Madrid-Valencia-Barcelona

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Incluso con un guía, cruzar los Pirineos sería una empresa difícil y peligrosa. El padre Recaredo Ventosa García, un refugiado de la Legación de Honduras con quien Escrivá se había confesado cada semana durante su estancia allí, trató de disuadirlo de intentar la travesía, pero Escrivá no veía ningún otro medio de ejercer abiertamente su ministerio sacerdotal y su trabajo para sacar adelante el Opus Dei. Urgido por Zorzano y los demás miembros del Opus Dei, se decidió a intentarlo, incluso aunque eso significara dejar atrás a su familia y a algunos miembros de la Obra.

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Después de mucho discurrir y grandes esfuerzos para reunir el dinero necesario, trazaron un plan realizable. Escrivá, Albareda, Jiménez Vargas, Sainz de los Terreros y Alvira intentarían llegar a Valencia, donde se encontrarían con Casciaro y Botella. Desde allí irían a Barcelona, donde contratarían a los guías que los llevaran al sur de Francia.

Para octubre habían juntado algo de dinero, procedente de regalos y de préstamos de amigos y parientes. El resto de los fondos procedía del dinero que habían conseguido anteriormente para la nueva residencia. Siendo optimistas, la cantidad era apenas suficiente para llegar a Barcelona y pagar a los guías. Después de haber hecho todo lo posible para reunir más dinero, decidieron confiar en la Providencia.

Además del dinero, también necesitaban documentos de identidad, certificados de adhesión al régimen y salvoconductos con los que moverse por la zona republicana. Hacia octubre todos los miembros del grupo tenían algún documento de identidad. Escrivá continuaba usando los papeles que obtuvo en la Legación de Honduras. Albareda tenía su carnet de profesor de una escuela pública. El resto había adquirido documentos más o menos satisfactorios por medio de diversos personajes oscuros. Los certificados de afiliación a algún partido republicano fueron proporcionados por funcionarios de sindicatos anarquistas que, deseosos de aumentar el número de sus miembros en Madrid, no eran particularmente exigentes a la hora de expedirlos. En enero de 1937, el Gobierno había empezado a evacuar de Madrid a la población no imprescindible, ya que era difícil abastecer de alimentos a la ciudad. Por esta razón, fue fácil obter los salvoconductos para dejar la capital.

Aunque se tuvieran todos los papeles en regla, era difícil viajar porque los trenes con destino o salida de Madrid habían sido cancelados. A primeros de octubre, Jiménez Vargas consiguió meterse en un camión de vino y llegó a Valencia, donde comunicó a Casciaro y Botella que Escrivá y los otros llegarían en los próximos días.

Casciaro había sido reclutado por el ejército republicano en junio de 1937 a pesar de su visión deficiente. Fue destinado a oficinas en Valencia. Botella pasó en la ciudad todo el primer año de la guerra y trabajaba en el Instituto Municipal de Salud Pública. Se alegraron mucho al ver a Jiménez Vargas después de más de un año de separación y al saber que Escrivá y los otros pronto llegarían a Valencia.

Escrivá, Albareda, Sainz y Alvira consiguieron un coche y gasolina suficiente para viajar hasta allí. Fueron detenidos por un control de milicianos en un puerto de montaña, pero, después de revisar los documentos del conductor, les dejaron marchar sin hacer más preguntas. El 8 octubre de 1937 llegaron a Valencia, donde, emocionados, se encontraron con Casciaro y Botella.

En sus conversaciones con Casciaro y Botella, Escrivá les transmitió la convicción de que Dios estaba empeñado en que la Obra se realizase, pero que ellos debían poner de su parte todo lo que pudieran para contribuir a su crecimiento. Más tarde, esa misma noche, Jiménez Vargas repitió el mensaje, haciendo hincapié en que la juventud no era una excusa para no tomar en serio el Opus Dei. Después de que les dejara, los dos compararon sus notas y llegaron a la conclusión, en palabras de Casciaro, de “que hoy hemos dejado de ser un par de jovenzuelos inconscientes y que no tenemos más remedio que comenzar a ser hombres responsables” [1] .

El profesor Sellés, que había dado refugio a Escrivá en Madrid el otoño anterior, se había trasladado a Valencia y le alojó aquella noche. A la mañana siguiente, Escrivá celebró Misa en casa de Sellés. Pidió a Casciaro y a Botella que trataran de encontrar unos dulces para los niños y algún juguete para la hija pequeña del profesor, y así agradecerle su hospitalidad.

El grupo de Madrid quedó con Casciaro y Botella para almorzar en un restaurante frecuentado por soldados y milicianos. Mientras comían, entró una patrulla y empezó a pedir los documentos a alguien de cada mesa. Casciaro se echó a temblar, pero Escrivá le dijo en voz baja que mantuviera la calma y rezara a los Ángeles Custodios. Cuando los milicianos llegaron por fin a su mesa, sólo le pidieron la documentación a Casciaro, el único que la tenía totalmente en regla.

Aquella tarde, Escrivá, Albareda, Jiménez Vargas, Alvira y Sainz tomaron el tren nocturno a Barcelona. Quedaron de acuerdo con Casciaro y Botella en que les avisarían si encontraban medio de que ellos también cruzaran a la otra zona. Al arrancar el tren, Escrivá sonrió y, con la mano en el bolsillo de la chaqueta, les bendijo.

En Barcelona, Albareda se alojó con su madre. Los otros cuatro encontraron habitación en un hotel. Trabaron relaciones con un contrabandista conocido como “Mateo el lechero”, que estuvo de acuerdo en organizar la travesía hasta Andorra. Desde allí, podrían cruzar fácilmente a Francia y llegar a la zona nacional.

Unos cuantos días después de su llegada, enviaron un telegrama a Casciaro para que fuera al día siguiente. Confiaban en que sabría buscar una excusa para ausentarse. Casciaro pensaba que era la señal para unirse al grupo que intentaría pasar a la zona nacional y decidió no perder el tiempo pidiendo un permiso. Desertaría. Días antes, estando solo en la oficina, había tomado unos cuantos salvoconductos en blanco con el sello del coronel. Falsificó un permiso de varios días, abandonó el cuartel y tomó el tren nocturno a Barcelona.

Ya en Barcelona, Casciaro comprobó que le habían avisado no para unirse al grupo en su intento de fuga, sino para que aprendiera el modo de contactar con un guía y organizara la huida de otro grupo más adelante. Se informó con detalle y regresó a Valencia. En el camino de vuelta intentó desesperadamente encontrar una excusa plausible para justificar su ausencia, pero no se le ocurrió ninguna. Se encomendó a su Ángel Custodio y regresó al cuartel dispuesto a sufrir las consecuencias. Afortunadamente, el joven soldado, que tenía una buena hoja de servicios, le era simpático al coronel y éste le impuso el mínimo castigo posible, dieciséis días en una prisión militar. Tan leve castigo era tan inusual que el coronel encontró en toda Valencia una sola celda que se pudiese cerrar con llave. Casciaro cumplió las primeras veinticuatro horas de su condena en un almacén sin ventanas de su barracón, bajo la vigilancia de unos guardias armados.

En Barcelona, las cosas iban despacio y los escasos fondos del grupo se iban agotando a un ritmo alarmante. Originariamente, planearon permanecer en la ciudad durante tan sólo unos pocos días, pero los tratos con los guías llevaron mucho más tiempo del esperado. Cuando finalmente parecía que todo estaba arreglado, hubo un nuevo retraso a causa de las lluvias torrenciales que provocaron inundaciones en la zona de las montañas que deberían cruzar. Casciaro todavía permanecía prisionero cuando, el 25 de octubre de 1937, Jiménez Vargas fue a Valencia para contarle a él y a Botella el cambio de planes e invitarles a unirse al grupo que intentaría cruzar los Pirineos. Mientras esperaba la salida de prisión de Casciaro, Jiménez Vargas viajó a Daimiel, donde Miguel Fisac, otro estudiante de Arquitectura, se había escondido desde el comienzo de la guerra. Cuando Fisac se enteró de sus planes de huida, decidió unirse al grupo.

El 31 de octubre de 1937 Casciaro salió de prisión y volvió a desertar. Usando los salvoconductos en blanco que había sustraído anteriormente, Botella había falsificado los permisos que les autorizaban a él mismo, Casciaro y Fisac a viajar durante unos días a Barcelona por asuntos familiares. Los tres y Jiménez Vargas tomaron el tren de mediodía a Barcelona, pero a causa de las inundaciones tuvieron que bajarse en Amposta, donde pasaron la noche. Cruzaron el río Ebro al día siguiente en un carro tirado por un burro y reanudaron el viaje en el tren que les esperaba al otro lado. Llegaron a Barcelona bien entrada la noche del 1 de noviembre de 1937.

[1] Pedro Casciaro. SOÑAD Y OS QUEDARÉIS CORTOS. Ediciones Rialp. Madrid 1994. p. 88