4. La Academia-Residencia de Ferraz

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

La política de la segunda República Española, sectaria y agresiva, en materia religiosa, culminó en la llamada "ley de Confesiones y Asociaciones Religiosas", de junio de 1933. Dicha ley contribuyó, de manera decisiva, a exasperar los sentimientos de una nación eminentemente católica, movilizando grandes masas de ciudadanos creyentes. De suerte que, tras la reacción popular en las elecciones generales de 1933, se creó un gobierno de centro, moderado. Ante la derrota electoral, los socialistas y los grupos marxistas y anarquistas adoptaron una postura de provocadora beligerancia. De hecho, en octubre de 1934, estalló en Asturias una insurrección armada, que se convirtió en guerra civil sin cuartel contra los poderes legalmente constituidos. El gobierno hubo de enviar el ejército para someter a los revolucionarios, y la campaña del "octubre rojo" resultó larga y sangrienta. La "Revolución de Asturias" dejó tras sí una estela de mártires, sacerdotes y religiosos, y numerosas iglesias quemadas o destruidas |# 109|.

Estaba de Dios que aquel curso 1934-1935 discurriera con tropiezos dada la fragilidad política del país. A causa de la Revolución de Octubre, de las huelgas generales en Madrid y del aplazamiento de apertura de las aulas universitarias, los residentes no aparecían. Se pusieron anuncios en los periódicos. Todo fue inútil |# 110|. Los cálculos financieros, tan trabajosamente aquilatados meses antes para fijar un presupuesto, fallaron por falta de ingresos. Se les vino encima la Navidad y se encontraron metidos en un respetable embrollo económico.

* * *

Fueron, ciertamente, muchas y variadas las dificultades que hubo de vencer don Josemaría en los comienzos de su apostolado. En los jóvenes estudiantes encontraba un entusiasmo inicial, que a menudo no llegaba a calar hondo y que rehuía todo compromiso con una disciplina hecha de renuncias y de entrega. Por lo que se refiere a las mujeres, la asidua atención con que les daba a conocer la Obra y su espíritu no pasaba, por falta de tiempo, de la dirección espiritual en el confesonario. Distinto fue el caso de los sacerdotes. Se trataba, en buena parte, de gente mayor, que tenía, por su edad, hábitos muy arraigados en el comportamiento. Durante más de tres años don Josemaría se había empleado a fondo para infundir a un grupo de ellos el espíritu joven y sobrenatural del Opus Dei. Al parecer, no llegaron a entender del todo a don Josemaría y, en consecuencia, algunos se mantuvieron a cierta distancia |# 111|. Desde muy temprano se dio cuenta el Fundador de ese distanciamento, que provenía, no de falta de afecto por parte de sus hermanos sacerdotes, sino de que les faltaba un empeño decidido de hacer cosa propia aquella empresa divina. Tan sólo el capellán Somoano se había identificado con ella; y muy pronto se lo llevó Dios consigo.

Con objeto de unir a los que tenía más cerca, don Josemaría trató de vincularlos formalmente. Cinco de los primeros sacerdotes que le seguían se comprometieron a vivir la obediencia y a fomentar la adhesión completa a la autoridad de la Obra, en virtud de un "Compromiso" hecho el 2 de febrero de 1934 |# 112|. Su comportamiento, sin embargo, dejó mucho de desear. Era evidente que el Señor disponía las cosas de tal modo que, aun siendo "muy santos" aquellos sacerdotes, cuando se trataba de sacar adelante las labores apostólicas dejaban solo al Fundador. Y así todas sus energías físicas, y toda su voluntad, se gastaban por entero en secundar el impulso que el Señor imprimía a la Obra |# 113|.

La creación de la Academia-residencia DYA en Ferraz fue la prueba de fuego que hubieron de pasar quienes seguían a don Josemaría. El lema DYA (Dios y Audacia) era el banderín que enarbolaba el Fundador, que, lleno de fe y confianza sobrenatural, se lanzaba a lo que estaba más allá de sus humanas posibilidades. Iba al paso que Dios le marcaba, con tal confianza y urgencia que, a ojos de algunos de los sacerdotes que con él colaboraban en aquella tarea apostólica, resultaba una colosal imprudencia. La decisión de don Josemaría, que pretendía montar inmediatamente una Academia-residencia careciendo de los medios materiales necesarios, era una locura declarada, un negocio suicida. Era una acción comparable —criticaba uno de ellos—, al que se tira desde gran altura sin paracaídas, diciendo: Dios me salvará |# 114|. A fin de cuentas. ¿qué se ganaba precipitando las cosas? ¿No era mejor esperar al año próximo para abrir la nueva Academia-residencia con más preparación?

Indudablemente les faltaba audacia apostólica; y los criterios sobrenaturales, que el Fundador aplicaba al cumplimiento de su misión divina, no acababan de entenderlos. Con su falta de fe estaban retrasando el impulso que el Señor daba a la Obra entera, por medio del Fundador, que sabía llegada la hora de tener una residencia donde convivir con sus hijos, y formarles. Así lo exponía al tratar de ello en la oración:

Señor: el retraso, para la Obra, no sería de un año... ¿No ves, Dios mío, qué otra formación se podrá dar a los nuestros, teniendo internado, y qué otra facilidad habrá para conseguir vocaciones nuevas?

[...] ¿Un año? No seamos varones de vía estrecha, menores de edad, cortos de vista, sin horizonte sobrenatural... ¿Acaso trabajo para mí? ¡Pues, entonces!... |# 115|.

El lema "Dios y Audacia" constituyó la piedra de toque que deslindaba a quienes estaban dispuestos a seguir a don Josemaría, de aquellos otros que calificaban de imprudentes sus aventuras apostólicas. ¿Acaso les faltaba fe?, o, por el contrario, ¿no tendrían demasiada prudencia humana? Monseñor Pedro Cantero, que trataba al Fundador y conocía a esos sacerdotes, comenta: — «No sé, sin embargo, si supieron estar a la altura de lo que el Padre necesitaba. El horizonte que abría Josemaría era de tal amplitud que sólo podía entenderlo quien tuviese realmente la virtud de la magnanimidad. Me parece que los chicos jóvenes, con su audacia, seguían mejor lo que Josemaría tenía que realizar» |# 116|.

Por su parte, el Fundador no tardó en darse cuenta de que, para que comprendieran en su integridad el espíritu del Opus Dei, los sacerdotes debían provenir —como más adelante se explicará— de las filas de los miembros laicos ya formados en dicho espíritu |# 117|. El Señor, evidentemente, se había servido de ese suceso de la Academia-Residencia para purificar su alma, como expresa en una catalina de enero de 1935:

No es que no quieran la Obra y a mí —me quieren— pero el Señor permite muchas cosas, sin duda para aumentar el peso de la Cruz |# 118|.

A pesar de las muchas contrariedades, interiores y exteriores, don Josemaría se mantuvo firme, sin cejar en su propósito, con la seguridad de que el Señor le sacaría del atolladero (Porque no es tozudez: es luz de Dios, que me hace sentirme firme, como sobre roca) |# 119|. Y, como no era hombre que esperase milagros cruzado de brazos, recurrió con ímpetu a la oración y a la penitencia; ímpetu que le frenó su director espiritual:

No me consiente grandes penitencias —escribe—: lo de antes, nada más, y dos ayunos, miércoles y sábados, y dormir seis horas y media, porque dice que, si no, a la vuelta de dos años estoy inutilizado |# 120|.

En cuanto a la cuestión económica, se había buscado quien le ayudase. En el pasado diciembre, el día de San Nicolás de Bari, nombró a este santo Obispo patrono de la Obra en asuntos económicos |# 121|. Asimismo, acudió a San José con una misa votiva de acción de gracias, por los muchos dones del pasado... y por los que de él esperaba, para resolver el futuro de la Academia |# 122|.

* * *

Desde que los Escrivá dejaron el piso de Martínez Campos, para trasladarse a la vivienda de Santa Isabel, don Josemaría tenía un pie en el Patronato y otro en Ferraz. Le era forzoso estar pendiente, sobre todo, de la Residencia, donde los problemas de servicio y administración eran continuos. A finales de mes lo corriente era que no alcanzase el dinero para pagar los alquileres de los pisos, ni la cuenta de la carnicería, ni la panadería, ni los ultramarinos. Vivían, en parte, de fiado en cuanto a los suministros de comestible; y, por lo que hace a los alquileres, el sacerdote se iba a ver al propietario, don Javier Bordiú, suplicando paciencia por el retraso... «Yo sufría —cuenta Ricardo, el director—. Hasta alguna vez lloré y mis lágrimas cayeron sobre el libro de cuentas» |# 123|.

Si por cualquier motivo tenía que ausentarse Ricardo a última hora de la tarde, don Josemaría se quedaba atendiendo la dirección. En esas ocasiones dejaba la Residencia, camino de Santa Isabel, a una hora avanzada. En las noches cerradas de invierno, pensando en los peligros que corría un sacerdote solitario por las callejuelas de Madrid, los de su familia le esperaban impacientes en Santa Isabel a la hora de acostarse. Atisbaban tras los cristales, hasta que, envuelto en el manteo, le veían asomar por una bocacalle. Con el tiempo se fueron medio acostumbrando, aunque doña Dolores seguía con el alma en vilo |# 124|.

Ante las adversidades de los últimos meses, don Josemaría llegó a estar convencido, como Jonás, de que era un estorbo para la buena marcha de la Obra; y así lo confesaba: Son mis pecados, ¡mi ingratitud!, la culpa de las tribulaciones que padecemos. Entonces, dentro de él, rompía el grito: Señor, castígame a mí, y empuja la Obra |# 125|.

Y halló el remedio en la penitencia. (A pesar de que afirme que su director no le consentía grandes penitencias, para no quedar "inutilizado" en un par de años, lo cierto es que le tenía permitidos ayunos, cilicios y disciplinas los lunes, miércoles y viernes) |# 126|. El padre Sánchez le aprobaba las mortificaciones corporales en cuanto a la frecuencia; pero, ¿cómo iba a calibrar la intensidad y pormenores de las disciplinas? Doña Dolores, en cambio, sí que estaba enterada de lo recio del asunto, como lo prueba su comentario, cuando su hijo le habló por vez primera de la Obra en la famosa reunión familiar en Fonz. ¡Hasta su hermano sabía que se "ciliciaba"! Los Escrivá estaban dispuestos a ceder generosamente la herencia de mosén Teodoro a la Obra. Una petición tan sólo le hizo la madre: no te pegues, ni me hagas mala cara |# 127|. (El trallazo de las disciplinas que el hijo descargaba en las carnes era un martirio para la sensibilidad auditiva de doña Dolores. Era imposible evitar el ruido en el piso de Martínez Campos y, luego, en Santa Isabel, por más que don Josemaría abriese los grifos para que corriesen ruidosamente chorros de agua. Y, aunque limpiaba con cuidado el cuarto de baño después de la operación, ¿dejarían de descubrir los ojos perspicaces de la madre las pequeñas salpicaduras de sangre en el suelo o en las paredes?) |# 128|.

Tan pronto como pudo, se llevó las disciplinas a la Residencia de Ferraz. Entonces le tocó a Ricardo oír los sonoros zurriagazos, según cuenta: «El Padre —no sé con qué frecuencia— se encerraba en el cuarto de baño, y comenzaba a golpearse con la disciplinas. Yo había visto, en un descuido del Padre, que esa disciplinas no eran como las que utilizábamos nosotros, de sólo cuerda. Las del Padre tenían hierros, no sé exactamente si eran clavos, tuercas, etc., pero sí estoy seguro que eran trozos de hierro. El Padre no sabía que yo oía los golpes, y me enfadaba mucho, me tapaba los oídos un rato largo y seguían y seguían los golpes secos, ras, ras, ras... Me parecía que no iba a terminar nunca. No me atrevía a decirle nada al Padre, pero después de irse, al entrar en el cuarto de baño, veía que habían sido disciplinas de sangre y que, aunque las huellas habían sido limpiadas cuidadosamente, encontraba algún trozo de la pared de azulejo con puntos rojos [...]. Hubiera dado cualquier cosa por no ver ni oír las pruebas de estas penitencias» |# 129|.

Continuaban oyéndose las críticas alarmistas de algunos de los sacerdotes que colaboraban con don Josemaría: la Academia era un fracaso, por qué he de esperar yo que Dios me haga un milagro. ¡La catástrofe! ¡Las deudas! |# 130|.

Don Josemaría no perdió la serenidad. Consultó con el p. Sánchez y con don Pedro Poveda, por si había cometido una grave imprudencia. Ambos le animaron. Aquello era, indudablemente, una prueba del Señor |# 131|.

Así, pues, el 21 de febrero, sin contar con los sacerdotes, reunió a tres de los suyos y les expuso lo que podía ser una solución temporal a la situación económica: prescindir del piso ocupado por la Academia DYA y bajar ésta a la planta de la Residencia, donde había sitio de sobra. El próximo curso vendría la expansión, el momento en que saltase el muelle comprimido y recuperasen lo perdido entonces |# 132|. Se comunicó la decisión a los que estaban fuera de Madrid. Todos reaccionaron con fe y optimismo: «nos comprimimos ahora para que en este período embrionario adquiramos la elasticidad necesaria, a modo de muelle, y a dar a su debido tiempo el gran salto de tigre», escribía Isidoro desde Málaga |# 133|.

Para don Josemaría, el abandono del piso equivalía a una aparente retirada estratégica |# 134|; mientras que para algunos de sus sacerdotes, era prueba evidente del fracaso. En vista de lo cual, y con los precedentes de los meses anteriores, decidió lo que sería su futura norma de conducta con respecto a ese pequeño grupo de sacerdotes: — Procuraré sacarles el partido posible, hasta ver si se maduran en el espíritu de la Obra. Siguió, pues, con ellos una prudente táctica de "tira y afloja". Sabía bien por qué no reaccionaban (Tienen poca visión sobrenatural, y un amor pobre a la Obra, que para ellos es un hijo postizo, mientras para mí es alma de mi alma) |# 135|.

La actitud vacilante de ese grupo de sacerdotes fue, durante meses, una constante preocupación para don Josemaría. Aquellos sacerdotes, a los que había llamado a la Obra como colaboradores y hermanos, resultaron, por el contrario, una carga. Algunos de ellos habían hecho pocas semanas antes un compromiso de obediencia con el fin de reforzar la autoridad de gobierno del Fundador. Mas su conducta fue muy distinta a lo que era de esperar. El Fundador, sobre cuyo pensamiento gravitaba esta amarga desazón, dijo alguna vez que eran su "corona de espinas". La actitud negativa que adaptaron algunos les fue alejando del espíritu de la Obra. De modo que el 10 de marzo hubo de registrar un hecho penoso: Hace días que no es posible tener la Conferencia sacerdotal, que veníamos teniendo cada semana desde 1931 |# 136|.

A partir de entonces sus relaciones con los sacerdotes del "compromiso" de 1934 se hicieron poco menos que insostenibles, y, además, le cayó encima la cruz de las murmuraciones. Los amigos le aconsejaron deshacerse de aquel grupo de sacerdotes, pero don Josemaría prefirió aprovechar su colaboración ministerial, sin permitirles, en adelante, que interviniesen en los apostolados de la Obra. Tal fue la línea de actuación que se trazó en 1935:

Sin seguir el consejo del P. Sánchez y del P. Poveda, (tácito, el primero; y muy claramente expreso, el segundo) de echar a los Sacerdotes, por razones que la caridad me vedó indicar en las catalinas a su tiempo, como yo veo las virtudes de todos y la buena fe innegable, opté por el término medio de conllevarles, pero al margen de las actividades propias de la O., aprovechándolos siempre que sea necesario su ministerio sacerdotal |# 137|.

Don Josemaría no podía contradecir los dictados de su corazón. Sentía por aquellos sacerdotes seculares un especial cariño y por ellos derramaría lágrimas de admiración y santa envidia, pues varios murieron mártires a los pocos meses. Toda su vida tuvo preocupación por los sacerdotes diocesanos, porque no se hallaran solos o carecieran de la debida atención espiritual. Y uno de los mayores gozos del Fundador fue ver que los sacerdotes diocesanos pudieron, con el tiempo, incorporarse a la Obra formando parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.

* * *

El día de San José, 19 de marzo de 1935, fue un día muy grande. Aquel 19 de marzo vinieron a desembocar en el corazón del Fundador todas las amarguras de los últimos meses: dificultades materiales, aparente fracaso apostólico, críticas e insumisión de los sacerdotes: — ¡Bendito seas, Jesús, que haces que no falte en esta fundación el sello Real de la Sta. Cruz! En esta catalina del 20 de marzo, recogiendo penas del día anterior, rememoraba una lección definitivamente impresa en su memoria, cuando años atrás anotaba:

Jesús me ha querido siempre para El —ya lo explicaré despacio, otro día—, por eso me aguó todas las fiestas, puso acíbar en todas mis alegrías, me hizo sentir las espinas de todas las rosas del camino... Y yo, ciego: sin ver, hasta ahora, la predilección del Rey, que, en mi vida entera, reselló mi carne y mi espíritu con el sello real de la Santa Cruz |# 138|.

Por primera vez tuvo lugar, ese 19 de marzo, la incorporación definitiva a la Obra de las vocaciones ya probadas. Queriendo evitar malentendidos, y para resaltar que no se trataba de votos o promesas como hacen los religiosos, les explicó el Fundador en qué consistía: — Consiste —sin votos, ni promesas de ningún género— en dedicar la vida para siempre a la Obra. A esta incorporación, que se hizo ante la pobre cruz de palo del futuro oratorio de la residencia, se le llamó "Esclavitud", y luego "Fidelidad" |# 139|. Simbólicamente, la ceremonia se refrendaba imponiendo unos anillos, que llevaban grabada, por la parte interior, la fecha y la palabra "Serviam" (serviré). Y, con el fin de recalcar hasta dónde alcanzaba la responsabilidad de esa entrega, don Josemaría preguntaba, uno por uno, a quienes habían hecho ya la fidelidad:

"Tú, si el Señor dispusiera de mi vida antes que la Obra tenga las necesarias aprobaciones canónicas, que le den estabilidad, ¿seguirías trabajando por sacar la Obra adelante, aun a costa de tu hacienda, y de tu honor, y de tu actividad profesional, poniendo, en una palabra, toda tu vida en el servicio de Dios en su Obra?" |# 140|.

Los días que siguieron a la fiesta de San José fueron de gran expectación. De tiempo atrás habían venido preparándose todos para la llegada del Santísimo (del "Residente", por excelencia, como le llamaba don Josemaría, con la esperanza viva de tenerle en casa). El tener un Sagrario en casa fue la razón principal de su salida de Luchana. Y el demonio, ante tan grande acontecimiento, puso obstáculos, indudablemente: el demonio pone chinitas, para retrasar la venida de Jesús al Sagrario de esta Casa, se lee en una catalina |# 141|. Estando a punto de solicitar el decreto de erección del oratorio, cayó enfermo el Vicario General. Pero el 2 de marzo, ya restablecido el Sr. Vicario, don Josemaría le informaba acerca de los retiros mensuales y de una catequesis que atendían en la Colonia Popular, para terminar la carta con una clara indirecta: pienso que Jesús estaría muy contento, en medio de esta muchachada suya, si tuviéramos Oratorio de verdad y Sagrario |# 142|. El 12 de marzo presentó una instancia en la Vicaría, solicitándolo.

Destinaron a oratorio la mejor habitación del piso. Consiguieron un altar con ara portátil y, como retablo, un cuadro con la cena de Emaús. Les dieron también Sagrario, ornamentos y candeleros. Unos regalados; otros en préstamo. Don Josemaría, entretanto, sentía la urgencia de que viniese el Huésped: — Jesús, ¿vendrás pronto a tu Casa del Ángel Custodio, al Sagrario? ¡Te deseamos! |# 143|. En vísperas de San José no había recibido aún contestación a la instancia solicitando un oratorio semipúblico |# 144|. Quedaban también por adquirir bastantes objetos sueltos, como las vinajeras, la campanilla, la palmatoria, la bandeja de la Comunión, etc. Don Josemaría hizo una lista de ellos, y la guardó, encomendando a San José que algún alma caritativa se los donase. Grande fue su sorpresa cuando, la misma víspera de la fiesta, el 18 de marzo, el portero subió a la residencia con un paquete que le había entregado un señor. Al abrirlo comprobó el sacerdote que contenía todo lo que faltaba; exactamente los objetos enumerados en la lista. Trataron de averiguar quién era el donante. El portero no supo dar más señas sino que lo trajo un señor con barba. No podía ser más justa y precisa la respuesta de San José a sus oraciones. Consciente de ello, en agradecimiento por ese favor que adelantaba la presencia de Jesús Sacramentado en aquella casa, mandó que en todos los futuros centros de la Obra la llave del Sagrario llevase una cadenita con una medalla en la que estuviera inscrito: "Ite ad Ioseph", patriarca del Nuevo Testamento y guardián de la llave del Pan de los Ángeles |# 145|.

¡Por fin!... Jesús viene a vivir con nosotros. Et omnia bona pariter cum eo..., y todo lo bueno vendrá también con Él, anunciaba con gozo el sacerdote en carta del 30 de marzo a José María G. Barredo |# 146|.

El 31 de marzo, con el oratorio lleno de muchachos, celebraba la misa don Josemaría con casulla blanca. El altar, adornado con flores. Las velas, escalonadas hacia el Crucifijo encima del tabernáculo. Antes de dar la Comunión dirigió unas palabras de agradecimiento al nuevo "Residente". Y, con la alegría de tener en casa al Señor, dio por buena y olvidada toda aquella larga carrera de sacrificios, como escribía al Señor Vicario: Se celebró la Sta. Misa, en el Oratorio de esta Casa, y se quedó su Divina Majestad Reservado, dejándonos bien cumplidos los deseos de tantos años (desde 1928) |# 147|.

Sorprendentemente, desde esa fecha, el ambiente de la Residencia parecía cambiado, más familiar. Las tardes de los sábados en Ferraz eran de gran animación . El sacerdote daba una meditación y la bendición con el Santísimo a los estudiantes. Luego se hacía una colecta para "las flores de la Virgen" |# 148|. Con parte de ese dinero se compraban flores para adornar el altar. Parte se empleaba en limosnas para los pobres desamparados de los suburbios. (Se socorría también a "los pobres de la Virgen", gentes venidas a menos, pobres vergonzantes que ocultaban con dignidad el hambre y los sufrimientos. A éstos se les llevaba, además del consuelo de la visita, un regalo cualquiera, la golosina o el libro que no podían adquirir).

Las catequesis de los domingos aumentaron. Fue preciso tener dos retiros mensuales. Se inauguró una clase para obreros en Carabanchel... Con mucha verdad decía don Josemaría que: — Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa, se nota extraordinariamente: venir El, y aumentar la extensión y la intensidad de nuestro trabajo |# 149|.

* * *

El año anterior Ricardo F. Vallespín había sufrido un ataque de reumatismo. Tan agudo que, si se prolongaba, no podría presentarse a examen en la Escuela de Arquitectura. En vista de lo cual, llevado de su amor a la Virgen, hizo una promesa pidiendo su pronto restablecimiento. Pasó el examen. Pero, cuando se lo contó a don Josemaría, pertenecía ya a la Obra y el Fundador le dispensó de su cumplimiento, ya que la promesa requería desplazarse de Madrid a Ávila andando. Y ahora, cuando se acercaba el final de curso y contaba en Ferraz con un buen plantel de gente joven, del que esperaba vocaciones y residentes para el próximo año, don Josemaría hizo suya la idea de Ricardo. Quería agradecer a Nuestra Señora, de una manera especial, los favores que de ella habían recibido ese curso. Iría acompañado de Ricardo y de José María G. Barredo a Sonsoles el dos de mayo.

Decidida la marcha a Sonsoles, quise celebrar la Santa Misa en DYA antes de emprender el camino de Ávila. En la Misa, al hacer el memento, con empeño muy particular —más que mío— pedí a nuestro Jesús que aumentara en nosotros —en la Obra— el Amor a María, y que este Amor se tradujese en hechos. Ya en el tren, sin querer, anduve pensando en lo mismo: la Señora está contenta, sin duda, del cariño nuestro, cristalizado en costumbres virilmente marianas: su imagen, siempre con los nuestros; el saludo filial, al entrar y salir del cuarto; los pobres de la Virgen; la colecta de los sábados; omnes... ad Jesum per Mariam; Cristo, María, el Papa... Pero, en el mes de mayo, hacía falta algo más. Entonces, entreví la "Romería de Mayo", como costumbre que se ha de implantar —que se ha implantado— en la Obra |# 150|.

Sin entrar en el recinto amurallado, se encaminaron directamente hacia la ermita. Desde lejos veían el santuario en lo alto de la ladera. Rezaron un rosario a la subida; otro, dentro, ante la imagen de la Virgen, en medio de ex-votos y ofrendas; y la tercera parte, de vuelta a la estación de Ávila. De las incidencias de la romería sacó tema el sacerdote para hacer a los suyos consideraciones sobre la perseverancia:

Desde Ávila —cuenta—, veníamos contemplando el Santuario, y —es natural—, al llegar a la falda del monte desapareció de nuestra vista la Casa de María. Comentamos: así hace Dios con nosotros muchas veces. Nos muestra claro el fin, y nos le da a contemplar, para afirmarnos en el camino de su amabilísima Voluntad. Y, cuando ya estamos cerca de El, nos deja en tinieblas, abandonándonos aparentemente. Es la hora de la tentación: dudas, luchas, oscuridad, cansancio, deseos de tumbarse a lo largo... Pero, no: adelante. La hora de la tentación es también la hora de la Fe y del abandono filial en el Padre-Dios. ¡Fuera dudas, vacilaciones e indecisiones! He visto el camino, lo emprendí y lo sigo. Cuesta arriba, ¡hala, hala!, ahogándome por el esfuerzo: pero sin detenerme a recoger las flores, que, a derecha e izquierda, me brindan un momento de descanso y el encanto de su aroma y de su color... y de su posesión: sé muy bien, por experiencias amargas, que es cosa de un instante tomarlas y agostarse: y no hay, en ellas para mí, ni colores, ni aromas, ni paz |# 151|.

En recuerdo de esa romería, don Josemaría guardaba en una pequeña arqueta un puñado de espigas como símbolo y esperanza de la fecundidad apostólica en el mes de mayo |# 152|.

* * *

Reverdecía la Academia-Residencia cuando comenzó a llegarle el eco de calumnias y murmuraciones. Un día, el hijo del propietario de Ferraz 50 le contó que alguien dijo a su padre:

— "¿Cómo tienen ustedes alquilados sus pisos a DYA, que es cosa de masones?"

— "¡Hombre! —le replicó el propietario—, no sabía que los masones rezan todos los días el rosario tan devotamente" |# 153|.

(Desde su piso oía el Sr. Bordiú a los residentes rezar juntos el rosario).

Luego se enteró de que una persona, amigo de un estudiante que frecuentaba la Residencia, se negó a visitar la casa, porque había oído decir que "ese Don José María está chiflado" |# 154|. Las calumnias se extendieron rápidamente entre el clero de Madrid. En una anotación del 7 de marzo escribe en los Apuntes: Sigue la racha insidiosa para la O. Es que, unos días antes, se había encontrado con un sacerdote al que apenas conocía, que le paró para preguntarle:

— "¿Cómo va esa obra?"

— "¿Qué obra?", le replicó don Josemaría.

— "Esa academia que tienen ustedes".

— "La academia, donde trabajo, —expliqué— es de un arquitecto, profesor de la Escuela de Arquitectura", le aclaró don Josemaría.

— "¿Y esa masonería blanca?, continuó insistente.

— "Es calumniosa semejante calificación", contestó indignado al preguntón. "Allí no hay nada oculto, nada hay que esconder: no hay secretos, ni secreteos: Un grupo de jóvenes, que estudian mucho y procuran vivir como buenos cristianos..., y que no merecen, por eso, que se les ofenda con insidias |# 155|.

Se dispararon los chismorreos. Un santo sacerdote que tiene verborrea, refiere don Josemaría en sus Apuntes, se escandalizó de la cruz de palo que había en el oratorio, pues no tenía Crucificado |# 156|. Chiflados, masones, herejes. Quedaba así plantada, ya desde 1935, la semilla de las calumnias contra la Obra.