Entre milagros y crisis de santos

"Estas crisis mundiales, son crisis de santos", dejó escrito el beato Josemaría. El comprendió que la solución a estas crisis vendrá del compromiso personal, el de cada uno de nosotros, con la santidad, sin esperar a que empiece el vecino de al lado.

Hace algo más de quince días saltaba la noticia de que en el Vaticano, a solicitud de la correspondiente comisión de cardenales, el papa Juan Pablo II había reconocido los hechos milagrosos que tendrán que llevar a la próxima canonización de varias personalidades de la historia reciente de la Iglesia, entre las que se encuentra Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Unos medios de comunicación destacaron la noticia, otros la silenciaron. Personas de diversa condición e incluso credo religioso, la celebraron. Otras la pusieron en tela de juicio, y no pocas la recibieron con total indiferencia. A algunas de estas últimas les pregunté por qué dicha indiferencia, y las respuestas resultaron unánimes. Creen en los santos, o sea en las personas que viven o han vivido virtudes humanas en grado heroico, pero no creen en los milagros, entendidos como hechos inexplicables que, considerados de autoría divina, puedan ser determinantes para el reconocimiento de la santidad de algún paisano nuestro.

La reacción de estas gentes tiene su lógica. Cualquier época, incluso la nuestra —lo exponía meridianamente un magazine de EL MUNDO hace un par de semanas— es capaz de ofrecer el testimonio de auténticos santos, dentro de la Iglesia, quemando sus vidas en comprometida entrega a quienes más les necesitan. Ante su testimonio, muy variopinto por cierto, creyentes y no creyentes se sacan el sombrero. Nada tienen que decir. Palpan la santidad, o sea la práctica heroica de virtudes ajenas, que en absoluto les son «ajenas», sino al contrario: muy cercanas. Y sin embargo «pasan» de que tales testimonios puedan o no verse aureolados por una trama milagrosa. Más aún: no son pocos, parte de ellos incluso creyentes, los que niegan la existencia de milagros, o sea de acontecimientos inexplicables que encuentran su único sentido en la intervención de Dios cambiando el curso natural de los acontecimientos. Los motivos de tal comportamiento pueden encontrarse en la pérdida de asombro de nuestra época. Ya nada nos parece extraño o imposible. Cualquier cosa puede llegar a suceder. No la entendemos. Pero qué importa. Algún día conoceremos el porqué. «¡La ciencia avanza que es una barbaridad!» nos lo decía ya una popular zarzuela del siglo pasado. Si a esta vacunación «antiprodigios», le añadimos vagas ideas de determinismo histórico y la convicción de solitud del hombre, que «pasa» de afirmar o negar a Dios, porque, exista o no, pensamos que no contesta, que ni nos conoce, ni nos llama por nuestro nombre —recordemos que el Dios personal de la Biblia ha sido sustituido en occidente por otra entidad en nebulosa— que nadie nos venga vendiendo milagros. Lo tiene crudo.

Sin embargo, como en el caso de las brujas gallegas, milagros «haberlos los hay». Y en el caso de Escrivá de Balaguer, ayer, para beatificarlo, fueron milagro los tumores de una monja de El Escorial, curados sin explicación, tras pedir su intercesión, y hoy, para canonizarlo, hay milagro en el proceso cancerígeno inexplicablemente superado, nada menos que de un médico, precisamente historiado clínicamente al milímetro por el propio paciente y por las comisiones científicas establecidas para el caso. Imagino que el Buen Dios así lo dispuso. Lo habrá querido «santo de altar». Y, si así lo quería, debía ser necesario. Pero ¿necesario por qué? Pues porque hora es ya de ver en aquel hijo suyo, objeto de contradicción, la inequívoca muestra de que era fiel instrumento de transmisión de un mensaje inequívoco: que «estas crisis mundiales, son crisis de santos»; que el mundo está mal, pero que sólo tiene esta receta. Así nos lo recordaría desde 1939, en uno de los puntos de Camino, librito de espiritualidad, hoy vertido en 42 idiomas, con cuatro millones de ejemplares para el consumo.

De aquí pocos días —el próximo miércoles día 9— se cumplirá el centenario del nacimiento de Escrivá en la localidad aragonesa de Barbastro. Muchos mallorquines, presididos por nuestro Obispo Teodoro Úbeda, nos reuniremos en la Catedral en Eucaristía de acción de gracias. Imagino que cientos de catedrales de toda la cristiandad experimentarán el mismo fenómeno. Todos pensaremos que sí existen milagros, que Dios sí contesta, que Dios sí nos llama por nuestro nombre, y nos reprende y nos alienta con corazón de padre y de madre. Cuando repaso, en el entrañable mundo de los recuerdos, mis casi cuarenta años en el Opus Dei, descubro siempre, junto a mi poquedad, la tierna mirada de Dios. Escrivá, que nunca quería hablar de milagros, nos insistía en que descubriésemos la constante maravilla del Señor, nada menos que desde la Creación, que no es otra que la de su presencia en nuestras almas para que intentemos ser otros Cristos en la tierra, que esto es precisamente ser santo, aunque siempre lo hagamos como pequeñuelos que entre trompicones comenzamos a andar.

Escrivá, hoy sabemos que por inspiración divina, comprendió muy bien que estas crisis mundiales no tienen más solución que la del compromiso personal, el de cada uno de nosotros, con la santidad, sin esperar a que empiece el vecino de al lado; que no basta con leernos lo de los «cien santos» del Magazine de EL MUNDO, y quedarnos satisfechos pensando que siempre hay gente que quema su vida por los demás; que Dios nos llama a todos, y nos llama a la madurez, a la responsabilidad, a los «deberes bien hechos», estemos en la actividad profesional, estado y compromiso social en que nos encontremos. Esto es lo que él —Escrivá— entendía como «llamada universal a la santidad». Porque, con supuestos milagros, con hechos inexplicables o no, lo evidente es que este mundo de hoy anda más que sobrado de gentes parapetadas en la inmadurez, en la irresponsabilidad, en el «tú me das y ya veremos lo que yo te doy», en este infantilismo que impide que veamos con las luces de alma adulta el prodigioso entramado de la solidaridad, de la entrega a la que estamos emplazados los seres humanos, sencillamente por esto: por ser humanos.

Roman Piña Homs // El mundo (edición Baleares)