5. El Fundador

"Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei". Entrevista de Cesare Cavalleri a Don Álvaro del Portillo sobre la vida y personalidad de San Josemaría

El 2 de octubre de 1928 Josemaría Escrivá vio el Opus Dei. Usó siempre este verbo, ver , y lo sucedido forma parte de su relación personalísima con Dios. Sin embargo, también para nosotros y para la vida de la Iglesia es un momento central, porque la santidad del Padre se estructura sobre su carisma de Fundador. Sabemos que aquel día estaba en Madrid haciendo, a solas, unos ejercicios espirituales. Todo entra, evidentemente, dentro de un designio providencial.

–La actitud del Padre, como afirmaría más tarde en muchas ocasiones, no fue nunca la del jugador de ajedrez, que mientras hace una jugada va pensando las siguientes: vivía un confiado abandono en la Voluntad de Dios y procuraba, por todos los medios, no obstaculizarla con inútiles precipitaciones humanas.

Se trasladó a Madrid, con el permiso de su Ordinario, el Arzobispo de Zaragoza, para obtener el doctorado en Derecho en la Universidad Central. Llegó a la capital el 20 de abril de 1927, y apenas una semana después, se matriculó en la asignatura de Historia del Derecho Internacional, y después, a finales de agosto, en la de Filosofía del Derecho.

Pero sus planes se modificaron con la fundación de la Obra: el 2 de octubre de 1928 el Señor cambió el curso de su vida y le hizo ver, con claridad meridiana, que su misión sobre la tierra consistía en hacer el Opus Dei. Madrid fue mi Damasco , le he oído exclamar a veces, con profunda gratitud. No sé si llegó inmediatamente a la conclusión de que debía establecerse de modo definitivo en la capital donde había nacido la Obra, y ofrecía mejores perspectivas para su desarrollo. Desde el principio contó con la autorización eclesiástica del Ordinario del lugar.

Aquel 2 de octubre de 1928 se abrieron para nuestro Fundador los horizontes hacia los que el Señor le llamaba al confiarle el Opus Dei: una movilización de cristianos que, en todo el mundo, en todas las clases sociales, a través de su trabajo profesional desarrollado con libertad y responsabilidad personales, busquen la propia santificación, santificando al mismo tiempo, desde dentro, todas las actividades temporales, en un audaz proyecto de evangelización para llevar a Dios a todas las almas. Es, con unas décadas de anticipación, el mensaje de renovación de la Iglesia querido por el Concilio Vaticano II, que ha proclamado la vocación universal a la santidad para la salvación del mundo, con todas las consecuencias pastorales que de ahí derivan, y que delinean la función eclesial del Opus Dei, mientras, como decía el Fundador, haya sobre la tierra hombres que trabajen .

¿Con quién habló el Fundador, además de, naturalmente, con su confesor?

–Uno de los primeros fue un profesor suyo de la Universidad civil de Zaragoza, don José Pou de Foxá, catedrático de Derecho canónico, muy conocido en España. En los primeros años treinta, don José Pou le pidió: "dime lo que te pasa, porque te encuentro diferente. Tú escribes siempre con mucha alegría, y veo que sigues teniendo alegría, pero te veo como más reservado; te pasa algo: ¿tienes alguna pena?". Es probable que, como consecuencia de esa pregunta, el Padre le informara de alguna manera sobre su vocación divina; de hecho, poco más tarde, don José Pou afirmó que, por las noticias recibidas, comprendía muy bien por qué nuestro Padre se encontraba tan metido en Dios y tenía un afán tan grande por cumplir su Santísima Voluntad, y añadió: "Tú dices que eres un instrumento inútil e inepto. Menos mal que dices esto: porque en caso contrario querrías hacer una cosa tuya, y no una cosa de Dios. Como estás en esta disposición de considerarte inepto, Dios hará todo y todo será de Dios".

Nuestro Fundador no habló con nadie más de la misión que había recibido del Señor, aparte de las personas que se acercaban a la Obra y, ya mediado el año 1930, su director espiritual, quien le aseguró muchas veces: "Todo esto es de Dios".

¿Y ni siquiera habló con su familia? Con su madre vivían Carmen, su hermana, apenas dos años mayor, y Santiago, que en 1928 tenía nueve años.

–Hasta 1934 el Padre no habló claramente de la Obra a su madre ni a su hermana, a quienes, pese a la actitud prudente del Padre, no se les había escapado la intensidad de sus mortificaciones, signo evidente de que algo importante había aparecido en su vida. Me lo contaron ellas mismas. Además, en una carta del 20 de septiembre de 1934, el Padre relataba cómo se desarrolló la conversación: Al cuarto de hora de llegar a este pueblo (escribo en Fonz, aunque echaré estas cuartillas, al correo, mañana en Barbastro), hablé a mi madre y a mis hermanos, a grandes rasgos, de la Obra. ¡Cuánto había importunado para este instante, a nuestros amigos del Cielo! Jesús hizo que cayera muy bien. Os diré, a la letra, lo que me contestaron. Mi madre: "bueno, hijo: pero no te pegues, ni me hagas mala cara". Mi hermana: "ya me lo imaginaba, y se lo había dicho a mamá". El pequeño: "si tú tienes hijos..., ¡han de tenerme mucho respeto los mochachos!, porque yo soy... ¡su tío!". Enseguida, los tres, vieron como cosa natural que se empleara en la Obra el dinero suyo. Y esto –¡gloria a Dios!–, con tanta generosidad que, si tuvieran millones, los darían lo mismo .

¿Y de dónde viene el nombre Opus Dei?

–En sus primeros apuntes autobiográficos el Padre, cuando se refería a la fundación, hablaba siempre de "la Obra", o de "la Obra de Dios", pero no pensaba aún en un nombre preciso. Tiempo después, llegó a la conclusión de que éste era el nombre. Lo relata en una extensa relación autógrafa del 14 de junio de 1948, que refiere un episodio sucedido a fines de 1930: Un día fui a charlar con el P. Sánchez, en un locutorio de la residencia de la Flor. Le hablé de mis cosas personales (sólo le hablaba de la Obra en cuanto tenía relación con mi alma), y el buen padre Sánchez al final me preguntó: "¿cómo va esa Obra de Dios?" Ya en la calle, comencé a pensar: "Obra de Dios. ¡Opus Dei! Opus, operatio ..., trabajo de Dios. ¡Este es el nombre que buscaba!" Y en lo sucesivo se llamó siempre Opus Dei .

Un joven sacerdote con poquísimos medios, en una situación política de gran tensión, que poco después desembocaría en la guerra civil... El Opus Dei nació pequeño, pero desde el principio con entraña universal.

–Recuerdo muy bien, por ejemplo, que desde el comienzo de mi vocación, en 1935, el Padre me animó a estudiar japonés, y así lo hice aunque con resultados poco fructíferos. Nuestro Fundador tenía una predilección particular por el Extremo Oriente, y cuando, al fin, en la posguerra, fue posible iniciar establemente el trabajo de la Obra allí, se puso contentísimo. Cuando llegó la primera carta de sus hijos de Japón, escribió en el sobre: ¡La primera carta de Japón! Sancta Maria Stella Maris, filios tuos adiuva! Desde entonces, al despachar la correspondencia, si había carta de Japón, abría el sobre y la dejaba aparte. Ponía las demás cartas en un montón y las leía después conmigo. Pero la primera que leía siempre era la de Japón: aquellos hijos ocupaban un lugar especialísimo en su alma, porque estaban en un país maravilloso, con una lengua tan difícil, y en el que la mayor parte de la gente no conoce todavía a Cristo.

Este espíritu universal se llevó a la práctica, en cuanto las condiciones externas lo permitieron, es decir, después de la guerra civil española, y sobre todo, tras la Segunda Guerra mundial. El Padre preparó personalmente el terreno para la expansión de la Obra con frecuentes viajes, y la semilla arraigó vigorosamente.

Sólo recuerdo un país donde la prehistoria realizada por nuestro Fundador no fuera seguida del comienzo de una actividad apostólica estable: Grecia. El Padre fue allí en 1966, y le acompañamos don Javier Echevarría, Javier Cotelo y yo. Deseaba iniciar cuanto antes la Obra en este país y sembró a manos llenas la semilla divina. El 26 de febrero embarcamos en Nápoles. En Atenas y Corinto visitamos los lugares en los que, según la tradición, había predicado San Pablo. El Padre no daba demasiada importancia a la autenticidad de aquella tradición popular; al regreso, explicó: El sitio puede ser o no ser aquél; nada se gana ni se pierde si no lo fuese. Pero, a última hora, sale ganando el que sabe aprovecharlo para acercarse más a Dios. Allí rezamos una comunión espiritual, y encomendamos toda la futura labor en Grecia. Si en ese punto concreto estuvo San Pablo, muy bien; y si no estuvo, muy bien; eso es lo de menos .

Vimos también varias iglesias bizantinas. A veces coincidimos casualmente con alguna ceremonia litúrgica a la que asistían pocos fieles, en su mayoría, mujeres. El Padre rezó por aquel pueblo, separado de la Iglesia Romana. Fuimos a la catedral católica y a la Universidad de Atenas. El 13 de marzo regresamos a Roma.

Llegamos enseguida a la conclusión de que era poco factible iniciar la actividad apostólica en Grecia, entre otras cosas, porque los católicos eran una pequeña minoría. Nuestro Fundador comentó: La impresión mía, es que allí hay poquita posibilidad humana de trabajo. Es casi todo muy menudo...; no sé como decirlo. Aunque para el Espíritu Santo no hay imposibles. No abandonó la esperanza de enviar a alguno de sus hijos cuando las circunstancias fueran más favorales. A este propósito dijo en una ocasión: La labor no será fácil ni tampoco difícil; será como en todas partes. Será fruto de la oración, de la mortificación y del trabajo de todos .

La espiritualidad y los modos apostólicos del Opus Dei coinciden con los de su Fundador. Me gustaría oírselo explicar más claramente, aunque se trate de una exposición forzosamente incompleta.

–El elenco será necesariamente incompleto, porque la espiritualidad del Opus Dei tiende a realizar la unidad de vida , es decir, la unión de acción y contemplación, a través de la práctica de todas las virtudes, humanas y sobrenaturales.

Al contemplar la vida espiritual de nuestro Padre, se pone de manifiesto que su fundamento radicaba, como dijo muchas veces, en el sentido de la filiación divina, que se traduce en un deseo ardiente y sincero, tierno y profundo a la vez, de imitar a Jesucristo como hermano suyo, hijo de Dios Padre . El espíritu de filiación le llevaba a mantenerse siempre en la presencia de Dios, a vivir con absoluta fe en la Providencia, a corresponder serena y alegremente a la Voluntad divina.

Si todos, en cualquier situación y condición, estamos llamados a la santidad –y el Opus Dei ayuda a tomar conciencia de esta realidad y a obrar en consecuencia–, todos estamos llamados a participar de la vida de Cristo. Por tanto, la existencia del cristiano se centra en el Sacrificio eucarístico, donde se da la máxima unión posible del hombre con Cristo.

La profunda percepción de la riqueza del misterio del Verbo Encarnado fue el cimiento sólido de la espiritualidad del Fundador. Comprendió que, con la Encarnación del Verbo, todas las realidades humanas honestas se elevaban al orden sobrenatural: trabajar, estudiar, sonreír, llorar, cansarse, descansar, cultivar la amistad, etc., habían sido, entre tantas otras, acciones divinas en la vida de Jesucristo; podían compenetrarse perfectamente con la vida interior y el apostolado: en una palabra, con la búsqueda de la santidad. Por esto, en su vida –y gracias a su ejemplo, en tantas otras almas–, el esfuerzo por alcanzar la perfección humana en el cumplimiento de los propios deberes se transformó, por obra de la gracia, en oración, en camino de santificación, de ejercicio de las virtudes sobrenaturales y, al mismo tiempo, en fecundo servicio humano, en lucha generosa contra los enemigos del alma.

Por eso, desempeñó siempre sus trabajos con espíritu contemplativo: los ofrecía al Señor al empezar y al terminar, y los regaba de jaculatorias; en suma, transformaba todo en oración.

Como consecuencia, y al mismo tiempo como fuente de la unidad de vida, se alimentaba ininterrumpidamente del sentido de la presencia de Dios y convertía toda la jornada en oración. Solía explicar, ya lo he recordado, que el arma del Opus Dei no es el trabajo, es la oración: por eso convertimos el trabajo en oración . Era un alma contemplativa nel bel mezzo della strada como le gustaba decir en italiano, también cuando hablaba en otra lengua; afirmaba que, para un cristiano corriente, la celda es la calle . Tomaba ocasión de cualquier suceso para elevarlo al orden sobrenatural y convertirlo en tema de su diálogo con Dios. En su plan de vida incluyó, además, lo que llamaba normas de siempre, es decir, algunas prácticas de piedad que penetraban todos los momentos del día alimentando su intimidad con el Señor: presencia de Dios, consideración de la filiación divina, comuniones espirituales, acciones de gracias, actos de desagravio, jaculatorias, que se unían a sus mortificaciones, al estudio, al trabajo, al orden, todo vivido con la alegría de saberse hijo de Dios.

El cuidado de las cosas pequeñas constituye otra línea básica del espíritu del Fundador. Era maravilloso que un corazón tan grande, un alma que voló tan alto y fue protagonista de formidables empresas divinas, fuera capaz de penetrar con tanta intensidad en lo que, como solía decir, se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor .

Otros aspectos que completan la fisonomía espiritual del Fundador eran: una piedad doctrinal, alimentada con el estudio de la Fe revelada y con prácticas personales de oración, de sacrificio y de penitencia; una tierna devoción a la Virgen, a San José, a los Santos Ángeles Custodios, a nuestros Patronos y a nuestros Santos Intercesores, a la Iglesia y al Papa; y un profundo respeto a la legítima libertad de los demás.

En la vida de nuestro Padre se unían la oración, la mortificación –oración de los sentidos–, el trabajo y el apostolado: verdaderamente el apostolado era, como enseñaba, superabundancia de la vida interior . Soy testigo de cómo aprovechaba todos los momentos y todas las ocasiones para hablar de Dios; aseguraba que no quería ni sabía hablar de otra cosa.

Afirmaba que la parte más importante y más eficaz de la actividad apostólica de la Obra estaba constituida por el apostolado personal de cada miembro, con su ejemplo y su palabra, en el trato diario con sus amigos y colegas, en el propio ambiente social, profesional y familiar.

Con la Constitución Apostólica Ut sit , del 28 de noviembre de 1982, Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal. En conformidad con el carisma fundacional, la Obra fue reconocida por la Iglesia, por tanto, como estructura jurisdiccional secular, de carácter personal –es decir, no territorial–, constituida por un Prelado, sacerdotes incardinados en el Opus Dei y laicos. Con la erección en Prelatura, se cerró un largo iter jurídico, que conoció diversas etapas: en 1941 la Obra fue aprobada como Pía Unión por el obispo de Madrid; en 1943, la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz permitió la incardinación de sacerdotes procedentes del laicado de la Obra; con las aprobaciones de 1947 y de 1950 como Instituto Secular de derecho pontificio, se aseguró el carácter internacional imprescindible para la expansión apostólica de la Obra. ¿Cómo vivió el Fundador, que no pudo contemplar en la tierra la configuración canónica definitiva del Opus Dei, estos jalones jurídicos de la Obra?

–En el ordenamiento canónico entonces vigente no existía ninguna figura jurídica adecuada a lo que el Señor quería para la Obra, y ni siquiera se entreveía una posibilidad concreta de abrir nuevos caminos. Por esto, nuestro Fundador no se arriesgó en los comienzos a pedir la aprobación formal por parte de la autoridad eclesiástica: en ese caso, al Opus Dei se le habría encasillado, de hecho, dentro de un esquema jurídico inadecuado. Nuestro Fundador se limitó a mantener al corriente de todo al Ordinario de Madrid, y a no dar ningún paso sin su venia y bendición.

La primera aprobación in scriptis se remonta a 1941, y se anticipó en buena medida por la terrible campaña de calumnias desencadenada contra nuestro Fundador después de la guerra civil española. Para deshacer aquellas calumnias, don Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, que ya había intervenido repetidamente de palabra en la defensa del Opus Dei y de su Fundador, decidió comprometer su propia autoridad, y para disipar los equívocos quiso dar una aprobación escrita a la Obra. Con este fin pidió al Padre una copia de los Reglamentos.

Desde el comienzo, el Fundador del Opus Dei se resistió a usar el término "Constituciones" para hablar de los Reglamentos, Estatutos, o Derecho Particular de la Obra; en el lenguaje eclesiástico ese vocablo se utilizaba para designar el ordenamiento propio de los religiosos o del estado de perfección, mientras que el Opus Dei era una realidad eclesial completamente diversa.

Pasaron algunos meses, pero el Fundador no se había decidido aún a comenzar la redacción de los Reglamentos, como le había pedido el obispo. Por fin, ya en 1941, se dio cuenta un día de que, aunque siempre había querido obedecer con lealtad y delicadeza a la autoridad eclesiástica, en esto no estaba obedeciendo a don Leopoldo. Le pidió audiencia inmediatamente y, apenas fue recibido por el Prelado, le explicó: Señor Obispo, me tiene que perdonar, porque le he estado desobedeciendo, sin darme cuenta. Me dijo Vuestra Excelencia que presentase esos papeles y no lo he hecho. No lo he hecho porque no me sentía movido por Dios, pues temo que se pueda causar un perjuicio grave al Opus Dei con una aprobación que no respete su naturaleza teológica, ascética y jurídica. Por otra parte, al comprender que estaba oponiendo resistencia pasiva a esta aprobación, me he llenado de alegría porque pienso que, cualquier fundador que hubiese encontrado tal disponibilidad de su Obispo para aprobar la fundación, se hubiese apresurado a preparar los documentos y a presentarlos. Yo no lo he hecho porque la Obra no es mía, sino de Dios; y si cuando llegue el momento de darle cauce jurídico no está Usted para aprobar la Obra, entonces la aprobará su sucesor . Este episodio me lo contó nuestro Fundador con estas palabras en varias ocasiones.

Sin embargo, el obispo insistió en la necesidad de dar un respaldo oficial a la Obra para defenderla de los ataques de que era objeto; el Padre se sometió a la voluntad del Ordinario, y poco después, el 14 de febrero de 1941, presentó el texto de los Reglamentos para que la Obra fuese reconocida como Pía Unión.

Con esta misma actitud de adhesión a la Voluntad de Dios, nuestro Fundador aceptó las sucesivas configuraciones jurídicas de la Obra, sabiendo conceder, sin ceder, con ánimo de recuperar .

Defendió decididamente el carisma fundacional, obedeciendo a la vez fielmente a la autoridad eclesiástica, y puedo afirmar que la solución definitiva –que, como primer sucesor del Fundador, me ha correspondido llevar a término–, refleja perfectamente las disposiciones que dejó definidas hasta el último detalle.

El principal obstáculo que el Fundador debió superar fue hacer comprender el carácter plenamente secular de la Obra, que de ningún modo puede confundirse o ser asimilado a las órdenes, a las congregaciones, a las asociaciones religiosas. Y esto, no por menospreciar a los religiosos, sino, sencillamente, porque la Obra es, sin ninguna pretensión de exclusivismo, esencialmente distinta de las instituciones religiosas.

–Nuestro Fundador amó siempre, respetó, y en lo que le fue posible ayudó a los religiosos, predicando tandas de ejercicios a religiosos y religiosas, animando a personas que le pedían consejo a seguir la vida religiosa si presentaban síntomas de vocación, y prodigándose por la unidad –que no significa uniformidad– del apostolado, por la que los miembros del Opus Dei rezan a diario.

El Padre no se permitía la menor crítica a otras personas o instituciones de la Iglesia. Desde que le conocí, se lo he oído repetir más o menos con estas palabras: jamás moveré un dedo para apagar una llama que se encienda en honor de Cristo: no es mi misión. Si el aceite que arde no es bueno, se apagará sola .

Entre los miles de episodios que podría citar, me viene a la cabeza que hacia 1940 se presentó en nuestra casa de la calle Diego de León de Madrid, una chica que necesitaba cierta cantidad de dinero como dote para entrar en religión. El Padre comprobó la sinceridad de sus intenciones, y después de hablar conmigo, preguntó a Isidoro Zorzano, que era el administrador, cuánto dinero teníamos en casa; y se lo dio todo a aquella futura novicia.

Por lo demás, los religiosos han comprendido siempre la originalidad pastoral de la Obra. Por ejemplo, sor Lucia, la vidente de Fátima, puso un gran interés en el inicio de nuestra actividad apostólica en Portugal, y ha rezado siempre por la Obra. En 1972 acompañé a nuestro Fundador a ver a sor Lucia, y en aquella ocasión ella le regaló unos millares de folletos que contenían algunas reflexiones sobre la Virgen y el Rosario: el Padre los difundió con gran alegría.