En movimiento

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Un día, la multitud tomó por Escrivá a un hombre que se le parecía y lo ahorcó en una farola situada frente a la casa de la familia. Claramente, el piso había dejado de ser un escondite seguro. Mucha gente del vecindario sabía que era sacerdote. Sin embargo, no era fácil encontrar un lugar mejor. En aquellos momentos, hasta los amigos eran remisos a acoger a un sacerdote, ya que, si eran descubiertos, podía significar su propia muerte.

El 8 de agosto las cosas llegaron al límite. El portero de la casa avisó a los Escrivá de que los milicianos se habían enterado de que había gente escondida en algunos pisos del edificio. Vestido de seglar y con el anillo de casado de su padre, Escrivá salió por las escaleras de atrás y consiguió llegar a la pensión donde se alojaba Albareda. Al día siguiente fue al piso de Manuel Sainz de los Terreros, joven ingeniero de caminos que participaba en las actividades de DYA desde 1933. La familia estaba de vacaciones y Sainz, que en ese momento estaba solo en la casa con una criada de setenta años, pudo acoger a Escrivá. Pronto se les unieron Jiménez Vargas y un primo de Sainz, Juan Manuel.

Poco después de la llegada de Escrivá, fue registrado el piso de debajo. Después, vinieron unos días de mayor tranquilidad, mezclados con las tristes noticias de la muerte de amigos y conocidos, muchos de ellos sacerdotes y religiosos que murieron como mártires. También hubo algunas buenas noticias, como la carta de Vallespín a Zorzano, en la que contaba que los fieles de la Obra que habían quedado en la zona de Valencia estaban todos a salvo.

A final de mes, el ejército sublevado se había abierto camino hasta pocos kilómetros de la capital. El 27 de agosto la aviación nacional bombardeó la ciudad por primera vez. Esta circunstancia desencadenó más represión y endureció la vigilancia. El día 30, un grupo de milicianos entró en el edificio donde se escondían Escrivá y los otros y comenzó un registro sistemático de todas las casas. Cuando llegaron al piso de Sainz, la sirvienta, simulando una fuerte sordera, les entretuvo en la puerta principal para dar tiempo a que Escrivá, Jiménez Vargas y Juan Manuel subieran por la escalera trasera a un ático que se usaba como carbonera. Cuando comenzó el registro, Sainz estaba trabajando. Al llegar, fue arrestado inmediatamente.

En la carbonera hacía un calor sofocante. Los fugitivos oían cómo se acercaba el grupo de milicianos. Entonces, Jiménez Vargas preguntó a Escrivá qué pasaría si eran detenidos y asesinados. “Pues que nos vamos al cielo, hijo” [1] , respondió Escrivá. Jiménez Vargas se tumbó sobre el suelo cubierto por el polvo del carbón y se durmió profundamente.

Al fin, los milicianos llegaron al ático contiguo. Escrivá susurró a Juan Manuel: “Soy sacerdote; estamos en momentos difíciles; si quieres, haz un acto de contrición y yo te doy la absolución” [2] . Juan Manuel comentó más tarde: “Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo” [3] . Afortunadamente, los milicianos se fueron sin registrar su escondite.

En vista del arresto de Sainz, no era prudente volver a su casa. Los tres buscaron refugio temporal en otro piso del mismo edificio, que pertenecía al conde de Leyva. Aunque el conde había sido detenido días antes, su mujer e hijas les dieron la bienvenida.

El gobierno de la República quería descubrir a los partidarios de la sublevación en Madrid. Entre otras cosas, ordenó que se dejasen abiertas las ventanas y encendidas las luces de todas las casas para poder controlar desde la calle a los ocupantes. Esto obligó a los tres refugiados a pasar dos días en el comedor, la única habitación que no tenía ventanas exteriores. Uno de los niños de la familia recuerda: “A ratos pasábamos mucho miedo, pero don Josemaría conservaba su hondo sentido sobrenatural y el buen humor, haciéndonos reír, aunque estaba lógicamente muy preocupado por todos los suyos. A pesar de las circunstancias, no perdió ni un instante su alegría sobrenatural y humana, interesándose por todos” [4] .

Al comenzar septiembre, Escrivá y Jiménez Vargas dejaron la casa de los Leyva para buscar un lugar más seguro. Los intentos fracasaron y Escrivá se vio obligado a buscar cada noche un asilo diferente, en casas de amigos que querían ayudarle, pero que temían las consecuencias si les sorprendían. Un día fue al piso de González Barredo: estaba tan débil por el hambre y la falta de descanso que apenas se mantenía en pie. La familia le acogió momentáneamente, ya que temían ser denunciados por el portero del edificio, afiliado a un partido de extrema izquierda.

Del Portillo permaneció en la casa de sus padres hasta el 13 de agosto. Aquel día los milicianos registraron un piso vecino, que pertenecía al hijo de un general. Después fueron a la casa de los del Portillo. Cuando entraron en su habitación, del Portillo comenzó a masticar un trozo de papel que contenía una lista de sus amigos con sus direcciones y teléfonos. Cuando un miliciano le preguntó qué masticaba, contestó con calma: “Un trozo de papel”. No le arrestaron, aunque sí a su hermano y al hijo del general. Este último fue juzgado por un tribunal popular y ejecutado ese mismo día. Puesto que con sus padres ya no tenía un lugar seguro, del Portillo buscó refugio en una casa de la calle Serrano, propiedad de unos amigos de su familia.

El mismo día en que Escrivá llegó a casa de González Barredo, del Portillo se acercó al organismo donde trabajaba antes del estallido de la guerra para intentar cobrar su paga. Lo consiguió y para celebrarlo, en el camino de vuelta, se paró en una terraza a tomar una cerveza, sin reparar en que las patrullas de milicianos registraban con frecuencia bares y restaurantes y detenían a quienes careciesen -como era su caso- del certificado de apoyo a la República, expedido por algún comité revolucionario local. Mientras disfrutaba de la cerveza en la terraza, llegó corriendo el padre de González Barredo y le dijo que tenía escondido a Escrivá, pero que se encontraba en peligro. Del Portillo se llevó a Escrivá a la casa donde estaba. Allí permanecieron con un hermano de del Portillo y Jiménez Vargas durante la segunda quincena de septiembre.

Escrivá, del Portillo y su hermano, y Jiménez Vargas intentaron hacer una vida lo más normal posible durante las semanas que pasaron en la casa de Serrano. Procuraron aprovechar bien el tiempo, ya que la santificación del trabajo y de las actividades ordinarias es esencial en el Opus Dei. No disponían de libros para estudiar, pero sí pudieron dedicarse a otras actividades y a lecturas afines a sus carreras. Escrivá solía predicarles meditaciones. También fijaron en su horario momentos para otras prácticas de piedad. Este modo de comportarse fue el habitual durante toda la guerra. Siempre que se reunía un grupo de miembros del Opus Dei se elaboraba un horario para facilitar el aprovechamiento del tiempo.

Desde 1928, en cada 2 de octubre, aniversario de la fundación del Opus Dei, Escrivá se había acostumbrado a recibir algún favor de Dios, quizá una vocación o una inspiración de algún tipo. El 1 de octubre de 1936, mientras se preguntaba qué le tendría preparado Dios para el día siguiente, recibió la noticia de que los milicianos estaban registrando las propiedades de la familia en cuya casa estaban escondidos y de que habían matado a varias personas que habían encontrado. Escrivá dio la bendición a sus compañeros. Y a la vez que sintió alegría ante la posibilidad del martirio, experimentó un profundo miedo que hizo que temblasen las piernas sin control. Pensó en que este miedo contenía el mensaje de que toda la fortaleza es prestada y que sin Dios no se puede hacer nada. Esta convicción, concluyó, era el regalo que Dios había preparado para él en la víspera del octavo aniversario de la fundación del Opus Dei.

Era urgente encontrar otro escondite. Escrivá habló por teléfono con González Barredo, quien aseguró que podría encontrarles un lugar. Poco después se reunieron González Barredo y Escrivá, pero éste rechazó el escondite que le ofrecía. Escrivá tiró la llave por una alcantarilla cuando supo que la única persona en la casa era una joven sirvienta: “Hijo mío, ¿no te das cuenta de que soy sacerdote y de que, con la guerra y la persecución, está todo el mundo con los nervios rotos? No quiero ni puedo quedarme encerrado con una mujer joven, día y noche. Tengo un compromiso con Dios, que está por encima de todo. Preferiría morir antes que ofender a Dios, antes que faltar a este compromiso de Amor” [5] .

Escrivá regresó a la casa de la calle Serrano por un día. Allí se enteró del asesinato de dos íntimos amigos sacerdotes, don Lino Vea-Murguía, uno del grupo de sacerdotes que habían estado con él desde el comienzo de la década de 1930, y don Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana, a quien había acudido en bastantes ocasiones para pedir consejo.

Escrivá, del Portillo y Jiménez Vargas se echaron de nuevo a la calle, sin papeles y sin un lugar donde ir. La policía y los milicianos intensificaron la vigilancia para evitar que los partidarios de los insurrectos pudieran organizar un levantamiento en Madrid y apoyar así al ejército nacional, que ya se encontraba a las puertas de la capital. Muchos días, los miembros de la Obra vagaban por las calles de la mañana a la noche, ya que era más seguro moverse que estar fijos en un sitio. Algunos amigos, como el profesor Sellés o el doctor Herrero Fontana, les alojaron durante unos pocos días porque no podían ofrecerles un escondite permanente.

Los recuerdos del profesor Sellés de los pocos días que Escrivá y los otros de la Obra pasaron en su casa son similares a los de la familia Leyva: “Se pasaba prácticamente todo el día en mi cuarto de estudio; allí le instalamos su dormitorio. Apenas salían de la habitación, por temor a que se les pudiese oír, si alguno venía a casa. A pesar de las circunstancias, las comidas (...) se llenaban siempre de la simpatía e interés que él ponía siempre en sus conversaciones. Resaltaba ante mí la confianza que tenía puesta en Dios, que hacía que se comportara con abandono absoluto en el Señor sin ninguna tensión, como si no pasara nada especial, cuando la verdad es que las circunstancias en que se encontraban eran muy comprometidas (...).

Lo que mejor recuerdo fue el Rosario que (...) rezábamos, dirigido por él, por la noche, de rodillas a los pies de una Sagrada Familia que teníamos en nuestro dormitorio. Con esto que digo, basta, porque ya se sabe lo que el Rosario significaba para el Padre y cómo hablaba con el corazón cuando rezaba” [6] .

[1] AGP P01 1977 p. 1149

[2] AGP P03 1981 p. 132

[3] Ibid. p. 132

[4] AGP P01 1977 p. 1149

[5] AGP P03 1981 p. 136

[6] Ibid. p. 137-138