Buscando a Dios en el trabajo ordinario

Testimonio de Cardenal Albino Luciani, Patriarca de Venecia Capitulo de “Así le vieron”, libro que recoge testimonios sobre el Fundador del Opus Dei

En 1941, al español Víctor García Hoz le dijo el sacerdote des­pués de confesarse: «Dios le llama por los caminos de la contem­plación». Se quedó desconcertado. Siempre había oído que la «con­templación» era asunto de los santos destinados a la vida mística, y que solamente la lograban unos pocos elegidos, gente que, por lo demás, se apartaba del mundo. «En cambio, yo escribe García Hoz–, en aquellos años ya estaba casado, tenía dos o tres hijos y la esperanza –confirmada después– de tener más, y trabajaba para sacar adelante a mi familia.»

¿Quién era aquel confesor revolucionario, que se saltaba a cuer­po limpio las barreras tradicionales, proponiendo metas místicas incluso a los casados? Era Josemaría Escrivá de Balaguer, sacerdote español, fallecido en Roma en 1975,a los setenta y tres años. Es conocido, sobre todo, por ser el fundador del Opus Dei, asociación extendida por todo el mundo, de la que los periódicos se ocupan con frecuencia, pero con muchas imprecisiones. Lo que en realidad son y hacen los socios del Opus Dei lo ha dicho su mismo fundador:

«Somos -declaraba en 1967– un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo; una gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres - de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas - que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad, expe­rimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que rever­beran en las realidades más vulgares».

Con palabras más sencillas, las «realidades vulgares» son el tra­bajo que nos corresponde hacer todos los días; los «brillos divinos que reverberan» son la vida santa que hemos de llevar. Escrivá de Balaguer, con el Evangelio, ha dicho constantemente: Cristo no quiere de nosotros solamente un poco de bondad, sino mucha bon­dad. Pero quiere que lo consigamos no a través de acciones extraor­dinarias, sino con acciones comunes; lo que no debe ser común es el modo de realizar esas acciones. En mitad de la calle, en la oficina, en la fábrica, nos hacemos santos, pero con la condición de cumplir el propio deber con competencia, por amor de Dios y alegremente, de modo que el trabajo diario no sea la «tragedia diaria», sino la «sonrisa diaria».

Cosas semejantes había enseñado San Francisco de Sales, hacía más de trescientos años. Desde el púlpito, un predicador había con­denado al fuego públicamente el libro en el que el santo explicaba que, con ciertas condiciones, el baile podía ser lícito, y que incluso contenía un capítulo entero dedicado a la «honestidad del lecho conyugal». Sin embargo, en algunos aspectos, Escrivá supera a Francisco de Sales. También éste proponía la santidad para todos, pero parece que enseña solamente una «espiritualidad de los lai­cos», mientras que Escrivá ofrece una «espiritualidad laical». Es decir, Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios utilizados por los religiosos, con las oportunas adaptaciones. Escri­vá es más radical: habla incluso de «materializar» - en el buen sentido - la santificación. Para él, lo que debe transformarse en oración y santidad es el trabajo material mismo.

El legendario barón de Múnchausen contaba la fábula de una liebre «monstruosa», dos grupos de patas: cuatro debajo de la tripa y cuatro sobre el lomo. Perseguida por los perros y sintiéndose casi alcanzada, se daba la vuelta y seguía corriendo con las patas de refresco. Para el fundador del Opus Dei, es un «monstruo» la vida de los cristianos que pretendiesen tener dos grupos de acciones:

Uno hecho de oraciones, para Dios; otro hecho de trabajo, diver­siones y vida familiar, para sí mismos. No –dice Escrivá–, la vida es única y hay que santificarla en su conjunto. Por eso se habla de espiritualidad «materializada».

Y habla también de un justo y necesario «anticlericalismo», en el sentido de que los laicos no deben robar métodos y funciones a los curas y a los frailes, ni viceversa. Creo que heredó este «an­ticlericalismo» de sus progenitores, y especialmente de su padre, un caballero sin tacha, trabajador infatigable, cristiano convencido, enamoradísimo de su mujer y siempre sonriente. «Lo recuerdo siempre sereno escribió su hijo; a él le debo la vocación...: por eso soy "paternalista".» Otra pincelada «anticlerical» le viene pro bablemente de las investigaciones hechas para su tesis doctoral en derecho canónico, en el monasterio de las monjas cistercienses de Las Huelgas, cerca de Burgos. Allí, la abadesa había sido al mismo tiempo señora, superiora, prelado, gobernadora temporal del monasterio, del hospital, de los conventos, de las iglesias y de las villas dependientes, con jurisdicción y poderes reales y «quasi» epis­copales. Otro «monstruo», a causa de los múltiples oficios contra­puestos y superpuestos. Amasados así, estos trabajos no reunían condiciones para ser como pretendía Escrivá–, trabajos de Dios. Porque el trabajo decía–, ¿cómo puede ser «de Dios» si está mal hecho con prisas y sin competencia? ¿Cómo puede ser santo un albañil, un arquitecto, un médico, un profesor, si no es también, en la medida de sus posibilidades un buen albañil, un buen arqui­tecto, un buen médico o un buen profesor?. En la misma línea, había escrito Gilson en 1949: «Nos dicen que ha sido la fe la que ha cons­truido las catedrales en la Edad Media; de acuerdo... pero también la geometría». Fe y geometría, fe y trabajo realizado con compe­tencia. Para Escrivá van del brazo; son las dos alas de la santidad.

Francisco de Sales confió su teoría a los libros. Escrivá hizo lo mismo, utilizando retales de tiempo. Si se le ocurría una idea o una frase significativa, quizá mientras continuaba la conversación sacaba del bolsillo la agenda y escribía rápidamente una palabra. Media línea, que más tarde usaba para un libro. A propagar su gran empresa de espiritualidad dedicó una actividad intensísima, aparte de sus divulgadísimos libros, y organizó la asociación del Opus Dei. «Dad un clavo a un aragonés dice el refrán–y lo clavará con su cabeza.» Pues bien, «yo soy aragonés -escribió- y necesitamos ser tozudos». No perdía ni un minuto. Al principio, en España, durante y después de la guerra civil, pasaba de las clases a los uni­versitarios, a hacer la comida, a fregar suelos, a hacer las camas y a atender a los enfermos. «Tengo en mi conciencia –y lo digo con orgullo miles de horas dedicadas a confesar niños en los barrios pobres de Madrid. Venían con los mocos hasta la boca. Era necesario empezar por limpiarles la nariz, para limpiar después aquellas pobres almas.» Así ha escrito, demostrando que vivía de verdad «la sonrisa diaria». Y también: «Me iba a dormir muerto de cansancio. Cuando me levantaba por las mañanas, todavía can­sado, me decía: Josemaria, antes de comer te echarás un sueñecito". En cambio, apenas salía a la calle, contemplando el panorama de los trabajos que me esperaban en aquella jornada, añadía: 'Josemaría, te has vuelto a engañar"" ­

Sin embargo, su gran trabajo fue fundar y desarrollar el Opus Dei. El nombre llegó por casualidad. «Esto es una obra de Dios», le dijo uno. «He aquí el nombre exacto, pensó: la obra no es mía, sino de Dios. Opus Dei.» Vio crecer ante sus ojos esta obra hasta extenderse a todos los continentes: comenzó entonces el trabajo de sus viajes intercontinentales para las nuevas fundaciones y para dar conferencias. La extensión, el número y la calidad de los socios del Opus Dei ha hecho pensar en no se sabe qué intenciones de poder y de férrea obediencia de gregarios. La verdad es lo contrario, sólo existe el deseo de hacer santos, pero con alegría, con espíritu de servicio y de gran libertad.

«Somos ecuménicos, Padre Santo, pero no hemos aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad», se atrevió a decir un día Escri­vá al Papa Juan XXIII. Este sonrió: sabía que, desde 1950, el Opus Dei tenía permiso de Pío XII para recibir como cooperadores a los no católicos y a los no cristianos.

Escrivá fumaba cuando era estudiante. Cuando entró en el semi­nario, regaló las pipas y el tabaco al portero y no volvió a fumar. Pero el día en que fueron ordenados los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, dijo: «Yo no fumo, vosotros tres tampoco: Don Alva­ro, es necesario que empieces a fumar tú...; deseo que los demás no se sientan obligados, y que fumen, si les gusta». Ocurre a veces que un socio, a quien el Opus Dei solamente ayuda a tomar res­ponsablemente decisiones libres, también en política, ostenta un cargo importante. Eso es asunto suyo, no del Opus Dei. Cuando en 1957, una alta personalidad felicitó a Escrivá porque un socio había sido nombrado ministro en España recibió esta respuesta, más bien seca: «¿Qué me importa que sea ministro o barrendero? Lo que importa es que se santifique con su trabajo». En esta respuesta está todo el pensamiento de Escrivá y el espíritu del Opus Dei: que uno se santifique con su trabajo, aunque sea de ministro, si tiene ese puesto: que sea santo de verdad. Lo demás importa poco.

Articulo publicado en IL GAZZETTINO

Venecia, 21–VII–78