A través de los montes

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

El grupo caminó durante unos cuantos kilómetros y paró para esperar a los demás que debían unirse. Mientras estaban sentados en la oscuridad, a Escrivá le atormentaron de nuevo las dudas. Encontrar esa rosa estofada en Pallerols le había convencido de que no ofendía a Dios al escapar a la zona nacional, pero ahora sentía de nuevo un impulso poderoso de regresar a Madrid para compartir la suerte de quienes había dejado atrás. Jiménez Vargas le agarró por el hombro para obligarle a seguir caminando si era necesario. Sin embargo, cuando llegaron los fugitivos a quienes esperaban y se dio la voz de continuar, Escrivá comenzó a andar sin protestar.

Unas horas después, en una cueva que estaba a dos kilómetros al norte de Peramola, se encontraron con “Antonio”, un contrabandista de veintitrés años que les guiaría a Andorra. Antonio, cuyo verdadero nombre era Josep Cirera, se dirigió a los hombres sentados a sus pies a la luz de una vela: “Aquí mando yo, y los demás a hacerme caso. Andaremos en fila, de uno en uno. Y no hablar: no quiero nada de ruidos. Cuando yo tenga que avisar algo se lo diré a los primeros de la fila, y os lo iréis diciendo unos a otros. Que nadie se pare ni se detenga. Si alguno se pone malo y no puede seguir, se quedará en el camino. Si alguno quiere acompañarle, se quedará también” [1] .

Más de uno tembló, temiendo lo que se avecinaba. Los de la Obra pensaron en Escrivá. Tenían plena confianza en que Dios les ayudaría, pero estaban convencidos de que su primera misión era asegurarse de que el fundador llegara a Andorra a salvo.

Dejaron la cueva y, en medio de una densa niebla, empezaron la ascensión como pudieron entre pinos y robles. A cada cruce de caminos, crecía la linea de fugitivos. Escrivá, que iba inmediatamente detrás de Cirera, consiguió pronto romper el silencio del guía y hacer buenas migas con él.

Llegaron a la cañada de Ribalera poco después de la salida del sol del domingo 28 de noviembre de 1937 y pasaron el día allí. En ese momento, el grupo había crecido hasta tener más de veinte miembros. A pesar de las maldiciones y blasfemias que se habían pronunciado durante la marcha de la noche anterior, Escrivá anunció: “Voy a decir Misa: el que no quiera estar respetuoso que no asista” [2] .

Sirvieron de altar dos piedras pegadas a la pared del barranco puestas una encima de otra, pero estaban tan bajas que Escrivá tuvo que decir la Misa de rodillas. Antoni Dalmases, un estudiante catalán que se incorporó al grupo, anotó en su diario sus impresiones de esta Misa: “Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No reza como los otros sacerdotes de las iglesias. Habla las oraciones en voz alta, llora casi y nosotros le imitamos, unos tendidos, otros arrodillados, otros medio sentados, aquel de pie, agarrados a las piedras para no caernos. No se oye más que al Padre. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo” [3] .

Hacia las cuatro de la tarde, después de tan sólo unas horas de descanso, Cirera dio la orden de partir. Normalmente prefería viajar de noche para no ser vistos por las patrullas de los milicianos, pero tenían por delante el Monte Aubens de 1.583 metros. La subida era muy pronunciada y traicionera, por lo que decidió que debían llegar a la cima antes del anochecer.

Alvira desfalleció al empezar la parte más dura del ascenso. Cirera dio la orden de abandonarle y de seguir subiendo para alcanzar la cima antes de la caída de la noche. El guía dijo que, aunque Alvira lograra coronar el Aubens, no podría resistir las largas marchas y ascensiones que les aguardaban. Escrivá cogió a Cirera por el brazo y se apartó con él unos pasos. Casciaro alcanzó a oír algunos retazos de su conversación, arrastrada por el viento: “Piense, Antonio, que se trata de un hombre muy valioso, de un verdadero sabio de fama internacional, que ha hecho mucho bien a su patria y aún le queda mucho por hacer; usted es hombre de corazón; tenga paciencia y deje que le ayudemos hasta escalar la cima del monte; yo le aseguro que se repondrá después, aprovechando el primer descanso que tengamos y podrá seguir caminando normalmente; usted tendrá la satisfacción el día de mañana de haber salvado la vida de un hombre excepcional...” [4] .

Cirera, que años más tarde comentaría que Escrivá “era un hombre muy persuasivo”, cedió. Alvira se sentía incapaz de continuar, pero Escrivá le infundió ánimos. “No hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final” [5] .

Con ayuda del resto del grupo, Alvira se puso en pie dificultosamente. Alcanzaron la cima Aubens justo cuando la noche estaba cayendo. Después de un corto y frío descanso en la hierba, comenzaron el descenso por la cara norte de la montaña. El sendero era empinado y resbaladizo y tenían que agarrarse a los arbustos espinosos para no caer. En un momento determinado, Jiménez Vargas resbaló fuera del camino y comenzó a rodar pendiente abajo hacia el río que podía oirse al fondo. Uno del grupo corrió por la ladera para rescatarlo del río. Lo encontró sano y salvo.

Pasaron el resto de la noche del 28 de noviembre de 1937 caminando hacia Casa Fenollet, cerca del pueblo de Montanisell, donde pasarían las horas del día. Anduvieron trece kilómetros, durante los cuales subieron un total de 1.200 metros, badearon un río y cruzaron otro por un puente. Si hubiera aparecido un coche, habrían estado completamente expuestos.

En el granero de Casa Fenollet, Escrivá dio la Sagrada Comunión a los miembros del grupo, comieron muy frugalmente e intentaron descansar algo. De madrugada, dos milicianos preguntaron a los dueños si habían visto algo sospechoso. La mujer les sirvió jamón y varios vasos de vino, y los despidió convencidos de que les ayudaría a capturar a cualquier fugitivo.

Escrivá durmió más bien poco. Se dedicó a rezar y a alentar a quienes parecían especialmente desanimados o cansados. El estudiante catalán, Dalmases, lo describió en su diario: “Su compañía inspira confianza a todos nosotros, pues parece como si Dios le hubiese mandado” [6] . Casciaro relata que cuando se levantó y advirtió que Escrivá no estaba dormido se enojó: “Pensé para mis adentros que si él no aprovechaba esas horas de descanso luego no podría resistir” [7] . Hacia las dos de la tarde, sus anfitriones les sirvieron unas buenas raciones de judías con carnero, la única comida sustanciosa que tendrían hasta Andorra.

El grupo de Escrivá ya se había desecho de los objetos pesados durante el ascenso al Aubens. Antes de salir de Casa Fenollet, también dejaron la ropa de repuesto y otros objetos que podrían ser útiles más tarde, pero que en ese momento les entorpecían. Durmieron un poco más y partieron alrededor de las seis de la tarde.

El guía repartió por persona una hogaza de pan y un queso redondo de unos diez centímetros de diámetro y tres de grueso, con la advertencia de que era toda la comida disponible hasta que llegaran a Andorra. Para el asombro de todos, Sainz sacó de su bolsillo una pequeña regla y empezó a calcular el tamaño de la porción que podrían tomar en cada comida. Escrivá le siguió el juego, pero Botella y Casciaro reaccionaron devorando el queso y el pan al momento, arguyendo que tenía más sentido llevar la comida en sus estómagos que en sus morrales.

En contraste con sus escasas raciones, Dalmases tenía abundantes provisiones. Escrivá, viendo su cesta llena de alas de pollo fritas, bromeó diciendo que debía de haber descubierto un nuevo animal, un cruce entre el pollo y el ciempiés, el “ciempollo”. Los del grupo de Escrivá apodaron a Dalmases –cuyo nombre sólo conocieron más tarde – “el chico del ciempiés”.

Según avanzaban, estaban cada vez más exhaustos y débiles por el hambre. En medio de la oscuridad y el frío, llegaban a perder la noción del tiempo. Casciaro describe su experiencia: “A partir de ese momento perdí la noción del tiempo, hasta en su relación con los días y las noches. No sabría cómo explicarlo; fue una sensación semejante, pero infinitamente más angustiosa y radical, a la que se experimenta cuando se hace por primera vez un vuelo transoceánico de varios días. Contribuyó a esa confusión el hecho de que solíamos caminar de noche, para que no nos descubrieran, y descansábamos durante las horas más luminosas del día, en algún lugar de confianza para los guías. Pero esto fue muy relativo, porque hubo bastantes excepciones. Además, ninguno llevábamos reloj, salvo Manolo, y no hubo comidas que marcaran las etapas de cada jornada. El resultado es que acabé perdiendo el sentido del tiempo; no sabía en qué día estábamos, ni qué hora era; las caminatas nocturnas me parecían interminables; y el cansancio, el sueño y el hambre las alargaban desmesuradamente. Las alargaban también lo agreste del camino, porque nunca seguíamos propiamente una senda de montaña: no hacíamos más que trepar y trepar riscos, y abrirnos paso, a duras penas, entre la maleza del bosque” [8] .

Durante la noche del 29 de noviembre de 1937 cubrieron otros 15 kilómetros y subieron un total de 900 metros. Después de dejar Casa Fenollet ascendieron el Monte Santa Fe, de unos 1.600 metros. A continuación comenzaron el pronunciado descenso entre rocas sueltas hacia un valle donde, alertados por el ladrido de unos perros, los milicianos habían ejecutado recientemente a toda una expedición. Consiguieron cruzar el valle sin problemas y atacaron el Monte Ares, también de 1.600 metros. La subida fue agotadora porque debían salvar un desnivel de cerca de 800 metros en un par de horas. La fuerte respiración y el pulso acelerado delataban que Escrivá se encontraba al borde del colapso. Los demás del grupo le escuchaban repetirse a sí mismo las palabras de Cristo en el Evangelio: “No he venido a ser servido, sino a servir”. A pesar de sus protestas, Botella y Fisac le llevaban en andas en ocasiones, de tal manera que sus pies no tocaran el suelo. Cuando caminaba por sí mismo, Escrivá tenía que agarrarse a los arbustos para impulsarse colina arriba. Finalmente alcanzaron la cima del Monte Ares. Tras media hora de descanso, Cirera ordenó de nuevo la marcha.

Poco tiempo después pararon otra vez y Cirera desapareció. El tiempo pasaba y los miembros de la expedición comenzaron a preocuparse. Algunos temieron que les hubiera abandonado. Finalmente regresó y les explicó que, al advertir que había desaparecido uno de ellos, volvió al último lugar donde habían descansado. Allí le encontró exhausto y sin querer continuar. Por miedo a que fuera un delator, le amenazó con su pistola y le obligó a seguir.

A pesar de que la parada no había sido larga, el frío y la humedad de la noche, combinados con la ansiedad por la ausencia del guía, habían surtido efecto. Poco después de que reiniciaran la marcha, Albareda sucumbió a la fatiga. Permanecía quieto y en silencio, sonriendo vagamente. Si alguno le tomaba de la mano, volvía a caminar, pero muy despacio. Tan pronto como le soltaban, se detenía y permanecía de pie sin oír nada de lo que se le decía. Afortunadamente, casi todo el camino era cuesta abajo y su destino no estaba lejos, así que con la ayuda de los demás, que también estaban al límite de sus fuerzas, Albareda consiguió alcanzar el granero de Baridá, donde pasaron las horas del día 30 de noviembre.

El grupo partió de nuevo tan pronto como el sol se ocultó ese día. Aquella noche no tenían que ascender ninguna montaña, pero durante los 15 kilómetros de marcha hasta Campmajor tuvieron que cruzar frecuentemente ríos helados y sus ropas pronto se empaparon. Un villancico pasaba por la cabeza de Casciaro una y otra vez. Cuando trataba de rezar el Rosario en silencio, perdía la cuenta a menudo y terminaba rezando misterios de veinte o treinta avemarías. Otros miembros del grupo tuvieron experiencias similares debido al extremo cansancio físico y mental. En medio de sus propios sufrimientos se preocupaban de Escrivá. Casciaro relata que, en su propio estado de confusión mental, solía pensar en cómo debía sentirse Escrivá si él se encontraba tan mal, teniendo en cuenta que había comenzado la aventura de Barcelona y el paso de los Pirineos en una forma física relativamente buena. En Torrevieja, Albacete y Valencia no había padecido el hambre que había pasado Escrivá durante un año en Madrid. Y además, tenía trece años menos que él y buena salud, mientras que él había sufrido periodos de fiebre alta con un prolongado ataque de reumatismo.

“Estas consideraciones me servían para hacer oración y encomendarle. Al mismo tiempo me irritaban algunas cosas que veía hacer al Padre: por ejemplo, no se protegía del frío, metiéndose periódicos entre la ropa, bajo el jersey, como hacíamos todos; procuraba comer menos para que a nosotros nos tocara más; apenas dormía cuando descansábamos en aquellos corrales y cuevas; y yo adivinaba que hacía todo aquello para mortificarse y para rezar más. Todo esto, al mismo tiempo que me conmovía, no acababa de entenderlo y, por el cariño que le tenía, hubiera querido impedirlo” [9] .

Al amanecer del 1 de diciembre de 1937 pararon en un campo elevado donde las rocas y los arbustos proporcionaban un buen escondite. En un momento dado escucharon sonidos de cornetas y tambores, probablemente de un campo de milicianos cercano. Saber que estaban tan cerca les hizo temer, aunque Casciaro afirma que “en aquellos momentos -por lo menos a mí-, me importaba más el frío que el miedo a ser apresado. Era un frío terrible, un frío inmisericorde y cruel, que me calaba hasta los huesos, y me hacía estremecer en medio de aquel agotamiento físico y psíquico que arrastraba desde hacía varios días” [10] . Según Jiménez Vargas, Escrivá “conservó la paz y la alegría, pasara lo que pasara, aunque fuese a costa de repetir innumerables veces la jaculatoria ‘fiat’ (...). Y puedo asegurar que, hasta entonces, yo no había llegado a comprender bien lo que es la alegría, y concretamente lo que quiere decir la alegría del que se sabe hijo de Dios” [11] .

Pasaron todo el día tumbados o sentados en el empinado y resbaladizo suelo, expuestos al viento que soplaba desde las montañas. En ocasiones salía el sol, pero a medida que el día avanzaba las nubes se hacían más gruesas y después de mediodía comenzó a nevar ligeramente. La nieve podría haber sido fatal en este último y más peligroso trayecto del viaje, pero afortunadamente no hubo más nevadas hasta que estuvieron a salvo en Andorra.

Antes de continuar el viaje, poco después de la puesta de sol del 1 de diciembre, el grupo de Escrivá rezó a Nuestra Señora y a los Ángeles Custodios. Comieron lo que les quedaba. El camino de aquella noche circulaba por zonas cercanas a la frontera, patrulladas constantemente por milicianos que tenían órdenes de disparar a cualquiera que pareciera sospechoso. Después de vencer un desnivel de 400 metros, descendieron lenta y penosamente entre rocas sueltas que, al desprenderse, hacían mucho ruido, con el consiguiente peligro de llamar la atención de los vigilantes. Al llegar a un riachuelo, el guía les ordenó guardar completo silencio porque había oído a una patrulla pasando cerca. Entonces empezó a rastrear la zona.

Calados hasta los huesos, los fugitivos se acurrucaron cerca del río, que estaba a una temperatura bajísima. Escrivá parecía haber llegado al límite. Temblaba incontroladamente y sus miembros estaban rígidos. A Jiménez Vargas ya no le quedaba nada del vino azucarado que les había administrado como estimulante en momentos críticos. Todo lo que pudo hacer fue frotar los miembros de Escrivá y cubrirle con más ropas húmedas. Escrivá no respondía, y Jiménez Vargas temía que no fuera capaz de moverse cuando regresara el guía.

Cirera volvió al cabo de dos horas. Escrivá apenas podía mantenerse en pie, pero, al ponerse en marcha, recobró la suficiente fuerza como para seguir el ritmo de los demás. Cirera indicó que estuvieran atentos a cualquier patrulla que pasara por el otro lado del río. Oyeron voces y pasos en el camino. Esperaron a que los milicianos se hubieran alejado para cruzar el riachuelo y atravesar el camino que corría paralelo a la orilla. Después de una ascensión muy pronunciada al paso de la Cabra Morta, se lanzaron a un descenso tan peligroso que muchos de ellos no lo habrían intentado a plena luz del día.

Poco después pararon de nuevo y estuvieron escondidos durante una hora. Retomaron la marcha cuando Cirera juzgó que había seguridad para encarar el último tramo hasta Andorra. Cuando llevaban quince minutos andado, oyeron detrás de ellos disparos de fusil. Sin embargo, en ese momento ya estaban fuera de alcance y a salvo en Andorra. Cirera esperó hasta que estuvieran a una distancia prudencial de la frontera para decirles que ya habían llegado. Los refugiados recibieron la noticia con gritos de júbilo. Escrivá empezó a rezar la Salve en agradecimiento a la Madre de Dios. Amanecía el 2 de diciembre de 1937.

[1] Pedro Casciaro. Ob. cit. p. 115

[2] AGP P03 1982 p. 241

[3] Ibid. p. 244

[4] Pedro Casciaro. Ob. cit. p. 118

[5] Ibid. p. 118

[6] AGP P03 1982 p. 340

[7] Pedro Casciaro. Ob. cit. p. 120

[8] Ibid. p. 116

[9] Ibid. p. 122

[10] Ibid. p. 122

[11] AGP P03 1982 p. 544