración de la fuerza humana disponible en su empresa: 5-Abril-1931: ayer, domingo de Resurrección, D. Norberto, Isidoro, Pepe y yo rezamos las preces de la Obra de Dios |# 73|.

Ese era todo el personal de que se componía la Obra: un joven estudiante, un ingeniero, un sacerdote maduro y enfermo y, a su frente, don Josemaría. Nuestros hombres y mujeres de Dios, aquellas soñadas vocaciones, tardaron en venir. El Señor le fue facilitando el conocer a jóvenes que entendiesen la Obra. En virtud de una especie de instinto sobrenatural, tuvo el presentimiento de que en su actividad proselitista se daba una serie de curiosas coincidencias entre las vocaciones y las fiestas de los Apóstoles.

Para la historia de la Obra de Dios —escribía en una catalina del 8-V-1931—, es muy interesante anotar estas coincidencias: El 24 de agosto, día de S. Bartolomé, fue la vocación de Isidoro. El 25 de abril, día de S. Marcos, hablé con otro [...]. El día de S. Felipe y Santiago (1-V-31), tuve ocasión —sin buscarla— de hablar a dos. Uno de ellos, con quien me entrevisté de largo, quiere ser de la Obra |# 74|.

(No se trataba de una mera hipótesis, pues tres días antes, al ajustar una entrevista con un joven, se le ocurrió pensar: Cuando el Señor arregla las cosas para mañana, ¿será fiesta de Apóstol? Fui a la sacristía, cogí el calendario... ¡San Juan ante portam Latinam! No dudé de la vocación de Adolfo.

Al redactar estas líneas ya tenía comprobada la validez de las "coincidencias", puesto que añade: Así ha sido. Ya es socio. ¡Dios le bendiga!) |# 75|. Desde entonces se acostumbró a esperar esos regalos como llovidos del cielo en las fiestas de Apóstol: Me preguntaba ayer tarde, más de una vez, ¿qué obsequio harán mañana a la Obra los Santos Apóstoles? |# 76|. (Esto anotaba en la fiesta de San Felipe y Santiago).

Ya había observado, asimismo, con anterioridad, otra rara "coincidencia": el que las vocaciones eran fulminantes y se decidían sin vacilar:

Hasta ahora, dato curioso, todas las vocaciones a la O. de D. han sido repentinas. Como las de los Apóstoles: conocer a Cristo y seguir el llamamiento. —El primero no dudó. Vino conmigo, tras de Jesús, a la ventura [...]. El Día de San Bartolomé, Isidoro; por San Felipe, Pepe M. A.; por San Juan, Adolfo; después, Sebastián Cirac: así todos. Ninguno dudó; conocer a Cristo y seguirle fue uno. Que perseveren, Jesús: y que envíes más apóstoles a tu Obra |# 77|.

Si en el primer recuento que hizo de sus seguidores se percató de las coincidencias cronológicas; y si en el segundo echó de ver que los interesados no habían ofrecido resistencia ni demora a la vocación, dos años más tarde, en 1933, descubrió que su estancia y ministerio en el Patronato de Santa Isabel no había sido un suceso fortuito en la historia de la Obra. ¿No era evidente que a su apostolado estaba ligada toda una cadena de vocaciones?: Carmen, Hermógenes, Modesta..., Gordon, Saturnino, Antonio, Jenaro... |# 78|. De estos nombres, los tres primeros son de mujeres que frecuentaban el confesonario del capellán en Santa Isabel y que acabaron entregándose en la Obra. Y don Saturnino de Dios era un sacerdote amigo de don Josemaría —como ya se ha visto— de la Congregación de los Filipenses.

Del afán que impulsaba a don Josemaría a reclutar almas da noticia el párrafo de una carta del 5-V-1931, en la que decía a Isidoro:

El día de S. Marcos hablé con uno... El día de San Felipe y Santiago, con dos... Mañana, San Juan apóstol ante portam latinam, con otro. Un pintor, un dentista, un mediquillo, un abogadete... Además Doral, el del Instituto-Escuela, me envió una carta hermosísima |# 79|.

Como no faltaban fiestas de Apóstoles, ciertamente, a lo largo del calendario litúrgico; ¿qué se hacía de esa cosecha de vocaciones?

Por muy frecuentes que fuesen las festividades, el hecho es que el volumen de las vocaciones nunca terminaba de engrosar. Porque si aumentaba en número, luego, al abandonar algunos la empresa, se reducía como las levas de Gedeón. Sucedía que unos no daban la talla espiritual y que otros se iban quedando entretenidos por el camino. Entre ellos Adolfo, al que habló el día de San Juan ante portam latinam. Con motivo de aclarar la situación de Adolfo respecto a la Obra, hizo un pronto y sumario recuento de fuerzas el 31 de octubre de 1933:

Viendo claramente que no tiene vocación, deja de pertenecer a la O.

Entre los muertos y... los muertos van... ¡siete, Señor! |# 80|.

Con Adolfo eran cuatro los que últimamente habían dejado de seguirle. Sufría con ello el Fundador, aun comprendiendo que para perseverar en la Obra no bastaban las cualidades personales, ni la buena voluntad, sino que era preciso el llamamiento divino. Pero, ¿qué decir de las otras tres pérdidas, esto es, de los miembros de la Obra difuntos en los últimos meses? Porque resultaba que esas personas eran almas selectísimas, con una vocación muy clara. Primero se llevó Dios al capellán Somoano; y, últimamente, a María Ignacia, que había cumplido con creces su papel de alma expiatoria. (Claro que, al hacer el sacerdote su contabilidad espiritual, la pérdida de María Ignacia la pasó, como está visto, a la columna del "Haber". No la hemos perdido: la hemos ganado, se lee en la nota necrológica que redactó al morir la paciente) |# 81|.

¿Quién podía prever que Luis Gordon moriría en el mismo año en que pidió ser miembro de la Obra? Joven, sano, con brillante carrera y envidiable situación social, reunía todas las condiciones necesarias para ayudar a poner los fundamentos materiales y apostólicos que buscaba don Josemaría. El Señor se lo llevó sin un aviso que hiciera prever una muerte temprana. Y en la nota necrológica que redactó el Fundador el 5 de noviembre de 1932, día de su muerte, se proclama una larga lista de sus virtudes: Buen modelo: obediente, discretísimo, caritativo hasta el despilfarro, humilde, mortificado y penitente..., hombre de Eucaristía y de oración, devotísimo de Santa María y de Teresita... padre de los obreros de su fábrica, que le han llorado sentidamente a su muerte |# 82|.

Meditando las dos primeras muertes —Somoano y Gordon— en 1932, cuando más necesidad había de buena mano de obra apostólica y almas maduras, don Josemaría recorrió con el pensamiento la historia de su propia vida; y con tales recuerdos a la vista terminaba la nota necrológica con estas palabras:

Amemos la Cruz, la Santa Cruz que pesa sobre la Obra de Dios. Nuestro Gran Rey Cristo Jesús ha querido llevarse a los dos mejor preparados, para que no confiemos en nada terreno, ni siquiera en las virtudes personales de nadie, sino sólo y exclusivamente en su Providencia amorosísima |# 83|.

Por lo demás, cuando el sacerdote se quejaba filialmente al Señor de que ya eran siete los muertos, conocía por experiencia la "lógica divina" y no se desanimaba. Seguía utilizando medios sobrenaturales; volvía a la oración, a la mortificación, al apostolado activo, aun a sabiendas de que, en esa pesca apostólica, muchas almas se le escurrirían de las manos. Me puse a trabajar —contará con un dejo de fatiga—, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua |# 84|.

En los ejercicios espirituales que hizo el Fundador en 1934 se le ocurrió recoger las muchas gracias y favores singulares recibidos del cielo presentes en su memoria, bajo el título: lo que Dios Nuestro Señor me ha dado particularmente a mí. En la lista aparece un atributo no fácil de catalogar, y que se describe como: Este no sé qué santificador, que hace que se enciendan las almas de muchos, al hablarles yo, aunque me encuentre para mí mismo apagado |# 85|. Efectivamente, hacía años que en las almas que entraban en contacto con aquel sacerdote se producían cambios indecibles. El escultor Jenaro Lázaro, que los domingos por la tarde, a la salida del Hospital General, se quedaba charlando un rato con don Josemaría, refiere sus recuerdos: «Estas conversaciones, me produjeron una impresión imborrable: era un hombre de Dios, que arrastraba hacia El a las personas que trataba» |# 86|.

Aquel 2 de enero de 1932, en que se fue al Hospital del Rey para explicarle la Obra al capellán Somoano, se encontraba físicamente abatido (apagado, como él dice): Yo, a consecuencia de la charla con D. Norberto en la mañana de ese día, andaba caído de fuerzas y estuve, por la tarde al charlar con Somoano, más premioso que de costumbre. Ya pertenece este amigo a la Obra |# 87|.

Por el fruto nos hacemos cargo de ese no sé qué santificador de su palabra. Y más aún si leemos lo que María Ignacia escribe en su "Pequeño bosquejo" sobre el estado de ánimo del capellán, después de haber conversado acerca de la Obra con don Josemaría: «Recuerdo que me contó como caso único, de ocurrirle el primer día que perteneció a ella, el no poder aquella noche reconciliar el sueño, de la alegría tan grande que sentía» |# 88|.

También don Pedro Cantero notó la estupenda penetración espiritual de su palabra, pues al narrar cómo se había encontrado por vez primera con don Josemaría en un pasillo de la Facultad de Derecho de Madrid, en septiembre de 1930, añade que, tras el saludo y la primera charla, «empezó una amistad que duraría toda la vida [...]. Josemaría fue poco a poco entrando en mi alma, haciendo un verdadero apostolado de sacerdote a sacerdote» |# 89|. Vino luego la República. Se produjeron graves desmanes y sacrilegios, ya reseñados. Dejaron de verse por algún tiempo los dos amigos. E inesperadamente, al caer la tarde del 14 de agosto de 1931, cuando todavía «parecía seguir flotando el humo de la quema de conventos» sobre la capital, don Josemaría se presentó en casa de su amigo. Sacó a don Pedro, que se hallaba con el ánimo tristón y pesimista, de su abatimiento; y de tal forma obró el poder de su palabra que, como dice textualmente mons. Cantero: «cambió la perspectiva de mi vida y de mi ministerio pastoral» |# 90|. Lo que no supo don Pedro era que el Fundador, para lograr ese cambio, se apoyaba en la oración y mortificaciones solicitadas a Isidoro Zorzano, a don Norberto, a las monjas de Santa Isabel, a los enfermos de los hospitales y hasta a su propio Ángel Custodio |# 91|. Porque era habitual en don Josemaría buscar la "complicidad" de los ángeles en sus empresas apostólicas.

* * *

Cuando don Josemaría recordaba cómo en los primeros tiempos existía gran variedad entre sus seguidores, como si el Señor quisiera mostrar que en el Opus Dei habría toda clase de gente y de profesiones: universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas..., es extraño que en dicha relación no mencione a los sacerdotes. Sin embargo, ya había puesto en marcha unas reuniones de sacerdotes a las que denominaba conferencias de los lunes, que comenzaron el 22 de febrero de 1932, el lunes anterior a la fiesta de San Matías:

El lunes pasado —anota en sus Apuntes— nos reunimos por primera vez cinco sacerdotes. Seguiremos reuniéndonos: semanalmente, para identificarnos. A todos entregué la primera meditación, de una serie sobre nuestra vocación |# 92|.

Algunos de estos sacerdotes se habían juntado a don Josemaría a primera hora y de manera imprevista, como era el caso de don Norberto y de don Lino Vea-Murguía |# 93|; otros, como el capellán Somoano, poco más tarde. Al intentar transmitirles el espíritu de la Obra, don Josemaría tenía por delante una larga tarea. Más larga de lo que se imaginaba, puesto que tenía que crear en ellos un vínculo sobrenatural y humano de afecto y de doctrina, que les uniera a su persona en cuanto Fundador del Opus Dei. Y, para ir trabajando sus almas, les llevaba consigo a visitar hospitales o atender la catequesis de parroquias y escuelas |# 94|.

Del interés que ponía en la formación de aquel grupo de sacerdotes da idea lo que María Ignacia refiere del capellán Somoano: «Cuando volvía los lunes de asistir a las reuniones espirituales de nuestra Obra, solamente al mirarle se le notaba lo contento y satisfecho que venía, y el cuadernito donde conservaba los apuntes de las meditaciones y demás cositas de ésta, era su joya más preciada» |# 95|.

Don Josemaría, ciertamente, les predicaba con el ejemplo y metía en sus palabras el calor vibrante de su fe y optimismo, haciéndoles vislumbrar ideales encendidos. Todo ello queda reflejado en la actitud del capellán Somoano según la nota necrológica que de él hizo, la semana misma de su muerte: ¡Con qué entusiasmo oyó, en nuestra última reunión sacerdotal, el lunes anterior a su muerte, los proyectos del comienzo de nuestra acción! |# 96|.

Los asistentes a aquellas primeras reuniones raras veces pasaban de la media docena. El lunes pasado —se lee en los Apuntes, con fecha 28-IX-1932— nos reunimos, con D. Norberto y en su casa, Lino, J. Mª Vegas, Sebastián Cirac y yo. Se habló de la O. y rezamos un responso por José María Somoano |# 97|. (La mitad de aquel grupo murió mártir por odio a la Religión, pues don Lino Vea-Murguía y don José María Vegas fueron de los miles de sacerdotes asesinados en 1936) |# 98|.

En la tarea de formar a las almas que tenía a su alrededor, don Josemaría hubo de recurrir también a la correspondencia, pues alguno de sus dirigidos se hallaba fuera de Madrid. Por las cartas de Isidoro Zorzano, que durante algunos años residió en Málaga, nos hacemos cargo de lo que era la palabra escrita y ardiente de don Josemaría. A los pocos días de aquella charla memorable del 24 de agosto en Madrid, cuando Isidoro descubrió su vocación, escribía de regreso ya en Málaga:

«Málaga 5-9-1930 [...]. El tema de nuestra última conversación me satisfizo muchísimo ya que me sugirió nuevas ideas y me hizo concebir nuevas esperanzas, mejor dicho, esperanzas perdidas [...]. El optimismo que me inyectaste lo veo en peligro, siento la necesidad de estar juntos y orientarme definitivamente, con tu ayuda, en la nueva era que abriste a mis ojos, y que era precisamente el ideal que yo me había forjado y que creía irrealizable» |# 99|.

Y a la semana:

«Málaga 14-9-1930 [...]. Me dices que tu carta era larga, a mí me pareció muy corta; la he leído varias veces pues conforta mi espíritu grandemente. Hoy he comulgado, según tu consejo uniéndome al espíritu de la Obra de Dios; me encuentro ahora completamente confortado, mi espíritu lo encuentro ahora invadido de un bienestar, de una paz, que no había sentido hasta ahora; todo lo debo a la Obra de Dios» |# 100|.

Se acercaba el segundo aniversario de los comienzos de la labor con mujeres de la Obra; y este campo apostólico estaba prácticamente desierto. Traía un evidente retraso en sus vocaciones. Cualquiera creería que el Fundador se lo tomaba con calma, pero no era así. Encerrado en el confesonario de Santa Isabel, esperaba pacientemente —sembrando la espera con oraciones— a que el Señor le enviase almas.

Domingo 8 de noviembre 1931 —anota en sus Apuntes—. El viernes último creo que me deparó el Señor un alma, para comenzar, a su tiempo, la rama femenina de la O. de D. |# 101|.

Y al martes siguiente escribirá a Isidoro: ¿Sabes que creo que el Rey me ha mandado un alma para comenzar la rama femenina? |# 102|. Esta alma tuvo vacilaciones, hasta que un día le pidió al sacerdote una entrevista, decidida a solicitar la admisión en la Obra. Llevaba don Josemaría algún tiempo sin escribir catalinas y, cuando tomó la pluma para anotar la fecha y el suceso, se percató de otra "coincidencia":

Precisamente ayer catorce de febrero de 1932, día de la primera vocación femenina, hacía justamente los dos años que el Señor había pedido la obra de mujeres. ¡Qué bueno es Jesús! |# 103|.

Pocas semanas más tarde pidió la admisión María Ignacia. Carmen Cuervo, la primera vocación femenina, y la nueva "vocación de expiación", se entrevistaron en el Hospital del Rey el domingo 10 de abril de 1932. Y el lunes siguiente, al reunirse los sacerdotes, don Josemaría les propuso rezar un Te Deum |# 104|. No era para menos. Gracias a Dios, ya estaba en marcha la labor con mujeres. Pero, si no tenía reparo en acercarse a las enfermas sufrientes y con enfermedades contagiosas, muy otro era el caso de don Josemaría con las mujeres sanas. Mantenía, inflexible, la distancia, atendiéndolas en el confesonario; y llevó su delicadeza en el trato con las primeras mujeres de la Obra hasta el punto de confiarlas a la dirección espiritual de don Norberto o don Lino |# 105|.

En el tercer aniversario de la fundación no se le ocultaba que el apostolado, por lo que se refiere a las mujeres, estaba bastante endeble. El Fundador no se desanimaba, seguía esperando vocaciones sin impacientarse: 14 de febrero de 1933: hoy hace tres años que el Señor pidió la O. femenina. ¡Cuántas gracias, desde entonces! Hasta ahora, ellas son pocas |# 106|.

Un año más tarde se reproducirá la escena de la visita de Carmen Cuervo a María Ignacia en el Hospital del Rey; pero ha cambiado el lugar del encuentro y los personajes anteriores. Es ahora Hermógenes la que va a visitar a Antonia en el Hospital General:

Día 14 de febrero de 1934: son cuatro años hoy desde que inspiró el Señor la rama femenina. He hecho que Hermógenes lleve a Antonia, enferma en el hospital, un obsequio. ¡A ver cuándo me envías, Dios mío, la mujer que pueda ponerse al frente de ellas al principio, dejándose formar! |# 107|.

La historia de sus primeros seguidores —estudiantes, sacerdotes o mujeres— fue un tejer y destejer, un continuo hacerse y un continuo desmoronarse. De sobra sabía don Josemaría que muchas de las vocaciones, que Dios le enviaba para animarle, nunca encajarían; pero entretanto mejorarían su vida interior. Era consciente, según dice el proverbio latino —anguillam cauda tenebat—, de que a veces pretendía agarrar las anguilas por la cola. Se le escurrían.

A pesar de lo cual, no perdía su optimismo sobrenatural, ni ante las bajas ni ante las defunciones, aunque su corazón acusaba las pérdidas con gran dolor. Más graves consecuencias trajo el dejar a las vocaciones femeninas bajo el encargo de los sacerdotes, y el que éstos nunca llegaran a entender por completo el espíritu del Opus Dei.

En 1939 añadió don Josemaría una breve nota a una de las viejas catalinas, explicando, en muy breves palabras, que, por falta de tiempo para dedicarse a las mujeres, encomendó a don Norberto y a don Lino la tarea de formar a las vocaciones femeninas. Y esa tarea quedó por hacer |# 108|.