Muchas sectas, una prelatura

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori.

Atacada desde fuera con continuas y repetidas campañas de prensa, denuncias e intentos de prohibición que llegan hasta la formulación de interpelaciones parlamentarias; atacada desde dentro por parte de aquellos católicos que condenan como «integrismo preconciliar» su radicalismo evangélico y como «voluntad de restauración» su fidelidad compacta al Magisterio papal, la Obra está bajo el fuego -en todo el Occidente, y en particular en los Estados Unidos- de los «movimientos anti sectas».

Es un aspecto más, poco conocido incluso para los mismos católicos, de la lucha planteada en torno a esta primera Prelatura personal de la Iglesia católica. Merece la pena que nos ocupemos del asunto, para confirmar la importancia de lo que está en juego.

Como no conseguiría encontrar expresiones más precisas e informadas para encuadrar el problema, transcribiré algunos párrafos del ensayista italiano Massimo Introvigne, uno de los mayores conocedores internacionales de ese pulular salvaje de «nuevas religiones» que han demostrado exactamente lo contrario -comme d'habitude- de lo que profetizaban los «expertos» de siempre: sociólogos, futurólogos y, también, teólogos y otros especialistas en cuestiones religiosas, sin excluir a muchos sacerdotes y obispos.

Lo cual no es de extrañar, ya que la definición más rigurosa de «experto» es: «un señor cuyo trabajo principal consiste en explicar periódicamente, previo pago, por qué él mismo y sus colegas se equivocaron en todas sus previsiones».

Por lo que se refiere a nuestro caso, en los años cincuenta y sesenta (y también después), estos especialistas de la metedura de pata en versión científica teorizaban sobre «el eclipse de lo sacro en la civilización industrial»; aseguraban que la sociedad del futuro estaría totalmente «secularizada», y juraban que no habría sitio para la dimensión religiosa en la cultura tecnológica y postmoderna.

Hubo, entre otros mil, el famoso biblista alemán Rudolf Bultmann, que ya en los años veinte, impresionado por las radios de galena y por las bombillas eléctricas de uso doméstico, sentenció que era imposible que el hombre pudiese manejar objetos para escuchar voces lejanas o disponer de luz artificial, y continuar tomando en serio la Sagrada Escritura. Así, del asombro naif ante el «progreso» de un profesor de biblioteca teutónico, nació la desmitificación de los evangelios, empeñada en depurar de ellos todo lo que no fuese «ciencia» y «razón» en sentido decimonónico. Y todavía hoy, como los ambientes clericales siempre van retrasados, hay gente que se toma en serio la caricatura bultmanniana, totalmente teórica, del presunto «hombre moderno».

Como era de esperar, sucedió lo contrario de lo que previeron. En el Este, donde tuvo lugar el mayor y más prolongado esfuerzo de toda la historia para erradicar de los corazones de los hombres cualquier tipo de fe en el Trascendente, y convertirlo al ateísmo materialista, no sólo no alcanzó sus objetivos, sino que, al final, resultó vencido también (o quizá sobre todo) precisamente porque los pueblos no querían renunciar a la religión; más aún, desmintiendo cualquier teoría, hicieron de la religión no un motivo de «alienación» sino la raíz de un tenaz compromiso sociopolítico. Intentemos no olvidar lo que ya cierta desinformación intenta oscurecer: el inicio del fin de todo el bloque marxista tiene una fecha precisa, la de agosto de 1980, cuando los obreros polacos de Danzig se encerraron en los astilleros modélicos del régimen comunista (llamados «Lenin» no por casualidad) y dieron vida a la primera -repito: la primerahuelga en tantos decenios y en tantos países de régimen comunista que por temor no fue reprimida con violencia. Aquellos trabajadores colgaron de las verjas dos imágenes que provocaron un shock en los «progresistas» de Occidente que las vieron por televisión: una Virgen de Czestochowa y el retrato de «su» Papa, elegido dos años antes y que había visitado su patria el verano anterior. Durante ese viaje se vio bien a las claras de qué parte estaba el pueblo en esos regímenes «populares». Aquellas imágenes de las entradas cerradas de los astilleros, «protegidos» por la Virgen y por el Papa, y que se abrían únicamente para dejar entrar entre clamores al cardenal primado o a algún obispo; esas otras imágenes de obreros en fila, en la cola para confesarse ante sacerdotes con sotana y estola morada, sentados sobre cubos en los patios de los talleres; todo esto (como bien sabe quien lo vio entonces, durante semanas, en los programas informativos de las televisiones) resquebrajó de golpe estructuras mentales que parecían de granito, y marcó el auténtico abandono de los mitos de la «modernidad» ideológica.

En Occidente, la prevista «secularización» ha sido sustituida por su contrario: una explosión sin precedentes de sectas, iglesias, reuniones más o menos esotéricas, cultos orientales con centenares de denominaciones diversas, con un número impresionante y creciente de adeptos, muchas veces fanáticos. Tanto es así que de vez en cuando surge una matanza, un homicidio ritual, un escándalo sexual o fiscal. Se confirma así el diagnóstico de Gilbert K. Chesterton: «el problema del hombre de hoy no consiste en no creer en nada. Al contrario, su problema consiste en creérselo todo».

Testigos de Jehová, mormones, haré krishna, cientólogos, niños de Dios, new age, seguidores de Moon: son nombres y realidades bien conocidas, con miles de seguidores también en Italia (los testigos de Jehová, por ejemplo, son ya la segunda confesión religiosa en nuestro país después de los católicos). Estas son algunas de las puntas emergentes de un mundo en agitación al que Massimo Introvigne ha dedicado sus investigaciones. En estos estudios se alude al intento de implicar al Opus Dei en esta sospechosa explosión de una «nueva religiosidad», que junto a discípulos fervientes, ha suscitado también adversarios igualmente intransigentes y fanáticos.

Escuchemos a Introvigne. Es una cita un poco larga, pero creo que vale la pena reflexionar sobre ella. En efecto, de ordinario no se sabe mucho sobre las sectas, pero los problemas que acarrean afectan cada vez a más gente. Parece que, en Occidente, cada persona tiene -o tendrá en un futuro próximo- un pariente, un amigo o al menos un conocido relacionado de algún modo con la «explosión mística», antesala de ese siglo XXI que debería haber sido el de la «secularización alcanzada».

«Ante la proliferación de las nuevas religiones -que no están desprovistas de aspectos francamente discutibles-, nacen fenómenos contrarios que reciben el nombre de "movimiento antisectas", objeto a su vez de análisis sociológicos y psicológicos de notable mérito. Estos análisis han sacado a la luz cómo el "movimiento antisectas" (Anticult Movement) que se opone a las nuevas religiones -definiendo a algunas de ellas "cultos destructivos de la personalidad", insistiendo sobre la hipótesis de "lavados de cerebro", y reclamando al Estado medidas represivas- son una realidad sustancialmente distinta de los grupos que se enfrentan al problema de las nuevas religiones desde de una religión "oficial", "histórica", mayoritaria».

«Puede dar la impresión de que la protesta contra las "sectas" es un fenómeno unitario, pero no es así. Un observador atento puede apreciar las interferencias que se producen entre dos movimientos distintos, que tienen orígenes contrapuestos, pretenden intereses divergentes y cuyos contradicciones estallan de vez en cuando».

«De una parte está la tradicional aversión hacia las nuevas religiones que procede de las Iglesias y comunidades tradicionales, cuyo juicio negativo sobre las sectas es, sobre todo, de carácter doctrinal. Ese juicio presupone que existe una verdad en el campo religioso que el hombre, aunque con dificultades, puede en cierto modo alcanzar; y que hay por consiguiente criterios de verdad y de valor, que constituyen. la base para examinar y valorar a las nuevas religiones».

«A esta crítica de matriz religiosa se contrapone -mucho más que se añade- el "movimiento antisectas" (cuyos orígenes se sitúan normalmente fuera de los ambientes religiosos). Este movimiento se aprovecha de la alarma social suscitada por las nuevas religiones, para proponer una crítica de todas las experiencias religiosas "fuertes", independientemente de que tengan lugar en el ámbito de religiones mayoritarias o minoritarias. Mientras la crítica, por decirlo de algún modo, "religiosa", de las nuevas religiones pone al descubierto los aspectos discutibles de las sectas en nombre de la verdad y de los valores, el Anticult Movement, por el contrario, considera "sectario" quien no acepte el relativismo y se obstine en creer que exista una verdad en el terreno religioso».

De todo lo anterior, Introvigne deduce esta conclusión: «Es una polémica cuyas razones ideológicas son fácilmente identificables y que sin dificultad pasa de una crítica a las sectas a una crítica a la religión en general. En el boletín oficial de una de las principales asociaciones europeas del Anticult Movement, la ADFI (Asociación de Defensa de las Familias y del Individuo), con sede en Francia, uno de los mayores protagonistas del movimiento, Alain Woodrow, escribía recientemente: "no hay razón alguna a priori para mostrarse más indulgentes hacia las Iglesias que hacia las sectas". A propósito del Cristianismo, Woodrow escribe por ejemplo que "en el curso de su larga historia (...), la Iglesia cristiana -católica, ortodoxa, protestante- ha sido acusada -a menudo con razón- de los mismos excesos que ahora critica en las sectas...". Aunque, añade Woodrow, "después del último Concilio de la Iglesia católica, hay que reconocer que el clima ha cambiado mucho", y que "el espíritu sectario de la Contrarreforma por fin ha muerto"».

«Woodrow se declara satisfecho porque "los ayunos y las demás prácticas ascéticas prácticamente han desaparecido, y el reglamento dentro de los seminarios y de las casas religiosas se ha humanizado mucho después del Concilio". En estas condiciones, el autor francés señala que la Iglesia católica no es (o mejor, ya no es) una secta. Habría entonces que preguntarse cuál es el juicio de su Movimiento sobre las realidades -que viven tranquilamente dentro de las Iglesias y comunidades mayoritarias- donde los "ayunos y demás prácticas ascéticas" no han desaparecido en modo alguno, y conviven con el "catecismo aprendido de memoria", con el "espíritu de la Contrarreforma" y con la idea de "constituir una sola Iglesia verdadera"».

«Se trata de críticas hacia a la Iglesia católica y hacia otras experiencias religiosas cristianas, absolutamente habituales y tradicionales en cierto ambiente ideológico laicista. Si se adopta este elemento como criterio principal de crítica a las sectas, se corre el peligro de hacer imposible la distinción conceptual de las sectas y de nuevas religiones, como algo bien diverso de las religiones tradicionales, y de quedarse en una genérica polémica antirreligiosa».

Continúa Introvigne: «Una figura de primer orden del movimiento laico anticult escribía que "entre iglesia y secta existe sólo una diferencia de grado y de dosis", e incluso que "legalmente, la línea de demarcación entre la conversión y el lavado de cerebro es difícil de trazar"».

Por fin llegamos a lo que más nos interesa: «Desde este punto de vista, el movimiento antisectas también dirige sus ataques contra realidades como el Opus Dei, que evidentemente forman parte del mundo católico. Hay que esperar que en el futuro -una vez eliminados algunos equívocos e ingenuidades- se establezca una clara distinción entre la crítica religiosa (en Italia, sobre todo católica) de las nuevas religiones, a partir de criterios doctrinales de verdad y de valor (que suele desconfiar de las intervenciones del Estado en el terreno de la religión) y el ataque de matriz laica a las sectas y al sectarismo, cuyo punto de partida es precisamentre el rechazo de la posible existencia de cualquier verdad religiosa, sea "vieja" o "nueva", junto a la denuncia -con propuesta de reprimirla legislativamente- de cualquier experiencia religiosa "fuerte", tenga lugar en el ámbito de religiones tradicionales o de las alternativas».

Hasta aquí Massimo Introvigne.

En el lúcido marco general del problema trazado por este autor, podría parecer que nuestra Obra constituye un objetivo más entre otros muchos. En realidad, desde hace años los Anticult Movements lo han tomado como un blanco privilegiado, como me confirmó el mismo estudioso: «En sus diarios y revistas, nunca falta un artículo virulento contra el Opus Dei, donde piden a las autoridades que lo pongan fuera de la ley. Entre los temas más recurrentes está el escándalo por el uso del cilicio, practicado personalmente por el beato Escrivá y aconsejado a los miembros (aunque con límites precisos y vinculantes). Estos Anticults parecen estar obsesionados con el cilicio, como si no fuera una decisión libre y voluntaria de personas libres y adultas, sino algo que les ha sido "impuesto"» (pero sobre este controvertido «ascetismo», cilicio y «fusta» incluidos, volveremos más adelante).

En el Congreso Internacional titulado gráficamente Totalitarian Groups and Cultism, celebrado en Barcelona en abril de 1993, un sociólogo español -Alberto Moncada, un «ex»-, al final de un violento j accuse contra la institución fundada por su compatriota Escrivá, se mostró favorable a incluirla «en el elenco de las sectas peligrosas para la infancia». Petición bastante singular, ya que la Obra únicamente acepta -y sólo «a prueba»- a quien haya cumplido los 18 años y, por consiguiente, no es un «infante». De todos modos, el profesor Moncada anunciaba complacido la fundación en Pittsfield (Massachussets) de un network, una red dedicada únicamente a combatir el Opus Dei en todo el mundo.

Según Massimo Introvigne, «lo que realmente molesta y escandaliza del Opus Dei es el proceso de conversión que muchos experimentan. Algunos -también dentro de la Iglesia- no aceptan que estas personas se tomen las exigencias evangélicas "demasiado en serio", y preferirían verlas reducida a una ética, a una moral, a una educación cívica, a un compromiso sociopolítico aceptable por cualquiera».

Sorprende en cualquier caso que, entre las razones que les impulsan a luchar contra los «cultos» -cajón de sastre en el que entra la Obra y otras instituciones- esté también la especulación económica, que echan en cara a los dirigentes religiosos. Es sorprendente, digo, porque también estos Movements de apariencia tan virtuosa parecen haberse convertido en un buen negocio, cuando no en una actividad fuera de la ley. En efecto, el «captado por la secta» puede llegar a ser detenido, arrojado en un furgón, transportado y recluido en un alojamiento secreto o en la habitación de un hotel. Parece que sólo en España, por no hablar de Estados Unidos, varios jóvenes aspirantes a la Obra han sido víctimas de estos violentos «tratamientos».

A continuación, se procede a lo que se denomina una «desprogramación», para curarlo del «lavado de cerebro» que le habrían practicado en la «secta». Una «desprogramación» (con resultados frecuentemente decepcionantes para los secuestradores) por la que se suele cobrar una media de cincuenta mil dólares a los parientes o amigos que solicitaron la intervención de los movement-men, que convierten esta actividad, con frecuencia, en una lucrativa y selecta profesión.

Según muchos estudiosos de este inquietante fenómeno, la insistencia en presentar al Opus Dei como una secta peligrosa (lo que justificaría inmediatamente una «desprogramación» forzosa) procede de una estrategia bien delineada. Sobre todo en los Estados Unidos, los movimientos antisectas se desarrollan en ambientes de protestantismo radical, de liberalism agnóstico, de hebraísmo fundamentalista o entre los muchos «masonismos» con frecuencia enloquecidos y transformados en facciones incontroladas. Para todos estos grupos, el «enemigo» verdadero, al que hay que vencer a cualquier precio, es la Iglesia católica.

Ciertamente, no lo es la Iglesia de algunos países, casi extenuada y como rendida ante el «mundo», al que se presenta con un perfil intencionadamente bajo y parece casi implorar perdón por el hecho de existir, aunque sea como una ecuménica «organización humanitaria». No, la lucha se plantea evidentemente contra la Iglesia del Papa, de un Papa «duro» que reacciona contra la mentalidad dominante y recuerda las exigencias de un evangelio que por necesidad divide y provoca tensiones. Una Iglesia que, más que seguir las encuestas, no olvida la inquietante (y hoy intolerable para muchos) advertencia de Jesús: ¿»Creéis que he venido a traer paz sobre la tierra? No, os digo, sino división» (Lc 12, 51).

La actividad que se desarrolla contra el Opus Dei en estos ambientes apunta más arriba, tiene como verdadero objetivo el mismo vértice vaticano. La difamación contra la institución de Escrivá, que -por su fidelidad al Magisterio- pasa por ser la temible Compañía de Jesús de los tiempos modernos, como un ejército de nuevos templarios, pretende conseguir una derrota que derrumbaría una de las últimas defensas de los bastiones romanos.

Así se explica que algunos católicos adversarios del Opus Dei apoyen, unas veces de modo abierto y otras ocultamente, a los movimientos antisectas. Son católicos con una sola preocupación: que se crea «demasiado», que se tome «demasiado» en serio la paradoja y la radicalidad del Evangelio. Es un apoyo un poco masoquista, porque esos supporter clericales son frecuentemente religiosos -con sus votos de pobreza, castidad y obediencia- y, por consiguiente, caerían también ellos en la condena liberal contra toda experiencia religiosa «fuerte». También ellos serían «fanáticos» a los que habría que «desprogramar».

Todo este mar de fondo, oculto a la vista de tantos, no es -presten atención- la típica hipótesis de ciencia ficción, ni prueba (¡Dios no lo quiera!) que hayamos caído en esa dietrología sobre la que ironizábamos antes. Se trata de tendencias y de hechos comprobados.

Hay un hecho sorprendente para quien desconoce lo que está realmente en juego en esta guerra sin cuartel. Al hojear la prensa internacional se observa que los periódicos anglosajones dedican de ordinario escasa atención a los asuntos católicos, y cuando lo hacen adoptan cierto tono despectivo: cosas de papistas, de hispanics, de irlandeses, de macaroni-eaters... Folclore pintoresco, en el mejor de los casos; escenas para una postal turística con un guardia suizo, la silla gestatoria, grandes abanicos...

Pues bien, esta prensa generalmente poco atenta (por usar un eufemismo) acogió la noticia de la beatificación de monseñor Escrivá -durante semanas, con una insistente campaña- con informaciones en primera página y artículos virulentos contra lo que el Papa se proponía. Se comprobó luego que detrás de aquellas campañas se encontraban periódicos vinculados entre sí (en poder de los ambientes más duros, e incluso fanáticos, del anticatolicismo que mencionábamos) y los networks de los movimientos antisectas, sobre todo los americanos. Si con un mínimo de atención se examinan los artículos publicados, se comprueba su verdadero objetivo: presentar al Papa -que sancionaba «la exaltación de un español fanático, creador de un lobby secreto, forjador a su vez de otros fanáticos»- no sólo como un enemigo de la tolerancia liberal, sino como alguien que cubría con su autoridad un proceso de beatificación manipulado, que sólo llegó a término gracias al dinero, o quizá al chantaje de un poder oculto.

Entre otras cosas se sostuvo que, a cambio del título de beato para su fundador, la Obra se comprometía a tapar el agujero creado en las finanzas de la Santa Sede por las arriesgadas maniobras especulativas de un americano de origen lituano, obispo titular de Horta de Cartago (una de las antiguas diócesis del norte de Africa desaparecidas por la invasion musulmana), más conocido como responsable del Banco vaticano: el siniestro Paul Marcinkus.

Como resulta que, según afirman los teólogos, en las beatificaciones y canonizaciones el Papa compromete su infalibilidad, el «escándalo Escrivá» y la «operación Opus Dei» habrían hecho perder credibilidad al dogma mismo. Si la campaña hubiera tenido éxito, se habría abierto una vistosa grieta en el mismo edificio doctrinal de la Iglesia Católica. El hacha, por tanto, no golpeaba a las ramas, sino a las mismas raíces del árbol eclesial.

Es hora de que saquemos conclusiones. ¿Qué es realmente este Opus Dei que -desde sus comienzos, y trabaje donde trabaje- suscita tanto amor y tanto odio? ¿Cómo ha nacido, cómo ha crecido, cómo está organizado este auténtico «signo de contradicción»?

Se podría dar una respuesta rápida: el Opus Dei «nació» en 1928 (cuando explique cómo debe entenderse ese «nacimiento», comprenderán por qué uso las comillas), y desde el 28 de noviembre de 1982 -es decir, siete años después de la muerte del fundador, que tuvo lugar el 26 de junio de 1975- la Praelatura Sanctae Crucis et Operis Dei, como dice su nombre oficial, es la primera y por ahora única «prelatura personal» de la Iglesia Católica.

La reacción inmediata podría ser esta: de acuerdo, pero ¿qué es una «prelatura personal»?

La respuesta más precisa es, naturalmente, la oficial: es decir, la definición que aparece en el voluminoso tomo encuadernado en tela roja con letras doradas que es el Annuario pontificio, redactado por la Secretaría de Estado de la Santa Sede.

Tan autorizado libro, que está sobre los escritorios «que cuentan» de todo el mundo (desde los periódicos hasta las embajadas, pasando por los servicios secretos...), dice así: «Las prelaturas personales son estructuras jurisdiccionales no circunscritas a un ámbito territorial, que tienen como finalidad la promoción de una adecuada distribución de los presbíteros o la realización de especiales iniciativas pastorales o misioneras para las distintas regiones o categorías sociales».

Esta figura -nueva en la historia de la Iglesia, que en estos casi dos mil años parecía haber experimentado todas las posibles fórmulas canónicas- fue auspiciada por el Concilio Vaticano II, y perfilada y reglamentada a continuación por algunos motu proprio y por otros documentos pontificios. Y continúa el Annuario: «Compete a la Sede Apostólica, después de haber escuchado a las Conferencias episcopales interesadas, erigir las prelaturas personales y establecer sus estatutos. Las Prelaturas están regidas por un prelado, como ordinario propio, que tiene el derecho de erigir un seminario nacional o internacional, y de incardinar a sus alumnos».

Con una nueva dosis de «jerga eclesiástica» transcribo la conclusión del redactor vaticano: «Está prevista la posibilidad de que los laicos se dediquen, mediante convenciones estipuladas con la prelatura, a las obras apostólicas que desarrolla. El ordenamiento canónico vigente prevé, además, que en los estatutos se regulen las relaciones de la prelatura con los ordinarios del lugar en cuyas Iglesias particulares, con el previo consentimiento del obispo diocesano, la prelatura desarrolla sus obras pastorales o misioneras».

Lenguaje propio del derecho canónico. Necesario sin duda; más aún, indispensable: en estas materias que afectan al ordenamiento institucional de la Iglesia, hay que sopesar cada palabra y acrisolar cada término durante decenios -o incluso siglos- de estudio, de debate y, sobre todo, de experiencia. En la comunidad eclesial, la vida precede siempre al derecho. La proverbial lentitud vaticana nace también del rechazo ante los conceptos «abstractos» de la Ilustración, que organizó la realidad según teorías utópicas nacidas de la ligereza y del esquematismo «ideológico».

Pero hay que reconocer que la definición oficial de la prelatura está formulada en un lenguaje críptico para los no iniciados.

Quizá sea más comprensible la respuesta de Monseñor Alvaro Del Portillo en una entrevista de prensa. A la pregunta

¿Qué es una prelatura personal, y la prelatura del Opus Dei en particular?», Del Portillo señaló: «Es una estructura jerárquica de la Iglesia que reúne sacerdotes y laicos bajo la jurisdicción de un prelado, para realizar un determinado fin apostólico entre los cristianos corrientes que viven en medio del mundo, enseñando a transformar el trabajo cotidiano de cada uno en oración, en ocasión de un encuentro con Dios».

Intentemos entenderlo mejor con otra definición que, por su sencillez, me parece de las más eficaces: «Una prelatura personal constituye un programa pastoral de la Iglesia jurídicamente estructurado».

Conviene saber que el Opus Dei ha necesitado 54 años para obtener este status prelaticio que (dicen sus dirigentes) colma totalmente sus aspiraciones y debe considerarse, por tanto, un punto de llegada definitivo.

Durante más de medio siglo, la Obra buscó un lugar que no encontraba en el derecho canónico de la época, «derramando muchas lágrimas» (palabras de Escrivá), aceptando como mal menor -con reservas y en una perspectiva de provisionalidad- las aprobaciones que le llegaban de la Santa Sede, que la obligaban a «atracar en el puerto de la Iglesia en un muelle que no era el suyo».

Esta última expresión también es del fundador, que falleció antes de que la Obra pudiera echar el ancla en ese lugar tan deseado, buscado, perseguido, pero del cual nunca dudó. Escribía en 1951 a los suyos: «no sé cuándo llegará el tiempo de una solución jurídica apropiada para nosotros. Aunque no conozco ese momento, aunque pienso que necesitará muchos años, vuelvo a repetirlo: no dudo de que ese tiempo llegará...».

Quizá el lector haya tenido noticia también de otra disputa interna en la Iglesia sobre lo que ha sido llamado «el itinerario jurídico del Opus Dei». Es otra bagarre intensa (parece el destino de esta institución...) pero -tras estudiar ese enésimo dossier- me parece que todo se reduce a lo siguiente. Por una parte, están los del Opus Dei, para quienes todo estaba claro ya desde el comienzo, pues monseñor Escrivá había «visto» de un modo misterioso lo que debía crear. Centraron todo su esfuerzo, por tanto, en poner por obra el contenido de aquella visión. Los adversarios sostienen, en cambio, que la Obra -como otros institutos católicos- se fue perfilando por aproximaciones sucesivas, y que buscó su «lugar» canónico sobre la base de la experiencia acumulada poco a poco.

No me parece una diferencia insalvable.

Aquí se encuentra una de las razones que dieron pie a la fama de una excesiva discreción, e incluso de secretismo. Al principio, el Opus Dei tendía a no difundir sus reglas, los estatutos que le había dado la Santa Sede, pues estuvo obligado durante decenios a aceptar -por falta de otra «casilla» institucional en el derecho de la Iglesia de la época- el status canónico de «instituto secular» (que presentaba a sus miembros, pese a su propósito de ser totalmente laicos, casi como religiosos «disfrazados»).

Esas normas canónicas no eran «secretas», como se ha dicho y aún se dice: podía consultarlas libremente quien lo desease (aparte de que eran explícitamente aceptadas por cada miembro), pero había cierto reparo en insistir en una estructura que se consideraba inadecuada y provisional.

Por esta discreción, signo de malestar, nacieron los rumores de «leyes secretas», de «estatutos secretos e inconfesables». Pero la honradez obliga a reconocer que, cuando se alcanzó la meta soñada de la Prelatura, el Codex iuris particularis Operis Dei (es decir, las normas que rigen la institución y los compromisos de los miembros) se ha difundido sin problemas, y aparece como apéndice de casi todos los libros que se ocupan de esta realidad, incluso de los escritos por los «opusdeístas».

Cuando se llegó a la meta, el fundador había fallecido, y el papel de primer prelado del Opus Dei fue asumido por el entonces casi septuagenario, pero en buena forma, Alvaro Del Portillo: ingeniero de Caminos, doctor también en Filosofía y en Derecho Canónico, había sido durante cuarenta años el colaborador más cercano del Beato. Estaba tan claro que era él quien debía sucederle que fue elegido por unanimidad por el Congreso General de la Obra. Desde entonces, el Opus Dei prosiguió su desarrollo de modo metódico y sin problemas, en plena continuidad con el periodo anterior. En modo alguno tuvo lugar la crisis (temida por algunos, deseada por otros) que con frecuencia aparece en la Iglesia cuando desaparece el líder carismático que dio vida a una nueva institución.

La elección de Del Portillo fue muy bien vista por la Santa Sede, como lo confirma el hecho de que Juan Pablo Il le ordenara obispo en 1991, en la Basílica de San Pedro. Aunque una prelatura personal sea -utilizando términos toscos pero comprensibles- semejante a una «diócesis con pueblo, pero sin territorio definido» (el territorio del Opus Dei es el mundo, su «pueblo» son sus miembros), y aunque al frente de una diócesis esté un obispo, el prelado puede no estar revestido de la dignidad episcopal. Desde el punto de vista canónico, nada le faltó, pues, a Del Portillo -que era simplemente sacerdote, aunque con el título honorífico de «monseñor»- desde 1982 a 1991, mientras regía la primera prelatura personal de la historia de la Iglesia. La elevación a obispo -además de constituir una nueva muestra de gozar del favor de la Iglesia- le dio la posibilidad de ordenar él mismo al clero incardinado en su Prelatura, aumentando así su prestigio. Como era de prever, crecieron entonces las sospechas por parte de los hostiles, que acusaron al Opus Dei de formar una «iglesia paralela».

Esta acusación no cuadra con un dato de hecho irrefutable: el Opus Dei no es un grupo de «hermanos» y «hermanas» consagrados, una congregación, una orden, un instituto de perfección, dependiente según el derecho canónico de la correspondiente Congregación vaticana para los religiosos. El Opus Dei no está gobernado por un «superior», sino por un prelado, y depende de la Congregación para los obispos. Al formar parte de la misma estructura jerárquica de la Iglesia, es también «la Iglesia», constituye una parte suya esencial y, por la misma lógica eclesial, no puede ser «paralelo».

En cualquier caso, el Opus Dei parece ajeno a este tipo de peligros, por la fidelidad que profesa a la Santa Sede, y al Papa en particular. Paradójicamente, esta actitud provoca la desconfianza de los que, de modo incoherente, le acusan de querer «ir por libre», de marchar por la senda de la «restauracion».

Además, sus estatutos le imponen la obligación de no instalar un Centro (ni comenzar el apostolado a través de sus miembros) sin el consentimiento previo y explícito del obispo del lugar. El Opus Dei se obliga también a informar periódicamente al obispo, y a insertarse plenamente en la pastoral local.

La Prelatura, por tanto, debe ayudar a los obispos y a sus diócesis, no sustituirlos. Colaboración, no antagonismo. El plebiscito, nunca visto hasta entonces, de más de un tercio del episcopado mundial -recuérdese su «súplica» al Papa para que beatificara a monseñor Escrivá- parece confirmar que, de hecho, las cosas funcionan.