Mi encuentro con Monseñor Escrivá de Balaguer

Testimonio de Víctor García Hoz, Catedrático de Pedagogía en la Universidad Complutense de Madrid Capitulo de “Así le vieron”, libro que recoge testimonios sobre el Fundador del Opus Dei

Ocurrió creo un par de años o tres después de conocer a Monseñor Escrivá de Balaguer.

Tenía yo cierta familiaridad con la literatura española mística y ascética, puesto que precisamente había hecho mi tesis doctoral sobre este tema, pero no había entrado, a pesar de todo, en la profundidad del amor de Dios y en cómo Él nos llama a participar de su vida.

Ya me había casado, tenía algún hijo, y me confesaba con Mon­señor Escrivá de Balaguer regularmente. Charlábamos sobre mí vida espiritual, y un buen día, en medio de la charla, me dejó ver­daderamente asombrado con las palabras que me dijo. Poco más o menos, creo que son textuales: «Dios te llama por caminos de contemplación».

Esto para mi fue verdaderamente una cosa tremenda. Como ya he dicho, estoy casado, tenía un hijo y esperaba más, como luego Dios me ha dado hasta ocho. Por otra parte, yo era un hombre modesto, era un doctor en Filosofía y Letras con un contrato en la Universidad que apenas me daba para subsistir, tenia que andar a puñetazos con el trabajo para allegar el dinero necesario para poder vivir.

Que Monseñor Escrivá de Balaguer me hablara de caminos de contemplación fue verdaderamente un descubrimiento.

Cuando me casé tenía ciertos deseos de vivir una auténtica vida cristiana, y necesitaba para ello un director espiritual. Acudí al entonces vicario general de la diócesis, don Casimiro Morcillo, que era muy amigo mío –más tarde sería arzobispo de la diócesis de Madrid–Alcalá–, para que me dijera algún sacerdote, si es que él no quería –yo se lo sugerí–, que se encargara de mi dirección espiritual.

Él me recomendó que buscara a Monseñor Escrivá de Balaguer en concreto. Le busqué: tenía dos direcciones, una donde él vivía y otra donde ejercía su apostolado principalmente, pero resultaba costoso encontrarle: acababa de salir, no había venido, etcétera.

Al ver las dificultades volví otra vez al vicario y le dije: «Mire usted, don Casimiro, este sacerdote debe estar muy ocupado». «Si­gue buscándole», me respondió. Creo que éste es uno de los con­sejos en los que veo más claramente la mano de Dios. Que me indi­cara un sacerdote concreto no tiene nada de particular, pero que después de todas las dificultades me dijera: «Sigue buscándole»...

Y seguí buscándole, hasta que quedamos citados para reci­birme.

Pienso que es el primer rasgo definitorio de la personalidad de Monseñor Escrivá de Balaguer: su extraordinaria disponibilidad, es decir, estar siempre a disposición de quien buscaba su ayuda para ir a Dios. Porque la verdad es que cuando me dio esta cita yo iba un poco miedoso. «Con el trabajo que debe tener este sacerdote –pensaba–, que me ha costado casi dos meses encontrarle, yo le voy ahora con la pretensión de que me dirija espiritualmente, y tam­bién a mi mujer -que más o menos estaba en mis disposiciones–:me va a decir que lo siente mucho».

Sin embargo, mi primer gran asombro fue cuando no puso abso­lutamente ninguna dificultad. Me dijo que estaría encantado de atenderme, de hablar conmigo, de dirigirme espiritualmente, de lo que fuera menester.

Efectivamente, apenas iniciado el trato con Monseñor Escrivá de Balaguer, me causó verdadero asombro su absoluta disponibi­lidad para quienes nos habíamos confiado a su dirección espiritual. Esta actitud se puso de relieve muchísimas veces: por ejemplo, en las molestias que tenía que tomarse para confesar a mi mujer. Para confesarme y hablar conmigo no había ningún problema, pues normalmente bastaba con acudir a la residencia de la calle Jenner. Mas cuando se trataba de mi mujer, la cosa era diferente, ya que Mon­señor Escrivá de Balaguer vivía con exquisito cuidado las normas de la prudencia en la confesión y dirección espiritual de mujeres, que siempre enseñó y exigió a sus hijos sacerdotes.

Don Josemaría se encargaba de buscar una iglesia y un confesionario a la hora adecuada. Y esto no una vez o dos, sino cuantas veces mi mujer acudía, que normalmente era un día a la semana. Varias veces utilizó los confesonarios de las iglesias de San José y de Santa Bárbara.

Por lo que a mí se refiere recuerdo especialmente una ocasión, creo que en el curso 1940- 41 en que andaba agobiado con un problema familiar. Pregunte por el fundador del Opus Dei en la residencia, y me dijeron que estaba dirigiendo una tanda de ejercicios espirituales en el Seminario de Madrid. Acudí allí y apenas terminó la plática, me recibió. Estuve todo el tiempo necesario para hablar de mi problema, sin que diera muestra alguna de impaciencia, ni me insinuara la conveniencia de dejarlo para otra ocasión. Char­lamos durante mucho tiempo y, al final, el problema quedó solucionado.

Esta disponibilidad total era la expresión de una caridad extre­ma que le hacía olvidarse de sí mismo para estar siempre pendiente de los demás. En los primeros años de mi trato con Monseñor Escri­vá de Balaguer, quizá por el año 1941, a la Acción Católica –de cuyo Consejo Superior de hombres formaba yo parte– organizó unos ejercicios espirituales para profesores y graduados universi­tarios. Tenían lugar en el oratorio de Caballero de Gracia, y él diri­gía las meditaciones al final de la tarde.

A los dos o tres días de empezar notamos que hablaba con cierta dificultad. Se le habían inflamado las amígdalas y le supuraban. A pesar de estas molestias fuertes, y además pidiendo perdón por no poder pronunciar completamente bien, continuó predicando la semana entera, dejándonos fuertemente impresionados.

Creo que también se puede decir que el fundador del Opus Dei era realmente un hombre de paz, irradiaba paz. Hay rasgos de su personalidad que se pueden conocer, naturalmente habiéndole tra­tado, pero también viendo su obra.

Los hombres se manifiestan en sus acciones, y la obra que fundó Monseñor Escrivá de Balaguer ahí está, extendida por todo el mun­do. ¿Qué significa esto?

Para mí significa, enlazando con lo que antes decía de la dis­ponibilidad, una inmensa caridad y una enorme fortaleza. Enorme fortaleza en el sentido de que todos la necesitamos para ser cons­tantes en el trabajo, pero es que, además, y esto es fruto de que le conocí y le vi, pienso que Monseñor Escrivá de Balaguer ha sido uno de los hombres que, por su amor a Dios, a la Iglesia, a las almas, más ha sufrido en el mundo.

Y, sin embargo, nunca le vi perder la paz. Irradiaba, al mismo tiempo que un vigor extraordinario para el trabajo y la lucha ascé­tica diaria, una paz contagiosa. Recuerdo que una vez, hacia el año 1942, anduve con muchas vacilaciones y desasosiegos sobre varias posibilidades profesionales y sociales que se me ofrecían.

Hablé con Monseñor Escrivá de Balaguer y tras sus palabras, en las que quedaba claro que la decisión tenía que ser mía, libre y responsable, hice con toda tranquilidad una elección que me devolvió la calma.

En esta ocasión, y en tantas otras desde que empecé a dirigirme espiritualmente con el fundador del Opus Dei, pude darme cuenta de su exquisito respeto hacia mis opiniones, trabajos y aspiraciones profesionales. Su constante empeño era que llegara a vivir la pre­sencia de Dios de un modo continuo, que ofreciera todas las obras, alegrías y dificultades a Dios, rectificando cuantas veces fuera nece­sario la intención, para que el servicio y la gloría de Dios llegaran a ser preocupación dominante; que atendiera a los detalles peque­ños en cualquier quehacer y procurase realizar bien el trabajo, para poder ofrecer algo digno a Dios; que pusiese cada vez más ilusión en la tarea profesional, principal medio de santificación que Dios había puesto a mi alcance; que quisiera cada vez con más ilusión a mi mujer y a mis hijos.

Artículo publicado en DIARIO ESPAÑOL

Tarragona, 26–VI–85