El seminario de Logroño

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Siguiendo esos barruntos de los que ya hemos hablado, Escrivá decidió entrar en el seminario de Logroño en la primavera de 1918. Esta decisión cogió a la familia completamente por sorpresa. Su padre tenía la lógica ilusión de ver a su único hijo varón perpetuar el apellido y, quizás, recomponer la fortuna familiar; así las cosas, don José no pudo reprimir las únicas lágrimas que Josemaría viera en ojos de su padre y le aconsejó que meditara el asunto con detenimiento. “Los sacerdotes –le dijo- tienen que ser santos. Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré” [1] . Al joven Escrivá le conmovieron las lágrimas de su padre, pero no se echó atrás en su decisión de entrar en el seminario; y, lleno de confianza en el Señor, tuvo incluso la audacia de pedir a Dios que enviara otro hijo a sus padres. Humanamente hablando, esas oraciones no parecían tener mucho futuro ya que el último vástago había nacido nueve años antes, y su madre tenía a la sazón 39 años y su padre 49. No obstante, a los nueve o diez meses, en febrero de 1919, nació su hermano Santiago.

Escrivá terminó sus estudios en el instituto en 1918 y pasó gran parte del verano estudiando Latín, Lógica, Metafísica y Ética para preparar el examen de ingreso en el seminario. En otoño entró como alumno externo.

La vida en el seminario le produjo una impresión muy fuerte. Aunque su familia estaba atravesando momentos harto difíciles, siempre estuvo acostumbrado a un ambiente amable y de alto nivel cultural, en el que el orden, el aseo, la buena educación, el tacto y el interés por los temas de actualidad, así como una arraigada vida de piedad, impregnaban la buena y grata convivencia. Por el contrario, el ambiente del seminario era algo muy distinto.

El edificio del Seminario de Logroño era un caserón construido en 1559 que en épocas pasadas había conocido tiempos mejores. También había servido de cuartel, hospital militar e incluso de prisión. En 1918, el piso de abajo lo seguía ocupando una brigada de artillería y uno de los pabellones servía de establo a las mulas y caballos empleados en tirar de las piezas de artillería. Los pisos superiores, donde el seminario tenía las dependencias, se encontraban en un estado deplorable.

Muy pocos compañeros de Josemaría provenían de familias en que se valoraran las buenas maneras, la educación y la cultura. No eran muchos los jóvenes pertenecientes a lo que en la España de entonces se llamaban “familias bien”, por su posición económica o social, los que llegaban a hacerse sacerdotes diocesanos. Los pocos muchachos de clase alta o media que decidían ordenarse lo hacían tras ingresar en alguna orden religiosa. Aproximadamente un tercio de los seminaristas diocesanos eran hijos de agricultores u obreros, los cuales, en la España de principios del siglo XX, apenas tenían acceso a la educación y la cultura. Raro era el seminarista cuya familia estuviera habituada a comprar libros o mantuviera suscripciones a periódicos o revistas. Tan solo el 10% de los alumnos de los seminarios españoles surgía de familias con profesiones liberales, y en Logroño puede que el porcentaje fuera incluso menor. Esto explica que los compañeros de instituto de Escrivá le miraran por encima del hombro en cuanto se enteraron de su intención de ingresar en el seminario.

No existen documentos fidedignos que indiquen con certeza el grado de instrucción y piedad que había en el Seminario de Logroño cuando Escrivá ingresó en 1918; o en el de Zaragoza, a donde el joven seminarista se trasladó en 1920. No obstante, el Nuncio de Su Santidad no pintaba por aquel entonces un panorama muy alentador cuando en 1930 describía los seminarios españoles como “cuarteles o reformatorios”. Seguía diciendo: “Y el clero, fruto de ese árbol, ha olvidado el espíritu sobrenatural y se ha preocupado del pan y de la carrera. Los seminaristas, procedentes en su mayoría de las clases más humildes y hasta miserables, no han recibido educación, ni formación, ha faltado estímulo y orientación acertada” [2] .

Pero las dificultades externas eran para Josemaría lo de menos; la batalla principal se libraba en el interior. Escrivá se encontró “medio ciego, siempre esperando el porqué. ¿Por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo; ¿que es?” [3] . Dios quería algo de él, pero no sabía qué. Ante este dilema, Josemaría intensificó sus oraciones. En una nota de sus apuntes íntimos, redactados algunos años después, escribe: “Durante años, a partir del primero de mi vocación, tuve por jaculatoria siempre en mis labios: Domine, ut videam! Sin saber para qué, yo estaba persuadido de que Dios me quería para algo. Así estoy seguro de haberlo manifestado alguna o algunas veces a tía Cruz Sor Mª de Jesús Crucificado, en cartas que le envié a su convento de Huesca. La primera vez que medité el pasaje de san Marcos del ciego a quien dio vista Jesús, cuando aquel contestó, al ‘qué quieres que te haga’ de Cristo, ‘Rabboni, ut videam’, se me quedó esta frase muy grabada. Y, a pesar de que muchos como al ciego me decían que callara [...], decía y escribía, sin saber por qué: ut videam!, Domine, ut videam! Y otras veces: ut sit! Que vea Señor, que vea. Que sea” [4] .

Durante toda su vida, Escrivá mostró una actitud de absoluta disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios. Lo vemos reflejado en uno de sus apuntes personales de 1930: “Y de tu borrico, Niño‑Dios, haz cuanto quieras: como los niños traviesos de la tierra, tírame de las orejas, zurra fuerte a este borricote, hazle correr para tu gusto...” [5] . El teólogo español José Luis Illanes explica que Escrivá aprendió a vivir esta plena disponibilidad para con Dios en los once años que transcurrieron entre los primeros barruntos de su vocación y la fundación del Opus Dei en 1928, “pasados en expectativa, a la espera de una luz divina que desvelara el sentido de la inquietud sembrada en su corazón. Caminar así, ser fiel a una llamada que se entrevé, pero de la que no se conocen el porqué ni el para qué, perseverar jornada a jornada dispuesto para cualquier cosa, aun la más inesperada, vivir al día sin poder hacer planes ni proyectos, es una forja que purifica el alma hasta terminar situándola en una plena desnudez ante Dios. La incertidumbre en que el Señor mantuvo a Mons. Escrivá de Balaguer durante largos años le condujo a una actitud de disponibilidad tan honda que acabó siendo consubstancial con la propria persona” [6] . Tras la muerte de Josemaría Escrivá, el arzobispo de Toledo, cardenal Marcelo González, explicó que el secreto de la inmensa riqueza espiritual de su vida residía “en el dejarse llevar, en la posesión de un corazón pobre, no instalado, desprendido, abierto a todo, saturado de confianza en Dios en medio de las mayores pruebas” [7] .

Durante sus estudios en el Seminario de Logroño, Josemaría siguió viviendo en casa de sus padres. Como alumno externo disfrutaba de mayor libertad que el resto de los estudiantes que vivían en el seminario, pues no estaba obligado a participar en todas las actividades. Los domingos, por ejemplo, los alumnos que vivían en el seminario enseñaban catecismo a los niños, mientras que los alumnos externos podían estar todo el día con sus familias. Escrivá, sin embargo, echaba una mano en las clases de catecismo, actividad que continuaría ejerciendo con el paso de los años.

[1] José Luis Illanes. ob. cit. p. 70

[2] Vicente Cárcel Ortí. LA PERSECUCION RELIGIOSA EN ESPANA DURANTE LA SEGUNDA REPUBLICA (1931-1939). Ediciones Rialp. Madrid 1990. p. 48

[3] José Luis Illanes. ob. cit. p. 70

[4] Andrés Vázquez de Prada. ob. cit. p. 100

[5] ibid. p. 347

[6] José Luis Illanes. ob. cit. p. 70

[7] ibd. p. 70