5. Desprendido de las cosas

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

La pobreza es otra virtud muy importante, que alcanza en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer y en el espíritu del Opus Dei notas realmente originales, no siempre bien comprendidas. Para un cristiano corriente, para un padre o madre de familia, la pobreza no es sólo austeridad o renuncia; exige también un testimonio explícito de amor y servicio, de solidaridad, como se expone con cierto detenimiento, entre otros lugares, enConversaciones, 110-111. Esa virtud, en términos laicales, no significa sólo estar desasido, sino que incluye poner a disposición, utilizar las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades. Pero, sin duda, su fundamento radica en la estricta sobriedad personal. Mons. Escrivá de Balaguer aludió muchas veces a que sus años de Logroño, después de la quiebra en la empresa paterna, fueron una auténtica escuela en muchos detalles de la vida cotidiana y, concretamente, de la pobreza.

Aprendió entonces a llevar con garbo las privaciones, haciendo agradable la vida a los demás sin quejarse por el trabajo o por la falta de servicio doméstico. Se le quedó muy grabado el semblante de don José, lleno de paz y sonriente, que daba al hogar alegría y serenidad, reforzando la unión de la familia; y también recordaba vivamente la laboriosidad y el sacrificio generoso de su madre y de su hermana, que sabían mantener el tono distinguido del hogar, aunque no dispusiesen de los medios de que gozaban en Barbastro.

Fue una pobreza vergonzante, llevada con extraordinario señorío, que perfiló todavía mucho más el agudo ingenio del Fundador del Opus Dei, ya que descubría los detalles con que sus padres se esforzaban, sin mezquindad, en sacar el máximo provecho de todo lo que poseían, para hacer amable la convivencia.

Ya en Roma, en los años cincuenta, Vd. ha sido testigo de excepción de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer.

Jamás le he visto con preocupación o interés por tener algo personal, porque pensaba que todos los medios materiales había que dedicarlos a la labor apostólica. Por ejemplo, se había preocupado de ir formando una buena biblioteca teológica, filosófica y jurídica. Sin embargo, nunca puso en los libros su nombre ni, mucho menos, escribió sobre las páginas o las subrayó: quería que los utilizasen los demás, sin sentirse propietario.

En cuanto a los corrientes objetos de aseo personal y los instrumentos de trabajo, tenía lo imprescindible. Utilizaba una pluma con punto gordo, y posteriormente bolígrafo. Aprovechaba el papel al máximo: incluso, dividía los sobres viejos -si no contenían cartas- a modo de fichas pequeñas, en las que tomaba notas. Alguna vez, bromeaba, a propósito de su costumbre de escribir en hojas ya usadas por el otro lado: ¡no escribo de canto, porque no es posible!

Para hacernos comprender la necesidad de cuidar las prendas, recordaba -ya lo he mencionado- el comportamiento de aquel que dejaba la ropa de cualquier manera: es cierto que las cosas deben consumirse, y gastarse, pero sabiendo que no debemos tratarlas mal, sino que es necesario hacerlas durar, ya que no son nuestras: son un medio para nuestra santidad y para nuestro apostolado, porque hemos de utilizarlas como administradores, y no como propietarios que despilfarran lo que tienen.

No admitió más que lo indispensable para su vestido. Recuerdo que, en una ocasión, le regalaron un jersey de lana, e inmediatamente lo envió al almacén, porque ya utilizaba uno. Cuando le comentamos que podía guardarlo, hasta que se le rompiera el otro, no lo admitió: ¿queréis que deje de practicar la bendita pobreza, que nos lleva a no tener más que lo necesario, y a veces menos de lo necesario?

Desde que le conocí hasta 1972, usó las mismas gafas, que había adquirido en 1940. Cambió las de sol en 1974, cuando le hicieron una nueva graduación; se las había comprado en 1940 un miembro del Opus Dei, después de acompañarle en algunos viajes durante la primavera y el verano, cuando el sol brilla fuerte. Inicialmente, le llamó la atención, por pensar que era un objeto innecesario. Después, con el paso del tiempo, agradeció aquel gesto filial, y comprendió que le habían dado posibilidad de trabajar más: no dejó de pedir perdón a aquel hijo suyo.

Cuando rindió su alma al Señor, no costó absolutamente ningún esfuerzo recoger y guardar los objetos de uso personal, pues no tenía más que lo imprescindible.

¿Cómo era su habitación personal?

Había en su dormitorio cuatro muebles muy baratos: una cama de hierro hecha por un herrero, que costó exactamente veinticinco mil liras en 1953; una banqueta, armada con maderas de cajones de fruta, y tapizada por arriba con una tela modesta, que no se ha cambiado desde 1952. Finalmente, un sillón de madera y una mesa que estaban entre el mobiliario de la Villa, cuando se adquirió. Se colocó al lado una lámpara de pie para que pudiera trabajar. Como decoración, durante bastante tiempo, no tuvo nada más que una imagen pequeña de la Virgen, que luego pudo ser sustituida por un cuadro de la Sagrada Familia que regalaron en Palermo.

Accedió a que se pusiese en el dormitorio un crucifijo de bronce sobre una cruz de madera grande. Y más tarde se trajeron de Madrid unos azulejos con las palabras: "Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti".

Fue luego poniendo algunos otros objetos, que eran despertadores para su presencia de Dios. En el aplique de luz que había junto a la cabecera de la cama colocó un rosario grande con la medalla central de la Virgen de Guadalupe. Instaló también unos azulejos -que decoró un miembro del Opus Dei en la mufla usada para las obras-, en los que se representa un Sagrado Corazón traspasado por una flecha, con las abreviaturas de las palabras Iesus Christus, y debajo, Deus Homo.

Dejó también, en una tablita muy pobre de las que se utilizaban en la construcción, una lámina de papel con la figura impresa de su paisano, San José de Calasanz. Junto a ese cuadrito había colocado una cruz de Caravaca, que es una cruz metálica con cuatro brazos, en lugar de sólo los dos habituales, formados por dos travesaños paralelos. Pasados los años, debajo del cuadro de la Sagrada Familia, tuvo una pequeña imagen de San Antón -su patrono-, que le regaló un chamarilero romano.

El pavimento era pobre y gélido. Al final de su vida, en 1974, Mons. Álvaro del Portillo y yo decidimos que se pusiera una moqueta, para evitar el frío. Tomamos esa decisión, teniendo en cuenta su propensión a las infecciones bronquiales, después de que se hubiera caído al suelo más de una vez. Su primera reacción, puesto que no le habíamos preguntado para evitar su negativa, fue de disgusto, por hacer ese gasto pensando en su persona. Lo aceptó después de comentarle que habíamos actuado de acuerdo con los médicos.

Sin embargo, el Fundador del Opus Dei daba importancia a otras exigencias de la pobreza laical: buscar y usar adecuadamente los medios necesarios, trabajar con empeño, aprovechar a fondo el tiempo, servir a los demás.

No se cansó de insistir en el recto uso de los medios materiales, cuidándolos para que dieran su máximo rendimiento y estando a la vez desprendidos con alegría. He presenciado también el rigor con que exigía el desasimiento: no hemos de sentirnos propietarios ni de un céntimo, ni de un pequeño objeto. Sería ridículo que, después de haber entregado a Dios la vida entera, nos quedásemos enredados con un capricho o con una pequeñez.

En 1951, le escuché algunas de las exigencias de esta virtud: vamos a concretar algunas señales de la verdadera pobreza en nuestra Obra: a) no tener ninguna cosa como propia; b) no tener cosa alguna superflua; c) no quejarse cuando falta lo necesario; d) cuando se trata de elegir, escoger lo más pobre, lo menos simpático; e) no maltratar nada de nuestro uso, ni en nuestros Centros, ni en los lugares donde trabajamos, ni en cualquier sitio donde nos encontremos; f) aprovechar el tiempo.

Con incansable constancia, repetía: no os creéis falsas necesidades: hay muchas cosas que parecen indispensables, y en realidad no lo son. Por ejemplo, en 1950 supo que habían donado dos coches a un Centro del Opus Dei. Inmediatamente les aconsejó que se quedasen con uno, si lo necesitaban, y vendieran el otro para atender la extensión de la labor de aquel lugar. Les insistió en no tener cosas superfluas, aunque fueran obsequios; que si nos regalan un elefante blanco, no vamos a meterlo en casa; lo venderemos por el precio que nos den, porque no sirve para nuestro trabajo apostólico, y nosotros hemos de utilizar las cosas de la tierra para ayudar a las almas. Todo lo demás, sin ninguna excepción, lo dejamos.

En 1967, en la Sede Central, me hizo una serie de consideraciones sobre la pobreza: evitar que la gente deje de comer innecesariamente; no perder el tiempo en un trabajo mal cumplido; saber superar la falta de paciencia por la duración que requiere una labor, o la precipitación en la realización de la tarea con la que nos hemos de santificar; aprovechar las cosas sacándoles el mejor partido posible; evitar el mal ejemplo y, en cambio, pensar que otras personas han de aprender, si ven realizadas las tareas cotidianas con amor de Dios y bien terminadas; cuidar las cosas pequeñas y no desperdiciarlas, porque pueden ser fuente de un gasto inútil y constante; pensar en la salud de los demás, al preparar la comida.

Enseñó a los miembros del Opus Dei a vivir con la responsabilidad de una persona pobre, que utiliza las cosas, gastando lo menos que puede. Por eso, desde los comienzos, exigió que cada uno ganase con su trabajo lo necesario para su sostenimiento y para ayudar a los apostolados de la Obra. Hacía comprender a todos -a los que acababan de llegar y a los que llevaban muchos años- que no podían desentenderse de la grave obligación de no ser una carga, de contentarse con lo indispensable, y de colaborar con total generosidad en las necesidades apostólicas del mundo entero.

No parece posible exponerlo aquí con detenimiento. Pero, como insinuaba poco antes, el sentido laical de la pobreza cristiana tiene mucho que ver con la dignidad de la persona humana, y está también en la raíz de la justicia social. El Fundador del Opus Dei subrayó siempre esos aspectos, como medio específico de santificación en medio del mundo.

Inculcó y exigió el cumplimiento de los deberes de justicia a todos los que trataba: los padres, respecto de sus hijos; los hijos, de sus padres; los estudiantes, hacia su familia, la sociedad y los maestros; los profesores, cara a su ciencia, los discípulos y la sociedad; las autoridades, con los súbditos, al ejercer el poder en su servicio; y, en fin, cualquier profesional, a través del cumplimiento bien acabado de su trabajo.

Desde su juventud se interesó por los ambientes más necesitados o marginados; se dedicó personalmente a atenderles cuando comenzó su ministerio, y después, a los que le rodeaban, les enseñó el deber de ocuparse de los menesterosos, de ayudarles en el ejercicio de sus derechos, para que pudiesen alcanzar el bienestar adecuado, acorde con el desarrollo de la dignidad humana. Al ver la situación de obreros y campesinos, o de los que se encontraban sin trabajo, fomentó la conciencia de que había que facilitarles vivienda, alimentación, formación profesional para ellos y para sus hijos, etc.

Promovió muchas labores a través de miembros de la Obra, en muchos países del mundo. Por ejemplo, en la Prelatura de Yauyos, son innumerables las iniciativas en favor de campesinos que vivían en la escasez y en la miseria más increíbles: escuelas en diferentes pueblos; centros para la formación de la mujer; difusión de programas radiofónicos. Y lo mismo ha sucedido en México, donde se ha hecho una formidable labor social entre los habitantes de distintos valles, contribuyendo a la elevación humana del trabajo, y a la educación de los hijos.

Como consecuencia del celo apostólico del Fundador del Opus Dei, se han multiplicado estas labores en Italia, Portugal, España, Francia, Estados Unidos, México, diferentes países de América del Sur, de Asia y de África: a sus hijos de todo el mundo, les transmitía su ferviente deseo de que pusieran en marcha actividades de promoción social, para defender la justicia y colocar a los más necesitados en condiciones de vivir con la dignidad debida a la persona humana.

Tengo constancia de muchas conversaciones de Mons. Escrivá de Balaguer con dirigentes de empresas de España, Italia, Suiza, Portugal, México, Alemania, Argentina, Filipinas, Venezuela, Brasil, etc.; se trataba de católicos y no católicos, en los que supo despertar la inquietud positiva de servir a la sociedad. Con gran sentido catequético, les recordaba puntos fundamentales de la doctrina de la Iglesia y les animaba a hacer una amplia promoción social, con sincera y generosa dedicación. Les aclaraba que eso no exigía cambiar de ambiente o de condiciones de vida, para poder influir entre sus iguales, transmitiéndoles sus sanas inquietudes, pero debían fomentar un total desprendimiento de sus riquezas, sabiéndose administradores de los bienes de Dios.

Les insistía, además, en que estaban obligados a pagar, a todos los que dependían de ellos, con la justicia y equidad de quien tiene conciencia cristiana o -al menos- desea respetar la ley natural. Les encarecía su propia responsabilidad, para hacer precisamente en sus empresas e industrias, esa labor cristiana, ya que con esos negocios -si eran justos- estaban facilitando empleo y promoción a miles y miles de personas; no podían tratar a sus empleados como objetos o meros servidores, sino como hermanos que prestan un trabajo y necesitan el respeto, la ayuda y la justa retribución, para vivir bien ellos y sus familias.

Los miembros del Opus Dei se comprometen a ayudar al sostenimiento de las labores apostólicas mediante su trabajo profesional, pero conservan el patrimonio -si lo tienen-, sobre el que deciden con libertad y responsabilidad cristianas. Quizá por esto, Mons. Escrivá de Balaguer acentuaba tanto la necesidad de hacer examen de conciencia sobre la virtud de la pobreza.

Un padre de familia quiso hablar una vez con el Fundador del Opus Dei, para pedirle cuentas por la dedicación de su hijo a la Obra, alegando que poseía un gran patrimonio y deseaba saber qué destino se daría a esos bienes. Después de escucharle pacientemente, le contestó que lo único que le interesaba de su hijo, si tenía vocación, era que buscase con afán la santidad propia y la de las almas que trataba. Respecto al patrimonio económico, aparte de que su hijo tiene libertad para disponer como le dé la gana, no me interesa absolutamente ni una perra gorda. Por mí puede hacer, si quiere, una plaza de toros para su ciudad natal.

En varias ocasiones le he oído que aceptó con gozo la Voluntad del Señor, cuando falleció -en 1932- Luis Gordon, uno de los primeros miembros del Opus Dei, y uno de los pocos que había acabado ya su carrera universitaria y estaba en condiciones de ayudarle. Además, su familia contaba con abundantes medios económicos, y hubiera podido contribuir al desarrollo de la labor con su patrimonio, y con donativos procedentes de sus amistades. Siempre nos explicaba que comprendió con claridad que Dios le hacía ver así la necesidad de estar desprendido de las cosas de la tierra, hasta de lo que humanamente se encuentra a nuestra disposición.

No se atribuía ningún mérito, cuando evocaba este desasimiento. Y llegaba siempre a la misma conclusión: ¡qué bien hace las cosas el Señor! Me dejaba ver, de una o de otra manera, con constancia, que la Obra era de Él, y tenía que realizarla contando única y exclusivamente con Él, sin apoyarme para nada en los medios humanos. Después, con buen humor, añadía que su madre le repetía muchas veces que el Señor había previsto las cosas perfectamente, porque -agregaba- "tienes las manos horadadas y hubieses dado, a cualquiera que te hubiese pedido una limosna, hasta el último céntimo, sin quedarte tan siquiera con lo necesario para sobrevivir".

He de precisar que luchó contra el peligro del aburguesamiento, y no dejó de advertirlo a sus hijos, con independencia de su situación social o profesional. Quería evitar, hasta en el más mínimo detalle, que alguno se aburguesase. Gracias a esa insistencia y a las disposiciones que estableció, los miembros del Opus Dei han aprendido a amar y a practicar la pobreza, y procuran no apartarse del rigor con que se vivió desde los comienzos de la Obra, sabiéndose administradores de los bienes del Señor. Por eso, en sus charlas, en sus meditaciones, se preguntaba y preguntaba a los demás si estábamos en condiciones de responder con pobreza heroica a la petición del Señor: redde mihi rationem villicationis tuae ["dame cuenta de tu gestión", Lucas 16,2].

Para recibir a las visitas, se desplazaba desde el segundo piso, donde trabajaba habitualmente, a la zona de la planta baja. Como tenía que caminar por lugares que se utilizaban más bien poco, se encendían al pasar las luces eléctricas, y luego se apagaban. Un día nos rogó que, en lugar de dar las luces, abriésemos las ventanas, porque así ahorraríamos el gasto. Ese mismo día, al volver de las visitas, nos comentó: al daros esa indicación he pensado: Josemaría, ¿eres un roñoso? ¡No!: me doy cuenta de que -en estos detalles pequeños- podemos vivir la finura del hombre que tiene cuidado de lo que es de Dios o de lo que lleva a Dios. La vida de los hombres está llena de estos pequeños esfuerzos, en los que se concreta la realidad de nuestra respuesta, viviendo también un desprendimiento de todo lo que utilizamos.

No cabe duda de que esa atención a las cosas pequeñas contribuía también a disimular la carencia de medios. Tal vez se puede añadir aquí alguna otra anécdota.

Mientras se instalaba la Sede Central del Opus Dei, comprobé cómo sacaba provecho de todo, para obtener un ambiente simpático y familiar, con lo indispensable: por ejemplo, hacer un repostero, con trapos de tela vieja; visitar a los ropavejeros para adquirir cosas simpáticas que, por poco precio y con un mínimo de arreglo, pudieran servir; recoger fragmentos viejos de objetos utilizados, para colocarlos en vitrinas como recuerdos, como ornamentación, etc. Aprendíamos constantemente a sacar el máximo provecho de lo que estaba en nuestras manos, sin dejar que se perdiera nada.

No escribía jamás en una hoja colocada directamente sobre la mesa, para no rayar la madera. Ponía debajo una carpeta o varios papeles, de manera que la presión de la pluma, del lápiz, o del bolígrafo, no dejase marcas sobre el tablero. Nos enseñó así a quienes estábamos a su alrededor, a no estropear las mesas. Además, nos insistía, os sirve de pequeña mortificación, y mantenéis la casa con la alegría propia de un hogar cristiano, en el que con todo este conjunto de detalles materiales se vive la caridad cristiana, facilitando el ambiente de familia, y se siente la responsabilidad de sacar adelante una casa, evitando gastos innecesarios. Presencié también cómo explicaba a sus hijas el modo de secar las copas de cristal, para evitar que se rompiesen.

En 1950 me enseñó a subir las escaleras, porque yo arrastraba un poco los pies en cada peldaño. Después de sugerirme que podía ofrecer aquella mortificación de levantar y bajar los pies sin rozarlos, agregó: además, por la pobreza bendita que vivimos, gastarás menos los zapatos sin tanto roce, estropearás menos los escalones porque no los rayarás, y evitarás que, pensando en los demás, la gente descuide los lugares donde vive o las cosas que utiliza.

Por esta misma razón de pobreza, mandó poner unos pasos de lona para cubrir la zona de las alfombras donde se transitaba, con el fin de que se estropearan menos. Se quitaban cuando había visitas, y se volvían a poner en cuanto el invitado se marchaba. También nos enseñó que, con cierta periodicidad, había que cambiar las alfombras de posición, girándolas ciento ochenta grados, de manera que los lugares más protegidos pasasen a ser, durante algún tiempo, sitio de paso, y se evitase un desgaste de la alfombra, que obligara a cambiarla en un tiempo relativamente corto.

En 1953 atendí una parte de las obras de la Sede Central en las que se estaban terminando los últimos detalles. De acuerdo con el electricista, decidí dejar un trozo de hilo al descubierto, porque iba detrás de un biombo, y no se vería. Como medía diez centímetros, me pareció que no tenía importancia. En cuanto llegó Mons. Escrivá de Balaguer a esa habitación, me llamó, y me dijo con claridad que era necesario acabar las cosas bien, por amor de Dios y por pobreza. Se había pagado para que aquello estuviera instalado sin ningún hilo eléctrico a la vista, porque con el tiempo aquel cable podría gastarse o engancharse con otro objeto. Además, no constituía jamás una disculpa el hecho de que no se vieran, porque nosotros trabajamos para Dios y hemos de hacer todo pensando que Él lo contempla.

Y es también conocido, en fin, que extremaba ese cuidado con cuanto se relacionaba con el culto divino.

Sancta sancte tractanda. Le he escuchado muchas veces estas palabras. Adquirían un significado profundo, que se traducía en la fe y solicitud con que trataba todo lo que directamente se refería al culto de Dios. Ese cuidado -nos insistía- es práctica del amor a Dios y práctica de la virtud de la pobreza.

Quería que los objetos litúrgicos se utilizasen sólo para lo que habían sido hechos; sin dejarse llevar por el perfeccionismo, ponía máxima diligencia en lo que es para el culto. Le gustaba recordar que en algunas Cortes -y mencionaba la de Inglaterra-, antes de las ceremonias de protocolo, se hace un ensayo y se utilizan los objetos con extremada atención. Añadía que con mucho más motivo hay que preparar las ceremonias que se refieren a Dios Nuestro Señor, aunque se repitan todos los días.

Siempre me ha sorprendido su reacción de dolor cuando, por ligereza o falta de consideración, se trataban con descuido los objetos litúrgicos. Le he visto llamar muchas veces la atención cuando las patenas se caían, los cálices se colocaban mal, o no se ordenaban bien los ornamentos.

He presenciado también la piedad y la unción con que limpiaba y conservaba los vasos sagrados, y cómo enseñaba a los sacerdotes a purificar los cálices y las patenas, para no rayar el dorado ni forzar la copa, para evitar abolladuras, y para que no se rompiera el vástago.

Animó a millares de sacerdotes a velar con especial afecto por la dignidad, la limpieza y la calidad de los retablos, de tal manera -les encarecía- que vuestros feligreses, o las personas que dependen de vuestra labor espiritual, vean a través de esas realidades vuestra fe, vuestro amor, vuestro enamoramiento del Señor.

El 2 de octubre de 1968 se hallaba en España, en una casa de retiros del sur de la Península llamada Pozoalbero. Por el aniversario, que coincidía con los cuarenta años de la fundación, se tuvo Bendición solemne con el Santísimo. Era un día bastante caluroso, y habían preparado unos ornamentos prestados, muy ricos, pero de mucho peso. Me preguntaron si era oportuno utilizarlos, y por el calor que hacía, sugerí emplear los habituales. Con su afán de desaparecer, Mons. Escrivá de Balaguer participó en la ceremonia escondido en un rincón. Al terminar, nos preguntó si no existían unos ornamentos mejores para estos días solemnes. Cuando le contesté que sí, y le expliqué el motivo de mi indicación, subrayó: me da alegría tu caridad, pero -en lo sucesivo- si no hay razón de verdadero peso, fomenta el esplendor en el culto: las molestias del calor en este caso eran mínimas, y todas las molestias serán siempre mínimas al lado de la generosidad que Él ha tenido y tiene con nosotros. No me lo olvides durante toda tu vida, y enséñalo a los demás: a Dios hemos de darle siempre lo mejor.