6. El apostolado con mujeres

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

A la hora de exponer por escrito sus consideraciones, don Josemaría manifestaba un particular interés en ser objetivo, absolutamente desapasionado. De modo especial cuando se trataba de la Obra, del apostolado o del proceso interior de su propia vida y carácter. Consciente de ello, en mayo de 1935, libre de entusiasmos o desánimos, objetivo y sereno, se mostraba satisfecho del camino andado por la Obra al describir su desarrollo:

Y veo que todo está en marcha: San Rafael, San Gabriel y San Miguel: las tres ramas de la Obra: todo el apostolado de los varones. Innegable es el entregamiento de todos |# 192|.

¿Todos, realmente? Es claro que don Josemaría había dado por perdidos para la Obra a aquel grupo de sacerdotes de quienes decía unos meses antes: — Desgraciadamente, hasta ahora, sin ofensa para nadie —todos son muy santos— no he encontrado un sacerdote que me ayudara, dedicándose como yo, exclusivamente a la Obra |# 193|. La esperanza de descargar en ellos parte de la labor había fallado. Si los sacerdotes, mis H.H. [hermanos], me ayudan, pensaba... |# 194|. Y le dejaron solo con su carga.

Falta de colaboración que repercutió, negativamente, en el desarrollo de la labor con mujeres. En una nota para su confesor, de octubre de 1933, aparece ya esta preocupación. Uno de los pensamientos que inquietaban al Fundador era ese hacer poquísimo caso de las nuestras, dejando incumplida la Voluntad del Señor. Si perseveran hasta ahora —se decía—, es por especial favor de Dios |# 195|. (Le desazonaba el pensamiento de dejar incumplida la Voluntad de Dios, y esto le llevaba a expresarse con cierta impropiedad. Su inquietud proviene de las limitaciones de tiempo y hasta de fuerza física. Así lo reconoce, hablando del apostolado con los jóvenes, cuando escribe: porque no atiendo —no llego, no puedo abarcar más— a los muchachos que han venido con nosotros).

En la Navidad de 1933, los jóvenes de la Obra, con el Fundador al frente, hicieron un triduo al Espíritu Santo, pidiéndole vocaciones; especialmente —anota en sus Apuntes— una de mujer para hacer cabeza de ellas (corazón, mejor) |# 196|.

Don Josemaría, Padre también de las vocaciones femeninas, seguía conservando una exquisita distancia en el trato con las mujeres. No mantenía con ellas relación «fuera del confesonario; y evitaba cualquier acto que pudiese dar motivo a sospecha», dice Natividad González Fortún |# 197|. Como pensaba no haber alcanzado todavía los "ochenta años de gravedad", prefirió dejarlas en manos de otros sacerdotes. Don Norberto y don Lino solían ocuparse de ellas, como va dicho. De lo que no estaba muy seguro don Josemaría era de los resultados. ¿Cómo iban aquellos señores sacerdotes a transmitirles la formación y el espíritu propio de la Obra cuando ellos mismos no lo habían adquirido? Así fue cómo algunas vocaciones, que trabajosamente ganara el capellán de Santa Isabel en el confesonario, se despidieron en muy breve tiempo |# 198|.

El 28 de abril de 1934 consiguió don Josemaría reunir, por primera vez, a unas cuantas mujeres de la Obra —no llegaban a media docena— en el locutorio del Convento de Santa Isabel; y, los sábados siguientes, utilizaron un local de la "Casa de la estudiante", cedido por don Pedro Poveda |# 199|. Sus proyectos de apostolado con mujeres parecían no urgirle, de momento; y se decía a sí mismo, esperanzadamente: — En cuanto estén un poco organizadas mis hijas... Pero era evidente que no lo estaban mucho. En aquellas circunstancias, don Josemaría hizo lo que pudo. Porque la apertura de la Residencia de Ferraz, la tensa situación creada después a consecuencia de las críticas de sus sacerdotes, y las invencibles dificultades económicas, le impedían atender con regularidad a aquellas almas, que andaban faltas de orientación y gobierno. Con la reserva del Santísimo en el oratorio de Ferraz cambiaron radicalmente las cosas. De tarde en tarde, a la hora en que se hallaban fuera los residentes, el sacerdote daba a aquel grupo de mujeres la meditación y la Bendición. Les hablaba de la santificación del trabajo y del apostolado. Se entusiasmaban oyéndole hablar, aunque don Josemaría siempre se quedaba con la duda de si realmente le entendían |# 200|. «La verdad es que buena voluntad sí teníamos —comenta con sencillez Felisa Alcolea—. Pero nada más» |# 201|.

Falto de mejor ayuda, le fue físicamente imposible meterse de lleno en la labor apostólica con mujeres. No le sobraba un instante, por más que trabajase las veinticuatro horas del día. Sus obligaciones como Rector, las visitas a hospitales y, sobre todo, la creciente dirección espiritual de estudiantes en la Residencia, consumían todas sus fuerzas y todas sus horas. De hecho, don Josemaría se halló en los umbrales del agotamiento en varias ocasiones. Y cuando, en 1936, sobrevino la guerra de España, aquellas mujeres, todavía poco formadas en el espíritu del Opus Dei, se desbandaron. Aisladas y sin ninguna atención espiritual, esas incipientes vocaciones se desarraigaron de la Obra, a causa de la forzosa interrupción nacida de las circunstancias históricas.

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Con orgullo de Padre mostraba el Fundador una admiración ilimitada por sus hijos. Mis hijos seglares —todos— son heroicos |# 202|, afirmaba con plena convicción. En ellos encontró la ayuda necesaria para el desarrollo de la Obra. Y con el convencimiento sobrenatural de que eran los instrumentos, por tanto tiempo esperados, para poner en marcha la empresa sobrenatural, rogaba así al Señor a principios del curso 1935-1936:

Señor: Dispón las cosas de modo que podamos trabajar bien —a tu gusto— en este curso, que acaba de comenzar. Jesús: que tu pobre Borrico sepa formar, según tu Voluntad amabilísima, a estos Apóstoles tuyos, a nuestros chicos de San Miguel, para que ellos hagan la Obra |# 203|.

Desde que alguien ponía el pie en la Residencia, podía percibir una cálida temperatura humana que, al decir de un testigo, «parecía penetrar todo, no sólo a los que en ella estaban, sino hasta las cosas materiales e insensibles» |# 204|. Quienes iban allí por vez primera, luego de entrar en el oratorio y saludar al Señor, eran presentados al Padre. Atendía éste a las visitas en el cuarto del director, pues su habitación, pequeña y falta de luz, la llenaba un armario donde se guardaban los archivos y los ornamentos del oratorio. El cuarto de dirección medía unos tres por cuatro metros, aproximadamente. Ese espacio lo ocupaban una cama sin cabecera, un pequeño armario, una mesa de despacho y tres o cuatro sillas |# 205|.

El estilo de don Josemaría era directo, familiar y calurosamente afable. A los pocos minutos, el visitante estaba tocando temas íntimos, abriendo de par en par su alma al sacerdote, como si se conocieran de siempre. Algunos salían, de ése su primer encuentro, camino de revisar a fondo sus vidas, renovando proyectos e ideales, con el alma inquieta por haber descubierto horizontes insospechados |# 206|.

De mediana estatura, más bien alto, el sacerdote era grueso; la cara redonda, y la frente amplia y recta. Usaba gafas y el pelo, muy oscuro, lo llevaba cortado al rape. Una leve sonrisa, cortada en ocasiones por gestos de pasajera seriedad, iluminaba continuamente su rostro. Su buen porte físico, su semblante alegre y su conversación afectuosa hacían pensar, engañosamente, en una vida de reposo y pacíficos quehaceres sacerdotales. Sin embargo, para un atento observador, bajo el tinte ligeramente moreno de la piel, se adivinaba, más que se veía, una ascética palidez, que era la huella dejada por el cansancio de prolongadas vigilias y la aspereza de duras privaciones. Su risueña estampa física encubría los rigores de disciplinas y ayunos. Muchas noches llegaba a la Residencia sin haber probado bocado durante todo el día. Invitaba a un estudiante para charlar con él mientras cenaba una tortilla de un solo huevo. Ocurría también, a veces, que, si el muchacho miraba el plato con apetito, el sacerdote se lo cedía, fingiéndose desganado; y el ayuno se prolongaba hasta el día siguiente |# 207|.

La limpieza de la sotana y el buen lustre de sus zapatos desmentían toda idea de pobreza, gracias a sus precauciones. Al arrodillarse en el oratorio don Josemaría ponía buen cuidado en ocultar con el amplio vuelo de la sotana las suelas desgastadas. Esos zapatos no los había conocido nuevos; eran de los desechados por los residentes |# 208|.

En las meditaciones se encontraba haciendo en voz alta su propia oración personal. Quienes le escuchaban, al participar en el pensamiento y afectos del sacerdote, se sentían removidos. E igualmente quienes asistían a sus misas. Sobrecogidos por la devoción del celebrante y el roce con los divinos misterios, una vez fuera del oratorio, comentaban entre sí: — «Este sacerdote es un santo» |# 209|.