El fútbol, una escuela para la vida

Joaquín Navarro, “Quino”, ha sido recientemente galardonado por la Federación Andaluza de Fútbol con la “Insignia de Oro”. Lleva un cuarto de siglo entrenando a equipos de Sevilla a escala regional. Con motivo de este premio, cuenta sus experiencias como entrenador en los comienzos del Colegio Altair, obra corporativa del Opus Dei, que celebra ahora su XL Aniversario.

¿Cómo fueron los comienzos de su trabajo en Altair?

Yo conozco Altair desde mediados de los años sesenta, cuando todavía no era un colegio. El germen del futuro Altair se encontraba en un centro del Opus Dei de calle Conde de Bustillo, en pleno barrio de Triana. Yo  iba allí de vez en cuando para estudiar y hacer deporte. Se organizaban carreras ciclistas y partidos de baloncesto y  de fútbol. A mí me gustaba entrenar desde siempre, y en cuanto pude me saqué el título de entrenador. 

Me atraía el respeto hacia los demás y la alegría que se respiraba en aquel centro; fui conociendo con profundidad el espíritu del Opus Dei y el 15 de mayo de 1966 pedí la admisión como agregado.

Digo que aquello fue un germen del futuro colegio porque desde aquel centro de Triana se impulsaron las clases del “Bachillerato Nocturno Radiofónico” en el barrio del Tardón, donde hice el Graduado Escolar. Ya durante esos años José Emilio del Pino y yo entrenábamos a los equipos de fútbol de Altair.

"Me atraía el respeto hacia los demás y la alegría que se respiraba en aquel centro del Opus Dei"

En 1967 comenzó el colegio entre muchas dificultades. Al principio se daban las clases en un barracón prefabricado en medio del campo, junto a la Carretera de Su Eminencia. Venían niños de todos los barrios de alrededor: de Los Pajaritos, de La Plata, de Padre Pío y otros del extrarradio de Sevilla. Y fueron creciendo tanto los equipos de fútbol, que comenzamos una Escuela Deportiva y un Club Deportivo, donde entrené a cientos de muchachos. Yo quería hacer un trabajo bien hecho, a pesar de las dificultades materiales que atravesábamos: José Emilio y yo íbamos a los partidos en mi vespino con las bolsas de las camisetas, y como el colegio estaba en medio del campo, cuando llovía, nos llenábamos los zapatos de fango. Pero teníamos tanta alegría, tanta ilusión y tanto entusiasmo que no nos importaba.

Se han escrito algunos libros sobre la relación Dios y fútbol. ¿Se puede encontrar a Dios en el fútbol?

A Dios lo podemos encontrar en cualquier actividad honesta, en cualquier trabajo honrado, en cualquier actividad noble, y por lo tanto, en cualquier deporte sano. Eso forma parte del mensaje de San Josemaría. En mi opinión el fútbol es una escuela muy buena que prepara  a los jóvenes para la vida. En el fútbol se aprende a colaborar, a trabajar en equipo, a saber perder, a saber ganar, a aceptar las propias limitaciones y las de los demás; a esforzarse por remontar cuando todo parece perdido… Son valores muy necesarios.

Afortunadamente hemos contado desde siempre con el apoyo de la Federación Andaluza de Fútbol. Al principio en Altair sólo había veinte futbolistas y, ahora, gracias a Dios, hay centenares de chavales jugando en el Club Deportivo, de donde han salido muy buenos jugadores que luego militaron en equipos de primera división, como Francisco y Ruda, del Sevilla F.C. que ya están retirados; o “Carli”, otro gran futbolista, que murió en un accidente de tráfico.

Entrenábamos duro y un día a la semana les daba una charla sobre virtudes humanas: alegría, optimismo, reciedumbre, compañerismo, entrega, humildad, pudor, tono humano... Los jugadores procedían de familias humildes y yo quería que fueran buenos futbolistas pero, ante todo, buenas personas. 

También les animaba a ser buenos estudiantes.  Les solía decir que si no estudiaban le estaban robando el dinero a sus padres, que solían ser gente de condición modesta que estaban trabajando de sol a sol, haciendo muchos sacrificios, para dar una buena formación a sus hijos.

Hice amistad con muchos de los padres de estos chicos, que me pedían consejo sobre la educación humana y cristiana de la vida que procurábamos transmitirles. Intentábamos ayudarles a madurar, a ser responsables, a ser felices. Recuerdo que una tarde, antes de un partido, sugerí a un jugador que se confesara. Al día siguiente, después del partido, me dijo: “Míster, ¿sabe por qué he marcado dos goles? Porque ayer me confesé y estaba tan contento que jugué como nunca en mi vida”.

Solíamos quedar todos juntos –los jugadores y sus familias– los  domingos, antes de los partidos, para asistir a Misa; y después del partido, tanto si ganábamos como si no, organizábamos una paella en Altair. Venían los padres, las madres, los jugadores, los hermanos, los entrenadores, los amigos, y el deporte se fue convirtiendo en un medio de formación más para estos chavales y sus familias, junto con los que les ofrecía el colegio, porque antes, durante o después de esas paellas hablábamos de los problemas grandes o pequeños que les preocupaban. 

Así fueron naciendo grandes amistades. Recuerdo una vez que un jugador me dijo que se iba a casar. Trabajaba como albañil y era muy querido en la plantilla; y aunque todos andábamos justos de dinero, un día, después del entrenamiento, le regalamos un sobre con una buena cantidad. Se emocionó y nos dijo que nadie le había tratado tan bien en su vida.