Las iniciativas apostólicas de los fieles en el ámbito de la educación

Estudio de Carlos José Errazuri, de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, publicado en "Romana" nº 11 (1990).

Aspectos canónicos

En estas páginas pretendo afrontar en perspectiva canónica las cuestiones relativas al apostolado de los fieles en el campo de la educación. Trataré de las iniciativas educativas promovidas por los fieles, como fruto de su personal responsabilidad, en un sector vital para la conformación cristiana de la sociedad. Para comenzar este análisis, me parece oportuno una referencia a las fuentes, principalmente al nuevo Código de Derecho Canónico[1], interpretado a la luz de los documentos del Concilio Vaticano II que constituyen su inmediato y principal fundamento magisterial. El examen de estas fuentes y de otras referentes a la materia[2] será objeto de los dos primeros apartados del presente trabajo. Sobre estas bases se expondrá después, en el tercer y último apartado, un intento de sistematización de la materia.

1. Las iniciativas educativas de los fieles en el Código de Derecho Canónico

En una cuestión como la presente no podemos quedarnos satisfechos con la simple exégesis de cada precepto codicial o versículo conciliar, pues en vano se buscará un texto en el que confluyan todos los elementos en juego, y en el que se formule expresamente el derecho de los fieles a promover iniciativas escolares inspiradas en la fe cristiana. En una aproximación global y sistemática al Código y a los documentos del Vaticano II resulta fácil, en cambio, encontrar los fundamentos de este derecho. En este apartado expondré las principales bases codiciales. En el siguiente intentaré una profundización de ellos a la luz del Concilio.

El título del CIC sobre la educación católica se abre con el siguiente enunciado: «Los padres, así como aquellos que hacen sus veces, están obligados y tienen el derecho de educar a la prole; los padres católicos tienen también el deber y el derecho de escoger los medios y las instituciones a través de las que, según las circunstancias del lugar, puedan proveer mejor a la educación católica de los hijos» (can. 793 § 1). El texto distingue el nivel natural —relativo a todos los padres— y el sobrenatural —propio de los padres cristianos—, mostrando así la continuidad y la armonía entre las situaciones jurídicas de ambos niveles. En la segunda frase se declara el derecho-deber de educar cristianamente a la prole —formalizado de modo más amplio por otros cánones (cfr. can. 226 § 2, in fine; 774 § 2; y 1136)— desde un punto de vista particular: el de la elección de los medios e instituciones a través de los que se debe proveer a la educación católica de los hijos. La estrecha relación del medio principal para la educación de los hijos —la escuela— con la función de los padres, en relación a la cual aquélla tiene naturaleza auxiliar, se evidencia muy bien en el canon 796 § 1: «Entre los medios para realizar la educación, los fieles tengan en mucho las escuelas, que constituyen una ayuda primordial para los padres en el cumplimiento de su deber de educar»[3].

Debe sin embargo ampliarse la perspectiva, considerando, por una parte, que también aquellos fieles que no son padres ni hacen sus veces tienen derecho a participar en la labor educativa, incluidos los aspectos que se refieren a la transmisión del Evangelio; y, por otra parte, que la educación no termina con la escuela —entendida en el nuevo CIC solamente como la escuela inferior y media—, sino que comprende también el nivel universitario o, de modo más general, superior (cfr. can. 814)[4]. Por tanto, la posición jurídica del fiel respecto a la educación cristiana puede ser concebida de manera más general, como participación en la misión educativa de la Iglesia, a lo que hace referencia el can. 794 § 1: «De modo singular, el deber y derecho de educar compete a la Iglesia, a quien Dios ha confiado la misión de ayudar a los hombres para que puedan llegar a la plenitud de la vida cristiana». Respecto a este texto debe sin embargo evitarse toda interpretación reductiva que siga identificando en este sector a la Iglesia con su dimensión institucional, y que considere a los fieles como mera longa manus de la Jerarquía. En realidad, la participación de los fieles en la misión educativa de la Iglesia se configura como una función suya propia, que se apoya sobre la función y el derecho natural a educar que les corresponde. Una vez más nos encontramos con la continuidad entre el orden natural y el sobrenatural.

Desde el punto de vista de las instituciones, el CIC reconoce la existencia de iniciativas que, siendo realmente católicas (reapse catholica es la expresión utilizada tanto en el ámbito de las escuelas —cfr. can. 803 § 3— como en el de las universidades —cfr. can. 808—), no pueden usar el nombre de «católica», si no es con el consentimiento de la autoridad eclesiástica[5]. Estas escuelas o universidades efectivamente católicas comprenden obviamente las nacidas de la autónoma actividad de los fieles: más aún, son estas últimas las que se contemplan primariamente en esos cánones, ya que de por sí no plantea ningún problema el hecho de que las iniciativas educativas de la Iglesia en cuanto institución utilicen por regla general la denominación de «católica».[6] Otras disposiciones presuponen con mucha claridad que no puede identificarse escuela o universidad oficialmente católica —relacionada con la dimensión institucional de la Iglesia[7]- con escuela o universidad cuya inspiración sea verdaderamente católica. A la luz de esa distinción deben ser leídos, por ejemplo, los siguientes preceptos, en los que se evita la expresión «escuela católica»: «Los padres han de confiar sus hijos a aquellas escuelas en las que se imparta educación católica (...)» (can. 798)[8]; «Si no existen escuelas en las que se imparta una educación imbuida del espíritu cristiano, corresponde al Obispo diocesano procurar su creación.» (can. 802 § 1)[9]. Por otra parte, el can. 809, acerca de la solicitud de la Conferencia Episcopal para que existan en su territorio centros de estudios superiores verdaderamente católicos, prescinde con toda intención del empleo de la categoría de «universidad católica», y prefiere una descripción sustancial de su intrínseca identidad católica[10]. Y, fuera de los casos ya excepcionales en los que las escuelas y universidades públicas —del Estado o de otras instituciones seculares públicas— tengan dicha identidad católica, ¿de dónde van a proceder estas entidades educativas verdaderamente relacionadas con la fe —aparte las iniciativas de la misma Iglesia en cuanto institución— sino de la iniciativa privada de los fieles?

En la normativa del CIC sobre los deberes de los fieles y de los laicos se encuentran las bases jurídicas eclesiales de estas iniciativas. Pienso que el precepto más relevante a estos efectos es el can. 216, según el cual: «Todos los fieles, puesto que participan en la misión de la Iglesia, tienen derecho a promover y sostener la acción apostólica también con sus propias iniciativas, cada uno según su estado y condición; pero ninguna iniciativa se atribuya el nombre de católica sin contar con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente.» La educación cristiana constituye sin duda una actividad apostólica, y por lo tanto las iniciativas apostólicas educativas deben incluirse en la anterior formulación, que, bajo este aspecto, guarda relación con el derecho fundamental de anunciar el Evangelio, proclamado por el can. 211. Pero la educación cristiana integral no comprende sólo la educación religiosa y moral en sentido estricto, sino que incluye la formación humana integral[11], que no por eso cambia su propia índole de actividad situada —también jurídicamente— en el ámbito tradicionalmente denominado secular o temporal. Por tanto, resulta también pertinente el respectivo derecho de libertad en lo temporal al que se refiere el can. 227: «Los fieles laicos tienen derecho[12] a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables.» Este derecho debe ser respetado por todos en la Iglesia, incluida obviamente la autoridad eclesiástica. Desde esta perspectiva, el reconocimiento de la autonomía eclesial de las empresas educativas promovidas por los mismos fieles lleva también consigo un reconocimiento de la libertad en lo temporal propia de los fieles implicados en ellas.

2. Las iniciativas educativas privadas de los fieles a la luz de la doctrina del Concilio Vaticano II

La disciplina del libro III del CIC en el campo educativo está especialmente inspirada —como es obvio— en la declaración Gravissimum educationis del Concilio Vaticano II, dedicada precisamente a la educación cristiana[13]. Así como de este texto conciliar y de la historia de su redacción no parece posible extraer muchas conclusiones sobre el estatuto jurídico-canónico de las escuelas y de las universidades católicas[14], tampoco es posible encontrar en él indicaciones inmediatas de índole jurídico-canónica respecto a la cuestión que nos ocupa. Sin embargo, existen varios elementos de relieve que pueden arrojar luz sobre el tema. Proceden del planteamiento global del documento, que no se organiza en torno a las instituciones educativas oficialmente católicas, sino en torno a la educación cristiana[15] y al papel de los diversos responsables de la educación —padres, sociedad e Iglesia—[16]. Por otra parte, antes de exponer la doctrina sobre las escuelas y sobre las universidades católicas, la Gravissimum Educationis trata de la doctrina de la Iglesia, respectivamente, sobre las escuelas y sobre las universidades en general[17]. De modo que la actividad de los católicos en el campo de la educación se contempla en toda su amplitud y en sus diversas modalidades, sin reducirla al ámbito de las entidades oficialmente católicas.

Por otro lado, en el n. 4 del mismo documento, que introduce el apartado sobre las escuelas y las universidades, el Concilio expone una distinción que me parece importante para hacerse cargo del problema en su totalidad. Entre los múltiples medios aptos para educar, se distinguen primero aquellos que la Gravissimum educationis considera como «propios» de la Iglesia, de los cuales sólo se menciona el ejemplo prioritario de la catequesis. Y luego se añade: «La Iglesia valora también y procura impregnar con su espíritu y elevar los otros medios, que pertenecen al patrimonio común de los hombres y que son particularmente adecuados para el perfeccionamiento moral y para la formación humana, como son los instrumentos de comunicación social, las múltiples sociedades de carácter cultural y deportivo, las asociaciones juveniles y en primer lugar las escuelas». El Concilio declara por lo tanto que las escuelas en cuanto tales son medios educativos que pertenecen al patrimonio común de los hombres. Su relación sustancial con los derechos naturales de la persona, así como con el derecho de libertad del cristiano en el ámbito temporal, constituye una lógica consecuencia jurídica de la concepción precedente.

Sin embargo, la doctrina de esta declaración debe ser iluminada por otros pasajes conciliares, que resultan más explícitos en materia de acción apostólica de los fieles. Este método de recíproca interconexión entre los documentos magisteriales, siempre necesario dada la unidad esencial del Magisterio, aparece particularmente eficaz cuando se trata del último Concilio ecuménico, cuyo mensaje goza de una peculiar coherencia de fondo. No es del caso analizar ahora su rica doctrina eclesiológica —contenida sobre todo en la constitución dogmática Lumen gentium y desarrollada por lo que se refiere al apostolado de los laicos en el decreto Apostolicam actuositatem—, acerca de la participación de todos los fieles por razón del bautismo en la misión salvífica de Cristo y de la Iglesia —en que se funda su derecho fundamental a difundir la Palabra de Dios—.

En este momento solamente querría insistir en la importancia de la doctrina de Apostolicam actuositatem, n. 24 en el ámbito de las iniciativas apostólicas de los fieles en el sector educativo[18]. Se debe tener presente la variedad de relaciones posibles de las iniciativas apostólicas de los laicos con la Jerarquía, como aparece en los sucesivos párrafos de aquel número. Prestaremos particular atención a lo que se dice en el último párrafo acerca de «las obras e instituciones de orden temporal». En lo que a ellas se refiere, «la función de la Jerarquía eclesiástica es enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que deben observarse en las cosas temporales; tiene también el derecho de juzgar, tras madura consideración y con la ayuda de peritos, acerca de la conformidad de tales obras e instituciones con los principios morales, y dictaminar sobre cuanto sea necesario para salvaguardar y promover los fines de orden sobrenatural» (n. 24g). El entrelazamiento de orden espiritual —de la salus animarum— y orden secular exige por tanto no olvidar esta última modalidad de relación de ciertas iniciativas verdaderamente apostólicas —pero de naturaleza esencialmente temporal— con la autoridad eclesiástica. Y entre este tipo de iniciativas deben contarse desde luego las dirigidas a la educación integral de la persona. Éstas deben considerarse incluidas dentro de aquellas iniciativas que el decreto, en el número dedicado al apostolado de animación cristiana de lo temporal, describe en los siguientes términos: «Entre las obras de semejante apostolado sobresale la acción social de los cristianos, que el santo Concilio desea que se extienda hoy día a todo el ámbito temporal, también de la cultura» (n. 7e). No hay duda por tanto de que la doctrina conciliar concibe el apostolado de la cultura como una parte del apostolado de cristianización de lo temporal, en directa relación con el derecho de los fieles a iluminar con la Palabra de Dios todas las realidades humanas.

Merecen recordarse otros textos conciliares que me parecen particularmente útiles a efectos de nuestra investigación[19]. En el marco de las repetidas enseñanzas conciliares sobre la legítima autonomía del orden temporal[20], conviene tomar en consideración las llamadas a que se distinga entre los derechos y los deberes de los fieles en cuanto tales —es decir, en la Iglesia— y en cuanto ciudadanos —o sea, en la sociedad civil—. Así, la Lumen gentium dirige la siguiente llamada a los fieles: «Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo actual» (n. 36d). Y la Gaudium et spes subraya que: «Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores» (n. 76a).

Por otra parte, es oportuno recordar la distinción que, en el ámbito de los instrumentos de comunicación social —cuya analogía con las escuelas a estos efectos es bien patente[21]-, formula el decreto Inter mirifica, n. 14a: «para imbuir plenamente de espíritu cristiano a los lectores, créese y desarróllese también una prensa genuinamente católica, la cual —promovida y en dependencia directa de la misma autoridad eclesiástica, o bien de los católicos— ha de publicarse con la intención manifiesta de formar, consolidar y promover una opinión pública en consonancia con el derecho natural y las doctrinas y los preceptos católicos así como de difundir y exponer adecuadamente los hechos relacionados con la vida de la Iglesia». La doble modalidad indicada por el Concilio —dependencia de la autoridad eclesiástica o bien de los católicos— resulta perfectamente aplicable en el ámbito de las empresas educativas que tienen identidad católica.

Para completar este panorama de fuentes conciliares referentes a nuestro tema, debe señalarse el pasaje de la declaración Dignitatis humanæ, n. 4e, en el que se afirma: «en la naturaleza social del hombre y en la misma índole de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso propio, pueden reunirse libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas, sociales».

3. Hacia una sistematización: la participación de los fieles y de la Iglesia en cuanto institución en los aspectos humanos, doctrinales y pastorales de las iniciativas educativas efectivamente católicas.

Sobre la base de los datos recogidos en las fuentes es posible intentar una sistematización de esta materia. En las iniciativas educativas inspiradas por la fe católica se pueden diferenciar tres aspectos: la educación humana —naturalmente impregnada de espíritu cristiano—; la educación doctrinal-religiosa —o sea, la enseñanza de la religión o de la teología—; y la asistencia pastoral. Me propongo analizar aquí la participación de los fieles —en cuanto tales— y de la Iglesia como institución en cada una de estas tres componentes de la escuela o de la universidad efectivamente católica.

La dimensión humana de la educación —que es esencial en estas instituciones educativas— las asimila a todas las demás instituciones educativas —sean privadas o públicas—. Esta tesis —acogida por el Concilio Vaticano II en el mencionado pasaje de la declaración Gravissimum educationis, n. 4— es decisiva para la comprensión de toda la cuestión: una escuela o universidad sustancialmente católica es ante todo y esencialmente una escuela o una universidad como todas las demás. Su identidad católica no cambia su colocación natural en el ámbito de los medios educativos de los que dispone el hombre en cuanto tal para la transmisión del saber y de las otras dimensiones (morales, físicas, sociales, etc.) propias de la educación. Dicha colocación diferencia netamente estas instituciones de las iniciativas catequéticas, que son siempre esencial y constitutivamente propias de la Iglesia.

Por consiguiente, independientemente del sujeto eclesial que las promueve y del que dependen, todas las entidades escolares reapse catholicæ que obran en el campo de la educación humana a cualquier nivel pertenecen en cuanto tales al orden de las realidades temporales, y por lo tanto quedan inscritas, desde esta perspectiva, en el ámbito de aplicación del derecho secular. La tutela de los derechos y de los deberes fundamentales del hombre en materia educativa, que lleva a cabo las instituciones públicas civiles —en las que se concreta la protección del bien común de la sociedad civil en este campo— es la misma que existe para las iniciativas análogas de carácter educativo que no tienen finalidad de apostolado católico[22].

Sin embargo, no todas las empresas educativas de índole católica poseen el mismo estatuto canónico[23]. Es necesario en efecto distinguir entre las que dependen de los fieles y las que dependen de la Iglesia en cuanto institución. Nótese que el criterio de discernimiento no se refiere a la sustancia del empeño católico de la comunidad educativa, sino sólo a la dependencia jurídica de gobierno[24], es decir, se refiere a quién es el que tiene poderes y responsabilidad sobre el funcionamiento del ente en su dimensión propia de institución educativa.

Los primeros sujetos naturalmente responsables en materia de educación son los mismos padres. Esta prioridad está integrada en el orden de la justicia intraeclesial, de modo que el sujeto al que corresponden primariamente en la Iglesia la promoción y el funcionamiento de las iniciativas escolares —por lo menos de las inferiores y medias— son los mismos fieles que sean también padres[25]. Naturalmente, tienen necesidad de la colaboración de otros fieles[26] —maestros, directores de escuelas, personal administrativo, etc.— para poder ejercitar su natural competencia, pero el título primario de la intervención de los demás fieles es el de colaboradores de los mismos padres.

La función determinante de los padres en la educación y en las escuelas ha sido vivamente percibida, enseñada y promovida por el Beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei. Ya en 1939, en una carta dirigida a sus hijos, explicitaba esta dimensión de su trabajo apostólico en el campo educativo: «En vuestra labor, tened muy en cuenta a los padres. El colegio —o el centro docente de que se trate— son los chicos y los profesores y las familias de los chicos, en unidad de intenciones, de esfuerzo y de sacrificio»[27]. Y añadía: «Buscamos hacer el bien primero a las familias de los chicos, luego a los chicos que allí se educan y a los que trabajan con nosotros en su educación, y también nos formamos nosotros al formar a los demás. Los padres son los primeros y principales educadores (cfr. PÍO XI, Litt. enc. Divini illius Magistri, AAS, 22 [1930], pp. 59 ss.), y han de llegar a ver el centro como una prolongación de su familia. Para eso es preciso tratarles, hacerles llegar el calor y la luz de nuestra tarea cristiana. Tened en cuenta además que, de otra forma, podrían fácilmente destruir —por descuido, por falta de formación o por cualquier otro motivo— toda la labor que los profesores hagan con los estudiantes»[28].

En el caso de la educación superior, la relación con los padres es menor, pero existe otro título que permite afirmar la misma prioridad de la competencia de los fieles. En efecto, los cristianos que se dedican a la enseñanza y a la investigación universitaria son aquellos que primordialmente están llamados —por la misma esencia de su vocación profesional— a animar cristianamente estas áreas, y a hacerlo asociadamente, en virtud de las exigencias sociales que se derivan simultáneamente de la cultura y del apostolado[29].

Las iniciativas apostólicas de los fieles en la animación cristiana del orden temporal —por lo que se refiere a su esencial dimensión humana— constituyen naturalmente un ejercicio de sus derechos humanos en la esfera secular. En consecuencia, aunque sea posible a los fieles recurrir a vías canónicas para la organización de sus propias iniciativas[30], la vía más adecuada a la naturaleza de estas «organizaciones de tendencia» —como son denominadas en el derecho eclesiástico italiano[31]- es la del derecho secular. A la secularidad sustancial de cualquier iniciativa escolar de inspiración cristiana (aun aquellas canónicamente institucionalizadas[32]) se agrega entonces la secularidad del modo jurídico de organizar y de presentar la iniciativa. Esta opción aparece avalada por los mismos pasajes conciliares en los que se invita a distinguir entre los derechos de los cristianos en cuanto miembros de la Iglesia y en cuanto miembros de la misma ciudad terrena[33]. La dimensión verdaderamente apostólica de estas actividades no constituye motivo para que se deba privilegiar, en el momento de la institucionalización de la iniciativa, su nexo con la Iglesia, fundándose en la dimensión apostólica de la actividad. Esto puede incluso hacer menos eficaz —en último análisis también apostólicamente— la acción educativa, porque puede generar injustas discriminaciones por razones religiosas o alejar la participación adecuada —apostólicamente muy interesante— de los no católicos[34].

Se trata pues de aquellas «asociaciones de inspiración cristiana que actúan en lo temporal» de las que habla un documento de la Conferencia Episcopal Italiana de 1981[35]. Estas asociaciones pueden ser reconocidas por el ordenamiento civil de modos diversos, con tal que éstos manifiesten su naturaleza estrictamente secular[36]. En esto está interesada la misma comunidad eclesial, que sabe entonces que su misión apostólica se lleva a cabo según formas plenamente adecuadas a la secularidad de sus propios miembros laicos, formas que se demuestran particularmente eficaces también desde el punto de vista de la evangelización[37].

La dimensión apostólica de este ejercicio combinado de los derechos naturales de educar, de asociarse y de libertad religiosa no implica en absoluto que las respectivas organizaciones deban estar constituidas canónicamente. De hecho la mayor parte del apostolado de los laicos —o sea, del ejercicio de su derecho fundamental a comunicar la palabra de Dios— se realiza a través de vías y modalidades plenamente seculares, que no cambian su naturaleza por el espíritu cristiano y apostólico con que deben ser vividas por los bautizados.

También en este aspecto mi argumentación se inspira en la enseñanza de Mons. Escrivá, que ha puesto de manifiesto la secularidad de estas iniciativas apostólicas de los fieles en el ámbito de la educación. Por lo demás, esta nota caracteriza esencialmente las labores de apostolado promovidas por la Prelatura del Opus Dei en este sector (y en otros afines, como los de la asistencia social). En la misma carta ya citada, el Fundador del Opus Dei escribía: «Nuestro apostolado —repetiré mil veces— es siempre trabajo profesional, laical y secular; y esto deberá manifestarse, de modo inequívoco, como una característica esencial, también —y aun especialmente— en los centros de enseñanza que sean una actividad apostólica corporativa de la Obra. Siempre se tratará, pues, de centros promovidos por ciudadanos corrientes —miembros de la Obra o no—, como una actividad profesional, laical, en plena conformidad con las leyes del país, y obteniendo de las autoridades civiles el reconocimiento que se concede a las mismas actividades de los demás ciudadanos. Además, de ordinario se promoverán con la condición expresa de que no sean nunca considerados como actividades oficial u oficiosamente católicas, es decir, con dependencia directa de la jerarquía eclesiástica. No serán centros de enseñanza, que la Iglesia jerárquicamente fomenta y crea de distinto modos, conforme al derecho inviolable que le confiere su misión divina; sino iniciativas de los ciudadanos, en uso de su derecho de ejercer una actividad de trabajo en los distintos campos de la vida social, y, por tanto, en la enseñanza. Y en uso del derecho de los padres de familia, a educar cristianamente a sus hijos (...)»[38].

Teniendo en cuenta la independencia de estas iniciativas educativas de los fieles con respecto a la Jerarquía eclesiástica, puede surgir la preocupación por la tutela jurídica de su identidad sustancialmente católica. Esta preocupación es justificada, pero no debe oscurecer la naturaleza de las cosas. En efecto, cuando se trata de empresas que trabajan en lo temporal y en las cuales los fieles participan no en cuanto tales, sino a título de miembros de la sociedad civil, no tiene sentido pretender que la autoridad eclesiástica pueda asumir en ellas tareas de gobierno: eso, además de ser por completo imposible, iría contra la naturaleza misma de estas entidades. En este caso, bajo el aspecto del munus regendi, la Jerarquía sólo puede obrar a través de los respectivos fieles: imponiéndoles, si el caso lo requiriese, un determinado comportamiento que se considere necesario para tutelar la naturaleza verdaderamente católica de la actividad que se desarrolla. Pero la ejecución de ese mandato compete a los mismos fieles, que —unidos a otros ciudadanos que como verdaderos corresponsables, puedan estar involucrados en la tarea—, deberán buscar los medios para poner en práctica tales medidas.

De cualquier modo, la responsabilidad primera en la protección de la identidad cristiana de estas organizaciones compete a los mismos fieles interesados. Son ellos los que deberán trazar las vías jurídicas —cláusulas estatutarias y contractuales, procedimientos internos, etc.— que tengan eficacia ante el ordenamiento civil y permitan hacer respetar a todos —también judicialmente— la tendencia ideal que anima a la institución[39]. Por consiguiente, la mayor contribución de la legislación de la Iglesia respecto a estas iniciativas consiste en reconocerlas como tales, o sea, también como ámbitos de legítima libertad de los cristianos en lo temporal (cfr. can. 227)[40]. La alternativa de absorberlas de cualquier modo en la organización eclesiástica para proteger mejor su relación sustancial con la Iglesia privaría a esta última y a la sociedad civil de un medio de apostolado y de promoción humana en plena sintonía con los propósitos conciliares. Es necesario en cambio confiar en estas iniciativas autónomas, y también ayudarlas mediante el oportuno servicio pastoral. Al mismo tiempo, no puede falsearse la libertad de los fieles con respecto a la Iglesia en cuanto institución, como si esa libertad implicase un debilitamiento de los lazos de comunión en la fe o un menor empeño en la obediencia al Magisterio. En ese caso no habría ya un comportamiento eclesial verdadero y se deberían tomar eventualmente las oportunas medidas de protección de la fe común.

Por otra parte, en este campo adquiere particular importancia el munus docendi de la Jerarquía. Esto ha sido claramente expresado por el decreto Apostolicam actuositatem, n. 24g. Tratándose, sobre todo, de iniciativas relacionadas con la transmisión de la verdad, la función del Magisterio reviste una importancia particular. Los fieles están siempre obligados a adherirse y a llevar a la práctica las enseñanzas magisteriales que puedan tener relación con la tarea educativa (contenidos de las disciplinas que se enseñan, moralidad de las investigaciones o prácticas realizadas, etc.). Todas las medidas jurídicas de tutela de la integridad de la fe y de las costumbres pueden ser aplicadas si es necesario en relación con los fieles implicados (aunque no pueden afectar directamente a la estructura escolar de índole secular en cuanto tal).

Pero la función docente de la autoridad eclesiástica que según mi parecer está dotada de mayor incidencia práctica para tutelar el carácter verdaderamente católico de las escuelas y de las universidades es el juicio moral sobre materias temporales, función enunciada también en el párrafo recién citado del decreto sobre el apostolado de los laicos. La Jerarquía, en efecto, puede y a veces debe pronunciarse con autoridad docente —no jurisdiccional— sobre la conformidad evangélica de determinadas iniciativas educativas[41]. Esta posibilidad, ciertamente extrema pero de gran eficacia eclesial, debe evitarse naturalmente por todos los medios posibles. Sin embargo, no se puede olvidar que el principal recurso jurídico con que cuenta la Jerarquía para llevar adelante las negociaciones que se consideren adecuadas con los responsables de los entes educativos consiste precisamente en la posibilidad de formular un juicio negativo que aclare la situación ante la comunidad de fieles y la sociedad civil. Cuando las circunstancias muestren que no hay otra vía para aclarar la situación, la formulación de un juicio de este tipo constituirá un verdadero deber —también jurídico— de la autoridad eclesiástica: vendrá reclamado por el derecho de los fieles a conservar la propia fe y por el derecho de todo hombre respecto a la Palabra de Dios.

Todo esto naturalmente no pretende en absoluto negar la competencia de la Iglesia en cuanto institución para asumir responsabilidades directas en el terreno educativo. En primer lugar, la Iglesia puede garantizar oficialmente, bajo el aspecto doctrinal y moral, la identidad católica de determinadas iniciativas educativas, sin que ello deba comportar la institucionalización eclesiástica de esas iniciativas. Por tanto, éstas se configuran plenamente como organizaciones de derecho secular, en las que la Jerarquía no es titular de potestad de gobierno[42]. La implicación institucional queda así limitada —de modo bastante congruente con las finalidades más propias de la Iglesia en cuanto tal— a lo que es la dimensión religiosa y moral de las actividades[43]. Frente a situaciones que vayan en contra del ideal católico de estas iniciativas, la potestad jurídica de la Jerarquía podrá ejercitarse a través de la ruptura del vínculo que se había instaurado, declinando la específica responsabilidad que había asumido.

El vínculo con la Iglesia como institución puede reforzarse más aún, asumiendo la misma actividad educativa en cuanto tal, que se estructura entonces como forma de presencia institucional de la Iglesia en lo temporal. Conviene tener presente, sin embargo, que ni siquiera en este caso se verifica una transformación, que es imposible, de la dimensión humana de la educación en un aspecto de la misión de evangelización de la Iglesia. «Enseñar ciencias profanas con sentido cristiano no es institutum salutis, sino fructus salutis (entendiendo como tal el criterio cristiano, no la ciencia profana) que normalmente se desarrollará como actividad personal del fiel, aunque también pueda hacerse a través de centros oficiales creados por la autoridad eclesiástica en virtud de su función de fomento o en su caso de la función supletoria. En este último supuesto habría una organización e institucionalización del fructus salutis»[44]. Como consecuencia, «jurídicamente estas actividades están reguladas por el derecho canónico en cuanto a su carácter y estructura institucional eclesiales; pero en cuanto se desarrollan entretejidas en el orden secular, su regulación compete a la autoridad civil, estando amparadas por los derechos naturales o humanos que sean del caso (libertad religiosa, libertad de enseñanza, etc.) y por los principios propios del orden secular (v.gr. principio de subsidiariedad)»[45]. Entran en este ámbito las escuelas y las universidades dependientes de la autoridad eclesiástica —porque responden de ellas entidades canónicas estructuralmente pertenecientes a la Iglesia en cuanto institución (diócesis, parroquias, etc.)—; las gestionadas por otras personas jurídicas públicas —también con base asociativa, como los institutos religiosos[46]- cuya dependencia de la Jerarquía también convierte de algún modo en institucional el compromiso asumido en ellas por la Iglesia; y aquellas que, erigidas por quienquiera que sea, reciben un reconocimiento ad hoc por parte de la Jerarquía.

La intervención de la Iglesia en cuanto tal en este sector, perteneciente por su misma naturaleza al orden temporal, es de naturaleza subsidiaria —en el doble sentido de promoción y suplencia[47]- respecto a la intervención de los fieles, de modo análogo a como lo es la del Estado y de las otras instancias civiles respecto a cualquier particular[48]. Esto no quiere decir sin embargo que las iniciativas de la misma Iglesia en este campo —históricamente muy relevantes— no sigan siendo muy necesarias. Las circunstancias actuales requieren en todas partes una acción incisiva tanto por parte de los fieles —protagonistas naturales en este terreno— como por parte de la Iglesia en cuanto tal; pero la Iglesia debe obrar solícitamente no sólo a través de los propios centros escolares, sino también y sobre todo formando a los fieles, de modo que, entre otras consecuencias, puedan éstos ejercitar sus derechos para crear sus propios centros educativos católicos.

En las iniciativas educativas de inspiración católica, además del compromiso de educar cristianamente a la persona en todos las dimensiones humanas, debe existir —siempre con el debido respeto de la libertad de los destinatarios— el ofrecimiento de formación específicamente cristiana y de asistencia pastoral católica. No analizaré en este momento las múltiples cuestiones que se presentan en estas dos vertientes de las iniciativas educativas institucionalmente[49] católicas. Deseo tan sólo intentar individuar las grandes líneas de la acción de los fieles y de la Iglesia en cuanto tal en cada uno de estos campos.

La formación doctrinal-religiosa impartida en las escuelas y en la universidades, tanto en la enseñanza de la religión como en las disciplinas teológicas, no es una enseñanza que esté vinculada de suyo con el munus docendi jerárquico. En la actualidad existe sin embargo un nexo jurídicamente formalizado a través de la normativa de los can. 805 y 812 sobre los docentes, y del 827 sobre los libros de texto de cualquier nivel. En esta enseñanza se ejercita el derecho fundamental de los fieles a transmitir su conocimiento científico sobre la propia fe. Tratándose de iniciativas educativas dependientes de la misma Iglesia, esta docencia dependerá también —como el respectivo quehacer educativo en su conjunto— de la autoridad eclesiástica, que entonces se hace prioritariamente responsable de todo el proyecto educativo y de su realización. Pero pienso que tampoco en este caso se modifica la naturaleza no jerárquica de esta enseñanza. Conviene subrayar sin embargo que, dada la naturaleza de esta enseñanza, la autoridad de la Iglesia siempre es competente para dictar normas al respecto —obviamente respetando los derechos de los fieles interesados[50]-, en el ejercicio de su munus regendi en favor del bien común eclesial. Dichas normas valen para cualquier actividad educativa en la que los fieles puedan estar presentes pero, excepto en las iniciativas de las que es responsable la Iglesia en cuanto tal, deberán ser aplicadas por los mismos fieles, en uso de su libertad en el ámbito secular[51].

Por lo que concierne a la atención pastoral, por su misma naturaleza depende siempre de la Jerarquía (a diferencia del apostolado en su dimensión bautismal, que compete a todos los componentes de las comunidades educativas, y deberá ser ejercitado por cada uno según su propia función en las escuelas y en las universidades). Los capellanes, las parroquias universitarias y los demás centros en que se desarrolla la pastoral universitaria[52] y todas las iniciativas propiamente pastorales en el ámbito escolar deberán emanar de la Iglesia en cuanto institución, bien a través de la actuación directa de las estructuras pastorales —que nombren los capellanes, erijan parroquias o centros pastorales, etc.—, o bien a través de las competencias concedidas a otras instituciones canónicas —como los institutos religiosos— que, dotados de clero propio, puedan organizar la asistencia pastoral en las propias iniciativas escolares. Toda forma de atención pastoral deberá adecuarse a la índole propia de la organización de que se trate, respetando las legítimas determinaciones de los responsables, de modo que haya siempre la mayor armonía posible entre el proyecto educativo y la atención pastoral que se ofrezca.

Carlos J. Errázuriz M.

Profesor Ordinario de Derecho Canónico

Universidad Pontificia de la Santa Cruz

[1] En adelante será citado como CIC. Cada vez que se citen cánones sin explicitar la fuente, pertenecerán a este Código. Cuando se trate de los cánones del Código anterior para la Iglesia Latina —del 1917—, se utilizará la sigla CIC-17; y para los del reciente Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium (promulgado con la Const. apost. Sacri Canones de Juan Pablo II, 18 de octubre de 1990; publicado en AAS 82 [1990] 1033-1363), se utilizará la sigla CCEO.

[2] Como la reciente Const. apost. Ex corde Ecclesiæ de Juan Pablo II sobre las Universidades Católicas, 15 de agosto de 1990.

[3] El can. 796 §1 contiene consecuencias respecto a lo que se refiere a la participación de los padres en las escuelas y las relaciones con los profesores. La importancia central de los padres en la escuela está subrayada claramente.

[4] La doctrina canónica ha puesto de relieve la diferencia que media entre la universidad católica (la única a la que ahora me refiero) y la universidad eclesiástica —distinción que constituye el cimiento de la nueva normativa canónica sobre la educación superior—: «la nueva legislación y su conceptualización legal de dos tipos distintos de universidad, deberían interpretarse a la luz de dos principios: 1) Ante todo el de la participación en la misión de la Iglesia en el mundo, a la que cooperan todos los fieles mediante sus iniciativas, en este caso a través de la creación de universidades. Esta participación no se encuentra expresamente mencionada en los can. 807 a 814, pero se funda en otros cánones. En efecto, ella aparece como la realización de un derecho basado en la condición adquirida al recibir el bautismo y la confirmación (can. 225). 2) Enseguida, el de una reserva hecha por la autoridad competente respecto al ejercicio de ese derecho de constituir universidades, en razón del mismo objeto de los estudios realizados en una universidad eclesiástica, reserva que explica la creación de un estatuto particular de universidad». (P. VALDRINI, Les universités catholiques: exercise d'un droit et contrôle de son exercise (canons 807-814), en "Studia Canonica", 23 [1989], pp. 450 s.). Sobre esta distinción conceptual en el nuevo ordenamiento legal universitario de la Iglesia, cfr. también H. SCHWENDENWEIN, Katholische Universitäten und kirchliche Facultäten. Begriffliche und kompetenzmäßige Klärungen in der neueren kirchlichen Rechtsentwicklung, en AA.VV., "Ecclesia Peregrinans. Josef Lenzenwerg zum 70. Geburtstag", a cargo de K. AMON, Wien 1986, pp. 379-389.

Para un cuadro general sobre la historia y sobre la situación actual de las universidades católicas en el derecho canónico —con útiles referencias bibliográficas—, cfr. la tesis doctoral de W. SCOTT ELDER III, Catholic Universities in current Church Law. Their Nature, Purpose and Control, Rome 1987.

[5] Se aplica así en este ámbito la regla general del can. 216, in fine. [6] Sin embargo, no existe una norma que les obligue a hacerlo: de por sí se trata de una cuestión de nombres.

[7] La comisión encargada de la redacción del nuevo CIC, después de un largo debate (cfr. Communicationes, 20 [1988], pp. 127 ss., 138, 141 ss., 173-175), ha optado por una definición alternativa de «escuela católica», que implica siempre un nexo con la Iglesia como institución (como se concluye sobre todo de la norma del can. 806 § 1, sobre las competencias específicas del Obispo diocesano respecto a las escuelas católicas): «Schola catholica ea intellegitur quam auctoritas ecclesiastica competens aut persona iuridica ecclesiastica publica moderatur, aut auctoritas ecclesiastica documento scripto uti talem agnoscit» (can. 803 § 1). Cuando los documentos de la Congregación para la Educación Católica hablan de escuelas católicas, es lógico que adopten el término en el sentido técnico del CIC, y que por tanto ofrezcan una visión del tema fácilmente relacionada con la acción de la Iglesia en cuanto institución (materia precisamente para la que es competente —a nivel universal— la mencionada Congregación). Así ocurre, por ejemplo, con el documento La scuola cattolica, 1977, en "Seminarium" 33 (1981) 15-41. Por eso, este documento, en los números 71 s., habla de que las escuelas católicas reciben un mandato de la Jerarquía en el sentido del decreto Apostolicam actuositatem (en adelante citado como AA), 24 del Concilio Vaticano II. Sin embargo, no sería legítimo deducir que otras formas de presencia de los cristianos en instituciones educativas efectivamente católicas resultan menos adecuadas: aunque éstas no puedan obviamente ser consideradas escuelas católicas en sentido canónico formal.

En el caso de las universidades católicas, el CIC no ofrece ninguna definición de su estatuto jurídico. El CIC, además de la ya citada norma sobre el uso del nombre universitas catholica (cfr. can. 808), se limita a declarar el derecho de la Iglesia a instituirlas y a fundarlas (cfr. can. 807), pero sin distinguir entre los distintos sujetos eclesiales que pueden intervenir, y sin ofrecer una noción canónica de universidad católica. Esta laguna ha sido colmada por la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ, cit., que, además de ofrecer una descripción de lo que constituye la naturaleza de una universidad católica en sentido sustancial (cfr. art.2), determina cuáles son las condiciones que ha de reunir una universidad para ser considerada formalmente católica a los efectos de la legislación eclesiástica (cfr. art. 3). Se distinguen tres categorías: las universidades erigidas o aprobadas por la Jerarquía eclesiástica (Santa Sede, Conferencia Episcopal u otra Asamblea de la Jerarquía católica, o bien el Obispo diocesano); las erigidas por un instituto religioso o por otras persona jurídica pública, con el consentimiento del Obispo diocesano; y las erigidas por otras personas eclesiásticas o laicas, con el consentimiento de la competente Autoridad eclesiástica, según las condiciones que se acuerden entre las partes. En una línea similar se coloca el can. 642 del CCEO, el cual aporta un concepto canónico mucho más restringido: se consideran universidades católicas únicamente las erigidas o aprobadas ya sea por la autoridad administrativa superior de una Iglesia sui iuris, habiendo consultado previamente a la Sede Apostólica, o bien por la misma Sede Apostólica. Queda claro entonces que finalmente se ha optado por un concepto canónico formal de universidad católica —análogo al de escuela católica—, que deja fuera de esta normativa aquellas iniciativas educativas verdaderamente católicas en las que no hay intervención oficial con la Jerarquía eclesiástica, y por tanto, un vínculo formal con la Iglesia en cuanto institución. Por lo demás, como se afirma en la Relatio de 1981, la mens del CIC es que puede cualquiera erigir una universidad verdaderamente católica en la Iglesia (cfr. "Communicationes" 15 [1983], p. 103), y no me parece que no debe estimarse que exista obligación canónica alguna en el sentido de que todas las iniciativas universitarias promovidas por los fieles tengan que convertirse en universidades católicas a efectos del art. 3 de la Const. ap. Ex corde Ecclesiæ. Se confirma así la distinción, propuesta por la doctrina, entre universidad católica en sentido material y en sentido formal (así se pronuncia J. HERVADA, Sobre el estatuto de las Universidades católicas y eclesiásticas, en AA.VV., "Raccolta di scritti in onore di Pio Fedele", vol. I, a cargo de G. Barberini, Perugia 1984, pp. 507-511).

[8] El iter de este canon fue muy laborioso: cfr. "Communicationes" 20 (1988) 223 ss. y sobre todo el texto del Schema Codicis Iuris Canonici (1980), can.753 (comparándolo con el del Schema canonum libri III de Ecclesiæ munere docendi [1977], can. 50 § 1). Finalmente se estimó que la sustancia de la educación católica debía prevalecer sobre cualquier otra consideración acerca de la organización de las escuelas (se eliminó por eso la mención de la escuela católica en sentido propio). Por lo demás, en los can. 1372-1374 del Código anterior estaba presente el mismo planteamiento sustancial —y no formal— de la cuestión.

[9] También en el CIC-17 el canon paralelo 1379 § 1, en relación con el can. 1373, manifestaba con idéntica claridad la índole subsidiaria de la intervención de la autoridad diocesana.

[10] Cfr. también el canon paralelo, el 1379 del CIC-17, que hablaba de Universitates doctrina sensuque catholico imbutæ. [11] Cfr. las enseñanzas de la encíclica Divini illius Magistri de Pío XI, 31 de diciembre de 1929 (en AAS 22 [1930] 55 ss.), a propósito de la relación de todas las disciplinas y aspectos de la educación con la fe y las costumbres. Sobre este punto, cfr. además, CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Dimensione religiosa dell'educazione nella scuola cattolica, 7-IV— 1988, en "Seminarium" 39 (1988) 163-211.

[12] De este derecho son en realidad titulares todos los fieles, aunque el ejercicio lo tengan condicionado —a veces fuertemente— por el estado eclesial (de clérigo o de religioso).

[13] En adelante se citará con la sigla GE.

[14] No se quiso dirimir la discusión del tema: después de haber descrito la sustancia del espíritu católico de una comunidad escolar, la GE, n. 9a, dice: «Aunque la escuela católica pueda adoptar distintas formas según las circunstancias locales, todas las escuelas que dependen de algún modo de la Iglesia han de conformarse a esta imagen de la escuela católica (...)». Sobre esta cuestión, cfr. G. Baldanza, Appunti sulla storia della Dichiarazione "Gravissimum Educationis": il concetto di Educazione e di Scuola Cattolica, en "Seminarium" 37 (1985) 13-54. Por otra parte, el n. 10a se refiere a una presencia veluti publica, stabilis atque universalis del pensamiento cristiano en la cultura a través de las universidades católicas, y es claro que con esa matizada alusión a la dimensión pública no se pretende resolver ninguna cuestión jurídica, sino sólo indicar una relevancia social de hecho.

[15] Cfr. n. 2, el cual a su vez presupone el n. 1, dedicado a la educación en general.

[16] Cfr. n. 3.

[17] Sobre las escuelas, cfr. nn. 5-9; sobre las universidades, cfr. n. 10.

[18] Cfr. J. HENDRICKS, Schola catholica, Ecclesia, Civilis Societas, en "Periodica" 76 (1987) 301-303, el cual muestra muy oportunamente la necesidad de interpretar la doctrina de GE a la luz de otros pasajes relevantes del Concilio sobre el apostolado de los laicos —especialmente AA, n. 24—.

[19] Los principales vienen oportunamente citados en la exposición de A. DEL PORTILLO sobre Los laicos y las Universidades de inspiración católica (en "Fieles y laicos en la Iglesia", Pamplona 1991, 3ª ed., pp. 244-248).

[20] Cfr. Const. dogm. Lumen gentium (en adelante LG), n. 36; Const. past. Gaudium et spes (en adelante GS), n. 76; AA, n. 7.

[21] Muestra esta analogía el texto, ya citado, de GE, n. 4.

[22] Así lo hace notar S. BERLINGÓ, La libertà della scuola confessionale, en AA.VV., "Studi di diritto ecclesiastico in tema di insegnamento", a cargo de S. GHERRO, Padova 1987, p. 45: «La específica connotación confesional que posea una escuela no es apta de suyo para evitar que se extienda a ella el fundamento de derecho constitucional común en que se apoya la libertad de los institutos homólogos de instrucción no confesional». De esto derivan muchas consecuencias relevantes desde el punto de vista de las ayudas de la sociedad civil a las escuelas y universidades de inspiración católica. No hacen falta privilegios, sino la normal justicia distributiva en el campo escolar.

[23] El derecho eclesiástico de los Estados no podrá dejar de reconocer también esta diversidad: cuando está directamente comprometida la Iglesia en cuanto tal, nos encontramos frente a un sujeto dotado de su propio ordenamiento jurídico de carácter universal, cuya autonomía ha sido reconocida clásicamente mediante el concepto de soberanía. No es pertinente ahora tratar sobre la relación entre derecho civil y derecho canónico en esta materia. Me limitaré a indicar que entonces surge la cuestión relativa a las relaciones institucionales entre la Iglesia y la comunidad política, cuestión que no tiene sentido tratándose de escuelas promovidas por los católicos en cuanto ciudadanos.

[24] El criterio de la creación también es importante, pero lo que en último término determina la naturaleza canónica de la institución es la existencia o no de un nexo actual con la Iglesia en cuanto institución.

[25] Esta participación de los padres en todas las escuelas —también en las formalmente católicas— la hace resaltar F. RETAMAL, La misión educadora de la Iglesia, en "Seminarium" 33 (1983) pp. 563 ss. Cfr. también F. MORRISEY, The Rights of Parents in the Education of their Children (can. 796-806), en "Studia canonica" 23 (1989) pp. 429-444.

Por otra parte, deben subrayarse en este campo los derechos de la familia como sociedad natural (y también su participación en la vida de la Iglesia): cfr. la Carta de los derechos de la familia, presentada por la Santa Sede el 24 de noviembre de 1983, en Enchiridion Vaticanum, Bologna 1987, vol. 9, 538-552.

[26] Los no católicos pueden participar en las iniciativas educativas esencialmente católicas. Es otra consecuencia del hecho de que esta realidad pertenezca a la esfera de lo temporal. Sin embargo —y ésta es la razón por la que sólo menciono a los fieles en el texto— la natural conditio sine qua non para la subsistencia de la identidad católica es la activa presencia de los fieles que vivifica sobrenaturalmente tales comunidades educativas. Su proporción es una cuestión de hecho, sobre la cual no pueden establecerse reglas a priori.

[27] Carta, 2-X-1939, n. 22.

[28] Ibid.

[29] Por lo demás, esta misma argumentación relativa a las funciones de los docentes es también aplicable, si bien de modo secundario, a las escuelas inferiores y medias, es decir, a las que están esencialmente dirigidas a una función de ayuda a los padres.

[30] De hecho puede utilizarse, por ejemplo, la vía de las asociaciones privadas de los fieles —tengan o no personalidad canónica privada— (cfr. can. 298 § 1 y 217, que enuncian entre los posibles fines de las asociaciones canónicas de fieles la animación cristiana de lo temporal). También son posibles fórmulas como las de las asociaciones públicas con mandato a las que se refiere el decreto AA, n. 24c, en las cuales el carácter público de la institución no impide la índole sustancialmente privada de la actividad que se desarrolla. En esta última hipótesis existe ciertamente un fenómeno mixto de presencia de la Iglesia en cuanto institución y de los fieles a título propio en la educación, pero en ella prevalecen, a mi juicio, la presencia y la consiguiente responsabilidad de los fieles asociados, con amplios ámbitos de autonomía eclesial. Por otra parte, para que la organización respectiva sea una realidad jurídico-canónica puede bastar el consentimiento o el reconocimiento de la autoridad eclesiástica (como por ejemplo está previsto por el can. 805 §1 y por el artículo 3 de la Const. apost. Ex corde Ecclesiæ). En tal caso la institución —en virtud de un acuerdo entre sus responsables y la Jerarquía eclesiástica— entra en el ámbito de la legislación eclesiástica sobre las escuelas o universidades católicas en sentido formal.

[31] En la doctrina eclesiástica italiana, cfr. F. SANTONI, Le organizzazioni di tendenza e i rapporti di lavoro, Milán 1983; M.G. MATTAROLO, Il rapporto di lavoro subordinato nelle organizzazioni di tendenza, Padova 1983; y G. LO CASTRO, Relazione (sobre el tema de las relaciones del trabajo en las organizaciones de tendencia), en AA. VV., "Rapporti di lavoro e fattore religioso", Nápoles 1988, pp. 47-72. Cfr. también JORGE OTADUY, La extinción del contrato de trabajo por razones ideológicas en los centros docentes privados, Pamplona 1985.

[32] Esta secularidad constitutiva suscita siempre la cuestión del reconocimiento civil de dichas escuelas y universidades, y no sólo a los efectos inherentes al reconocimiento de cualquier ente eclesiástico, sino también por múltiples exigencias de funcionamiento interno que se derivan de la competencia de la autoridad pública secular en este ámbito —compatibles con la naturaleza eclesial o eclesiástica de estas instituciones educativas con su consiguiente autonomía—.

[33] Cfr. LG, n. 36d y GS, n. 76a.

[34] A este motivo de eficacia alude LG, n. 36d.

[35] Cfr. Comisión Episcopal para el Apostolado de los laicos, de la CEI, Nota pastoral Criteri di ecclesialità dei gruppi, movimenti, associazioni, 22-V-1981, en "Enchiridion CEI", Bologna 1986, vol. 3, 597. Aunque este documento sea anterior al nuevo CIC, las consideraciones que contiene sobre esta cuestión permanecen plenamente vigentes, ya que se adecúan al reconocimiento conciliar —y también codicial (cfr. can. 227)— del derecho de libertad de los fieles en lo temporal. La nota pastoral describe tales asociaciones en los siguientes términos: «son aquéllas cuyos miembros, interpretando las distintas situaciones culturales, profesionales, sociales, políticas, a la luz de los principios cristianos, e interviniendo en ellas para hacerlas crecer con propósitos de auténtico y pleno humanismo, se comprometen exclusivamente a sí mismos en su propia acción, actuando siempre y solamente bajo la responsabilidad propia, personal y colectiva. Se trata de realidades asociativas que, aunque revisten una gran importancia como instrumentos concretos de una eficaz acción de los cristianos en el mundo, no presentan sin embargo una específica consistencia eclesial; entre otras cosas, pueden adherir a ellas o prestarles ayuda personas que comparten su ideal y sus programas, aunque no hagan suyo un determinado compromiso personal de fe y de vida eclesial». Y en una nota se añade: «Si bien se mira, se trata de organismos "civiles" más que "eclesiales" (...). En estos organismos se manifiesta más bien el derecho de libre asociación para finalidades que no se opongan a los valores fundamentales, derecho que es propio de la persona humana en cuanto tal y reconocido de ordinario como derecho constitucionalmente garantizado en los Estados verdaderamente democráticos». Por lo que se refiere a la relación con la autoridad eclesiástica, se precisa: «La autoridad pastoral de la Iglesia, en consecuencia, no asume una responsabilidad directa con respecto a ellas». Y se recuerda que la Jerarquía puede, y en ocasiones debe, tomar posiciones en relación a estas realidades, citando muy oportunamente el último párrafo de AA, n. 24.

[36] Por ejemplo la Asociación FAES (Famiglia e Società) —cuya inspiración ideal se remite «a la tradición cristiana, tal como se encuentra en la vida y en el buen sentido de tantas familias, y a algunas líneas características del ejemplo y de la enseñanza del Beato J. Escrivá»— trabaja en este sector en Italia a través de cooperativas de gestión escolar, mediante organismos jurídicos de carácter cooperativo de índole netamente secular (la cita está tomada de A. CIRILLO, voz FAES, en "Enciclopedia Pedagogica", Brescia 1989, vol. 3, col. 4727; en la voz completa se encontrará —col. 4726-4732— una información básica bastante completa, con bibliografía). Las fórmulas legales dependerán de la legislación de cada país y de lo que se considere en cada caso más conveniente.

[37] Por su claridad permítaseme una cita un tanto larga de la descripción de estas iniciativas hecha por G. DALLA TORRE: «son las constituidas y gestionadas por los particulares (sean personas físicas o personas jurídicas, entes con base asociativa o fundacional constituidos sólo civilmente, etc.), los cuales diseñan un proyecto educativo conforme a los principios católicos, pero que por una elección explícita no pretenden calificarse formalmente como "escuelas católicas", ni tienen en consecuencia el correspondiente reconocimiento de la competente autoridad eclesiástica (cfr. a este propósito lo dispuesto en el juego de los párrafos 1 y 3 del can. 803; cfr. también el can. 216). Estas últimas parecen constituir explicitaciones, en el campo concreto de la experiencia, de la enseñanza conciliar sobre la doble vía —oficial o jerárquica, o bien, personal y privada— que ha de recorrerse según el distinto modo de relacionarse la Iglesia con lo temporal. En razón de su calificación formal, que tiende a no involucrar a la Iglesia en actividades escolares que procuran sin embargo una educación católica, estas escuelas no están sujetas obviamente a las específicas disposiciones canónicas dictadas para las escuelas católicas, tanto a nivel universal como particular, y caen de lleno en la disciplina estatal. Eso no quiere decir naturalmente que los fieles —de los cuales esas iniciativas constituyen expresiones tangibles— no estén sujetos, también específicamente en el campo de la actividad educativa y de instrucción, a los vínculos comunes de obediencia hacia lo que los pastores declaran como maestros de la fe o disponen como cabeza de la Iglesia (cfr. can. 212, § 1)» (Scuola e "question scolaire". Sondaggi nella nuova codificazione canonica, en AA. VV., "Studi in memoria di Mario Condorelli", vol. I, Milano 1988, pp. 441 ss.). Cfr. también D. Le Tourneau, La prédication de la parole de Dieu et la participation des laïcs au "munus docendi": fondements conciliaires et codification, en "Ius Ecclesiæ" 2 (1990) 121.

[38] Carta, 2-X-1939, n. 23.

[39] Así por ejemplo en el FAES se ha previsto de este modo: «La Carta de los principios educativos formulada en 1977 ha sido acogida en el contrato y en el reglamento del personal y ha sido hecha formalmente propia por las distintas cooperativas de los padres de cada escuela como garantía de la finalidad ideal que configura el FAES como uno de esos entes particulares que la doctrina y la jurisprudencia definen como "Organizaciones de tendencia"» (ibid., cit.).

[40] Sobre este reconocimiento en relación a las universidades, A. DEL PORTILLO ha escrito: «parece muy oportuno que se proclame con toda claridad la posibilidad y la conveniencia de que los laicos creen, bajo su responsabilidad, Universidades y otros centros de enseñanza superior dedicados al cultivo de ciencias profanas según una concepción católica de la cultura» (Fieles y laicos en la Iglesia, cit., p. 247). Este reconocimiento es distinto del que hace que una iniciativa se transforme en oficialmente católica.

[41] Cfr. A. DE FUENMAYOR, El juicio de la Iglesia sobre materias temporales, en "Ius Canonicum" 12 (1972) 106-121.

[42] En esto la diferencia es neta respecto a la ya mencionada posibilidad de creación de asociaciones públicas de fieles con fines educativos.

[43] En esta línea se sitúa la responsabilidad que asume la Prelatura del Opus Dei respecto a determinadas iniciativas con fines educativos, asistenciales, etc., que promueve institucionalmente. Los Estatutos de esta estructura pastoral de la Iglesia declaran que la responsabilidad no se refiere nunca a los aspectos técnicos o económicos de las iniciativas, sino sólo a la vivificación cristiana mediante los oportunos medios de orientación y formación doctrinal y espiritual, así como a través de la adecuada asistencia pastoral. Se prevé también la posibilidad de una simple asistencia espiritual respecto a las iniciativas promovidas por los miembros de la Prelatura con otras personas (cfr. nn. 121-123 de los Estatutos, en A. DE FUENMAYOR — V.GÓMEZ-IGLESIAS — J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 1989, p. 646).

Esto representa una opción plenamente legítima y muy congruente con la eclesiología conciliar. Sin embargo, el Fundador del Opus Dei nunca la ha presentado como si fuese la única posible en la Iglesia. Después de haberse referido al derecho de la Iglesia y de las Órdenes y Congregaciones religiosas de instituir centros de instrucción, precisando que no es un privilegio sino una carga, añadía: «El Concilio no ha pretendido declarar superadas las instituciones docentes confesionales; ha querido sólo hacer ver que hay otra forma —incluso más necesaria y universal, vivida desde hace tantos años por los socios [ahora, con la definitiva configuración jurídica de naturaleza no asociativa, fieles] del Opus Dei— de presencia cristiana en la enseñanza: la libre iniciativa de los ciudadanos católicos que tienen por profesión las tareas educativas, dentro y fuera de los centros promovidos por el Estado. Es una muestra más de la plena conciencia que la Iglesia tiene, en estos tiempos, de la fecundidad del apostolado de los laicos» (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 81).

[44] J. HERVADA, Elementos de Derecho Constitucional Canónico, Pamplona 1987, p. 207.

[45] J. HERVADA, Elementos para una teoría fundamental de la relación Iglesia-mundo, en "Vetera et Nova. Cuestiones de Derecho Canónico y Afines", vol. II, Pamplona 1991, p. 1136.

[46] Sobre las escuelas de los religiosos, en términos que alientan mucho su misión, cfr. el can. 801.

[47] Sobre este punto, cfr. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, cit., pp. 75-77; A. DE FUENMAYOR, El convenio entre la Santa Sede y España sobre Universidades de estudios civiles, Pamplona 1966, pp. 23 ss; J. L. GUTIÉRREZ, I diritti dei "christifideles" e il principio di sussidiarietà, en "Estudios sobre la organización jerárquica de la Iglesia", Pamplona 1987, pp. 67-82.

[48] El can. 802 constituye una confirmación eficaz de esta índole subsidiaria de la acción de la Jerarquía en este terreno, tanto porque condiciona la intervención del Obispo diocesano a la inexistencia de escuelas impregnadas de espíritu cristiano, como porque describe la intervención como «procurar su creación».

[49] Nótese que aquí el adverbio se refiere a la misma institución educativa —en cuanto que trasciende a los propios miembros— y no alude en cambio a la dimensión institucional de la Iglesia. Este equívoco en torno a la voz «institucional» es bastante frecuente. Cuando por ejemplo la Const. ap. Ex corde Ecclesiæ, art. 2 § 2 habla de un «compromiso institucional» asumido por los responsables de una universidad, el adjetivo institucional puede, o bien significar la misma institución universitaria —en este sentido toda universidad reapse catholica tiene ese empeño institucional—, o bien referirse al nexo con la Iglesia en cuanto institución, que solamente poseen las universidades formalmente católicas a que hace referencia el art. 3 de la misma Const. apostólica.

[50] Por ejemplo, sería del todo inadecuado pretender imponer determinados maestros de religión en los centros no dependientes de la Iglesia como institución (también por este motivo en el can. 805 se hacen cuidadosamente las distinciones entre nombrar o aprobar los profesores, y removerlos o exigir que sean removidos).

[51] Conviene notar a este propósito que se debe distinguir claramente entre los can. 804 y 805 —que se refieren a la educación religiosa católica en cualquier escuela— y el can. 806 —exclusivamente referido a las escuelas católicas en sentido codicial—. El sentido técnico-formal del can. 803 § 1 implica siempre —precisamente en virtud de la norma del can. 806— una vinculación jurisdiccional con la Iglesia; no tendría sentido un reconocimiento oficial como escuela católica si no comportase los efectos del can. 806. Como hace notar M. Condorelli como buen jurista —aunque su postura de fondo en la materia sea favorable a una defensa de la libertad religiosa en la Iglesia que no me parece compatible con la identidad confesional de la Iglesia—, los preceptos de los can. 804, 805, 827 § 2, etc., no resultan directamente aplicables a las escuelas no sujetas a la jurisdicción eclesiástica (entre las cuales están las dependientes de la autonomía privada de los fieles) (cfr. Educazione, cultura e libertà nel nuovo "Codex Iuris Canonici", en "Il Diritto Ecclesiastico" 94 [1983], I, p. 73 s.) Pero —añado yo— tales disposiciones son aplicables a través de la libre actividad de los fieles.

En el ámbito de las universidades católicas, los preceptos del CIC —sobre todo el can. 810 §1— se presentan como una invitación a que los responsables organicen el nombramiento y la remoción de los docentes de modo congruente con la identidad católica. Pero la operatividad jurídica de estas normas dependerá de los estatutos de la universidad, los cuales pueden contemplar una participación de gobierno de la autoridad eclesiástica —como deberá suceder en el caso de las universidades dependientes de la Iglesia en cuanto institución— o bien prescindir de tal participación, dejando así la aplicación del can. 810 §1 exclusivamente a la responsabilidad de los fieles y de las otras personas que posean los poderes jurídicos del caso. La reciente Const. ap. Ex corde Ecclesiæ ha contribuido a aclarar la normativa codicial, en la medida en que ha determinado qué universidades deben considerarse oficialmente católicas, estableciendo para ellas diversas exigencias de derecho universal (cfr. especialmente art. 2 § 3 y art. 5) que el derecho particular debe desarrollar (cfr. art 1 § 1). En las universidades no formalmente católicas, la exigencia de tutelar jurídicamente la identidad católica de la respectiva institución se dirige personalmente a los fieles afectados, de modo que sean ellos —los responsables— quienes pongan en práctica los mecanismos necesarios para que las universidades puedan funcionar como efectivamente católicas. No se pueden mezclar estas dos categorías: por ejemplo, pensando que sea posible una intervención jurídica de la Jerarquía en la vida interna de las universidades de inspiración cristiana constituidas sólo civilmente; o por el contrario, que no sea posible una intervención similar cuando existe una relación directa o indirecta de índole jurisdiccional entre la universidad y la autoridad eclesiástica. Vista la cuestión desde el punto de vista de los promotores, los fieles que actúen como ciudadanos no pueden pretender involucrar a la Iglesia como institución en sus iniciativas (de no ser obviamente que ella acepte y asuma la iniciativa); y los directivos y profesores de una iniciativa formalmente católica no pueden pretender que su autonomía operativa —que indudablemente existe, porque nunca se puede prescindir de los márgenes naturales de iniciativa de las personas directamente implicadas— lleve consigo una falta de reconocimiento del vínculo también de gobierno con las autoridades eclesiásticas competentes.

[52] Cfr. can. 813; Const. apost. Ex corde Ecclesiæ, art. 6.

Carlos José Errazuri