5. La labor de San Rafael

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En el retiro de Segovia dejó asentado que no tenía ante sí más que dos caminos: Camino de Cruz, cumpliendo la Voluntad de Dios en la fundación de la O., que me llevará a la santidad [...] y camino ancho —¡y corto!— de perdición, cumpliendo mi voluntad |# 154|.

Ahora, enseguida, ¿qué puedo yo hacer por la Obra?, se preguntaba impaciente y decidido a seguir el camino de la Cruz. Fiel a su lema de poner primero los medios sobrenaturales (oración y expiación) antes de lanzarse a la actividad apostólica, hizo unos impresionantes propósitos de expiación de todos sus sentidos, internos y externos. La nueva lista de mortificaciones, que complementa las que se había fijado en Segovia, es del 3 de diciembre de 1932. Son nueve determinaciones, tajantes, concretas, encabezadas por una muy breve: No mirar ¡nunca! |# 155|.

Esta era la respuesta a una consideración que se había hecho el sexto día del retiro. ¿Para qué mirar —se preguntaba—, si mi mundo está dentro de mí? |# 156|. No era desdén, era una íntima renuncia ascética al goce ilimitado de la vista, a la curiosidad por la infinidad de formas placenteras, la diversidad de luces y colores y la gracia de los seres. Esa determinación de no posar jamás la vista en cosa alguna se entiende, en lo que tiene de holocausto, considerando la disposición de su pupila, pronta a descubrir las bellezas del mundo exterior, resbalando sobre ellas como quien acaricia un fino terciopelo: ¡Dios mío! —se lee en una catalina del 14 de noviembre de 1932—: encuentro gracia y belleza en todo lo que veo: guardaré la vista a todas horas por Amor |# 157|. Los restantes propósitos constituían un amplio y tupido programa de mortificaciones de los sentidos corporales y de las potencias interiores.

* * *

Desde el momento de la fundación quedó la Obra perfectamente dibujada |# 158|, pero era preciso realizarla apostólicamente, allegando vocaciones y transmitiendo la espiritualidad propia del Opus Dei. Tenía por entonces don Josemaría un grupo de sacerdotes, otro de jóvenes y dos o tres mujeres, gente preparada para responder a una llamada de santidad en medio del mundo. Contaba también con otras personas bajo su dirección espiritual. Desde tiempo atrás había visto la necesidad de organizar ese apostolado personal que desarrollaba con personas tan diferentes; y buscaba el modo de estructurarlo. En uno de esos tanteos pensó crear una asociación para estudiantes universitarios, con el nombre de Pía Unión de Santa María de la Esperanza |# 159|. Hasta que el jueves, 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante su retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles; S. Miguel, S. Gabriel y S. Rafael; S. Pedro, S. Pablo y S. Juan |# 160|. Desde aquel momento los consideró Patronos de los diferentes campos apostólicos que componen el Opus Dei.

Bajo el patrocinio de San Rafael estaría la labor de formación cristiana de la juventud; de ella saldrían vocaciones para la Obra, que colocaría bajo la advocación de San Miguel, al objeto de formarlos espiritual y humanamente. En cuanto a los padres y madres de familia que participasen en las tareas apostólicas, o formasen parte de la Obra, tendrían por patrono a San Gabriel.

Últimamente había llegado a la conclusión de que el apostolado con jóvenes no debería funcionar como asociación de ningún tipo sino que se llevaría a cabo en una academia de estudio, con enseñanza privada |# 161|. Pero antes se produjo un cambio en la vida de don Josemaría que, aunque a primera vista poco tiene que ver con la labor de San Rafael, está íntimamente ligado al comienzo de la formación de los jóvenes estudiantes.

Luego de hacer repetida oración al Señor —se lee en una anotación del 9 de diciembre de 1932— encontré de modo providencial un pisito decente para vivir con mi familia. Deo gratias. He pedido un crédito a la "Corporación", para pagarlo, como el otro, en un año. Así puedo cambiar de casa |# 162|.

El piso era un principal izquierda, en el número 4 de la calle Martínez Campos. El precio, mil trescientas ochenta pesetas al año, pagaderas por meses adelantados |# 163|. Algo tendría éste de ventajoso cuando don Josemaría entona un Deo gratias. De nuevo hizo traslado de muebles doña Dolores. Esta vez a un piso amplio, donde lucirían mejor sus calidades, porque en la calle Viriato no había sitio ni para las sillas. Así fue como, sin esperar a tener una academia, empezó a reunirse con sacerdotes y estudiantes; allí celebraban sus tertulias y les daba charlas de formación.

Las 1380 pesetas que se comprometió a pagar anualmente no nos autorizan a presumir una mejora en la situación económica de los Escrivá. Basta con recoger una anécdota, a los pocos días de firmar el contrato de alquiler:

Ayer se paró mi reloj de bolsillo —cuenta don Josemaría—. Resultaba el caso un compromiso, para mí: porque no tengo otro reloj y porque mi capital asciende, en la actualidad, a setentaicinco céntimos [...]. Hablando con mi Señor, le indiqué que mi Ángel Custodio, a quien El ha dado más talento que a todos los relojeros, arreglara mi reloj. Pareció no oírme, puesto que volví a mover y a tocar y retocar, en vano, el reloj estropeado. Entonces [...], me arrodillé y comencé un padrenuestro y un ave, que me parece no llegué a terminar, porque cogí de nuevo el reloj, toqué las saetas... ¡y echó a andar! Di gracias a mi buen Padre |# 164|.

(Al parecer, no se trataba de un caso aislado o fortuito. A su Ángel custodio se le daba bien la mecánica: el Relojerico, le llamaré desde ahora, escribe |# 165|. Al ángel , por cierto, no le faltó trabajo porque pasaron muchos meses antes de que don Josemaría pudiera pagar el arreglo del reloj).

La pobreza —gran señora mía, la llamaba— presidía toda su vida y presidió los comienzos de la labor de San Rafael, el apostolado con los jóvenes. El contrato de alquiler era del 10 de diciembre. Pues bien, veamos cómo andaba de dinero a finales de noviembre.

Uno de aquellos días se encontró tirada, a la puerta de una escuela del Patronato de Enfermos, una estampa de la Virgen Inmaculada, manchada de barro. Solía recoger don Josemaría las estampas religiosas tiradas por la calle para quemarlas luego en casa; pero ésta la recogió con el presentimiento de que se trataba de una ofensa, de una hoja de catecismo arrancada por odio. Por eso —dice en una catalina—, no quemaré la pobre imagen —un mal grabado, en un mal papel y roto—: la guardaré, la pondré en un buen marco, cuando tenga dinero... y ¡quién me dice que no se dará culto de amor y desagravio, con el tiempo, a la "Virgen del Catecismo"! |# 166|.

Y el 2 de diciembre, una semana antes del alquiler del nuevo piso, sin dinero para un pequeño marco, reseña su pobreza evangélica, sin lamentos ni ufanía:

Estoy —más que nunca— sin un céntimo. Nuestra pobreza (gran señora mía, la pobreza) es tan real, desde hace años, como la de los que piden en la calle. Nos alimenta y viste (sin nada superfluo y aun sin algo de lo necesario) nuestro Padre, que está en los cielos, lo mismo que alimenta y viste a las aves, según dice el Sto. Evangelio. No me preocupa nada, nada, nada esta situación económica. Estamos acostumbrados a vivir de milagro |# 167|.

Obtuvo un crédito para el piso; y consiguió un marco para la estampa. A cambio de ese favor y homenaje pidió a Nuestra Señora que le proporcionara una catequesis. No se hizo mucho de rogar la Virgen.

Conocía bien don Josemaría las barriadas entre Tetuán de las Victorias y el Hospital del Rey. Grupos de chabolas, repartidas entre las casuchas miserables, formaban "La Ventilla" o "Barriada de los Pinos" |# 168|. En 1927 las Misioneras de la Doctrina Cristiana construyeron en Los Pinos el Colegio Divino Redentor para los chiquillos de aquellas pobres gentes. El colegio estaba en una vaguada; si llovía, bajaban por allí en torrentera las aguas de los alrededores.

«Una mañana, que recuerdo muy bien —cuenta la hermana San Pablo— porque había caído una nevada muy fuerte y estaba todo cubierto de blanco, vimos desde la sala de recreo de la Comunidad, que estaba en el piso alto, acercarse al Colegio dos sacerdotes vestidos con sotana y manteo. Era temprano pues todavía se veía todo blanco y limpio; después se convertía todo en un barrizal. Era D. Josemaría —acompañado por otro sacerdote llamado D. Lino—, que venía a pedir que le dejáramos organizar una catequesis en el Colegio» |# 169|. El martes 17 de enero fue el día de la visita a que se refiere la monja, como se lee en los Apuntes:

Día 19 de enero de 1933 [...] Estuve el domingo último en Pinos Altos o Los Pinos, donde hay un colegio de religiosas, en el que tendremos desde el próximo 22 nuestra catequesis. El martes, a pesar de la gran nevada, fuimos Lino y yo a ver el local y a saludar a las monjitas, que tienen muy buen espíritu, y al Capellán. Se pasmaron de vernos llegar entre la nieve: con tan poca cosa, nos hemos ganado al Señor |# 170|.

El grupo de los seguidores de don Josemaría estaba por entonces muy mermado. Unos se habían ido de Madrid. Otros sufrieron enfermedades y tribulaciones; y otros se cansaron de seguirle porque tenían un querer sin querer |# 171|. En tales circunstancias resultó providencial la aparición de un estudiante de Medicina llamado Juan Jiménez Vargas. Un par de veces habló con él don Josemaría. En la segunda entrevista, el 4 de enero de 1933, expuso al estudiante el panorama sobrenatural de la Obra. Detrás de esta vocación vinieron unos cuantos amigos. Los amigos de Juan eran gente con ardor patriótico, asidua a los actos de propaganda política, los cuales solían celebrarse los domingos, que era precisamente el día de la catequesis. Algo debió calmar por dentro a esos trepidantes activistas, como para decidir que no hacían tanta falta en los mítines como en la catequesis. La primera visita a la barriada de Los Pinos se fijó para el domingo, 22 de enero.

Entretanto ya había comenzado don Josemaría a trabajar las almas de aquel grupo de estudiantes. El sábado 21 de enero, se presentó Juan con dos amigos para que don Josemaría les diera una clase de formación religiosa. La reunión tuvo lugar en el asilo de Porta Caeli, en una sala que les habían cedido las monjas:

El sábado pasado, con tres muchachos y en Porta Caeli di comienzo, g.a.D., a la obra patrocinada por S. Rafael y S. Juan. Hice después de la charla, exposición menor, y les di la bendición con el Señor. Nos reuniremos los miércoles |# 172|.

A Juan le impresionaron la fe y devoción que trascendían de los gestos y oraciones litúrgicas, «sobre todo, la manera de tener la custodia en sus manos y dar la Bendición» |# 173|. Años más tarde explicaría el sacerdote por dónde andaba su pensamiento al dar aquella bendición con el Santísimo:

Al terminar la clase, fui a la capilla con aquellos muchachos, tomé al Señor sacramentado en la custodia, lo alcé, bendije a aquellos tres..., y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones..., blancos, negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer. Y me he quedado corto, porque es una realidad a la vuelta de casi medio siglo. Me he quedado corto, porque el Señor ha sido mucho más generoso |# 174|.

* * *

Don Gabriel, el capellán del Colegio del Arroyo solía decir la misa de once para todos los que asistían a la catequesis. Los estudiantes venían en grupos desde el barrio de Tetuán para encontrarse allí con don Josemaría y con don Lino, que eran los que explicaban, alternándose, la homilía. Celebrada la misa, se daban las clases de catecismo |# 175|.

El presentarse en el Arroyo era, de por sí, un acto de heroísmo, por la evidente hostilidad del vecindario, como lo prueba un salvaje atentado, que refiere la hermana San Pablo: «Un día, el 4 de mayo de 1933, asaltaron el Colegio un grupo de hombres que rociaron con gasolina unas dependencias para prenderle fuego, mientras un grupo de mujeres gritaban: "que no quede una viva, son ocho; matadlas a todas". Intervinieron a tiempo los guardias de asalto evitando el incendio» |# 176|.

Don Josemaría se encargaba también de otras catequesis, pues iba con frecuencia a confesar y explicar el catecismo a los chicos recogidos en Porta Caeli, donde las monjas del asilo le cedieron un local para reunirse con sus estudiantes. De ese grupo de estudiantes se invitaba a algunos para las reuniones de los miércoles, también con la esperanza de que saliesen de allí vocaciones, ya fuese para la obra de San Gabriel (padres de familia) ya para la de San Miguel (vocaciones de celibato apostólico) |# 177|.

A título de clase particular daba también por entonces don Josemaría una catequesis a los Sevilla. Esta familia se componía de la prole de dos hermanos viudos, que remediaron su triste situación familiar juntando a todos sus hijos, para formar un hogar único, del que se hizo cargo una hermana soltera, María Pilar Sevilla. En la casa vivían catorce personas, incluido el servicio doméstico. La tía Pilar concertó con el sacerdote una clase de Religión, a la que asistían cuatro o cinco pequeños y las chicas de servicio. Durante 1932 y 1933, dichas clases tenían lugar «dos veces por semana, los miércoles y los sábados, entre las cinco y las seis de la tarde» |# 178|. Las clases eran muy amenas. Se sentaban los pequeños en corro y don Josemaría colocaba delante un libro de texto en una mesa bajita. Cuando hacía referencias a las ilustraciones, las cabecitas de los niños se juntaban, curiosas, junto a la lámina. Otras veces les hablaba de la infancia del Niño Jesús o les contaba cuentos de cuando él era un niño pequeño. El auditorio no se resignaba a que acabara tan pronto la clase. «¡No se vaya D. Josemaría!, era algo que repetíamos todos los días —refiere Severina, que asistía a las clases con los niños y que más tarde profesó de monja con el nombre de sor Benita Casado—. ¿Qué prisa tiene? ¿Por qué tanta prisa?» |# 179|.

El mencionado asalto al Colegio del Arroyo no fue un hecho aislado. El año 1933 había nacido pródigo en violencias, como producto de la demagogia. El levantamiento revolucionario anarquista, que venía precedido de huelgas y actos de terrorismo, estaba fijado para el 8 de enero. Ese día se produjo un aparatoso despliegue del más elemental repertorio revolucionario. Estallaron bombas. Hubo tiroteo con la fuerza pública. Se intentó asaltar algunos cuarteles. Y no faltaron incendios, asesinatos y desórdenes de toda clase en diversas ciudades y pueblos de España. Un buen número de anarcosindicalistas fueron a parar a la Cárcel Modelo, en galerías distintas a las que ocupaban José Antonio Palacios y sus compañeros; pero todos bajaban a pasear y hacer ejercicio al mismo patio.

Cuando don Josemaría fue a visitar a los jóvenes reclusos del verano les encontró reacios a convivir con aquellas gentes tan contrarias a la religión. El sacerdote les aconsejó respeto para con esas personas; lo mejor era mostrarles con cariño sus errores y tratarles amistosamente. Repasad el catecismo —les insistía—, que la doctrina de Cristo es clara: quered a esos hombres, como a vosotros mismos |# 180|. E incluso les llevó unos catecismos a la cárcel, para que los releyeran. Tras unos días de convivencia pacífica, pusieron en práctica los consejos dados por el sacerdote, como cuenta José Antonio: «organizamos partidos de fútbol mezclados unos con otros. Recuerdo que yo jugaba de portero y mis defensas eran dos anarcosindicalistas. Jamás jugué al fútbol con más elegancia y menos violencia» |# 181|.