Pobreza y penitencia

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

La profunda fe en la providencia amorosa de Dios hacía que Escrivá y los demás no perdieran la alegría, a pesar de los sufrimientos pasados en Burgos. Todos sufrían por el alejamiento de sus familias, que se encontraban en situaciones difíciles, y por no tener medios de saber algo de su suerte.

La situación económica era desesperada. Casciaro y Botella comían en el cuartel para no gastar. Ganaban sólo dos pesetas al día. La habitación del Hotel Sabadell costaba dieciséis por noche. Albareda cobraba un poco más, pero se encontraba lejos de estar bien pagado. Los miembros de la Obra en otras partes de España y los amigos de DYA enviaban lo que podían para ayudarles a sostener los apostolados, pero la mayoría de ellos no podía contribuir con mucho. Inspirado por el consejo del salmo 54, “Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará”, Escrivá renunció a los estipendios por decir Misa o predicar. En una carta al vicario general de la diócesis de Madrid, escribía: “He hecho el propósito serio de no recibir nunca estipendios para Misas, que eran la única entrada económica que podía tener ahora. Así puedo celebrar, con frecuencia, por mi Señor Obispo y por mi vicario general, y por estos hijos de mi alma..., y por mí, Sacerdote pecador” [1] .

Su armario da una idea de su situación financiera. El Ejército proveía de muy poca ropa a los soldados, que debían arreglárselas como pudieran. Tenían una camiseta de lana que les habían dado unas monjas en su camino a San Sebastián. Era muy larga y llevaba bordadas las iniciales de su anterior propietario. Un día, con sus pantalones militares, las botas y la camiseta interior colgándole hasta casi las rodillas, Casiaro decidió que parecía un soldado medieval y comenzó a imitar a Sigfrido en la ópera de Wagner, para diversión de Albareda y Botella. Desde entonces la llamaron “la camiseta de Sigfrido”. También pusieron nombres a los cinco pijamas que tenían para los cuatro. Se turnaban para cambiárselos mientras el de sobra se lavaba.

Escrivá tenía un manteo, la sotana que le había dado el obispo Olaechea y un sombrero negro de fieltro, también del obispo. A pesar del duro frío del invierno, rehusó comprarse un jersey o una bufanda o cambiar la sotana o el sombrero, los cuales estaban ya muy desgastados. Por fin, Botella y Casciaro cortaron el sombrero en pequeños trozos que enviaron a los otros miembros de la Obra y a sus amigos, como recordatorio de que debían rezar por Escrivá. Esto no le dejó más opción que comprarse uno nuevo.

Sus intentos para obligarle a comprar una nueva sotana tuvieron menos éxito. Un día de agosto de 1938, antes de irse al cuartel, rasgaron la espalda de su vieja sotana. Cuando volvieron, sin embargo, le encontraron inclinado sobre ella, cosiéndola pacientemente. El arreglo fue tan defectuoso que, cuando salía a la calle, debía usar el manteo para cubrir la sotana hecha trizas, y esto en pleno verano. Pasó mucho tiempo hasta que lograron convencerle de que se hiciera una nueva sotana.

A pesar de su penuria, ayudaban a otros. En su carta del 9 de enero a los miembros de la Obra, Escrivá se prestaba a enviarles dinero, manuales para estudiar idiomas, crucifijos y cualquier otro objeto religioso que necesitaran. La hoja informativa enviada en marzo de 1938 a los antiguos residentes y estudiantes de DYA ofrecía ayuda financiera a aquellos que la necesitaran: “Que nos pidáis con confianza libros, ropa, dinero. Os lo enviaremos enseguida con gusto. Pedir con sencillez y libertad. Muchos de vosotros nos enviáis dinero, para nuestra empresa: esos ahorros que hacéis, para nuestra pobre caja común, tendremos verdadera alegría en emplearlos a favor de quienes pasen apuros económicos” [2] .

También agasajaban a los visitantes que llegaban a Burgos. Una mañana después de Misa llevaron a desayunar a un joven oficial que estaba de paso en la ciudad. Más tarde Casciaro se quejó porque el joven se había tomado varias tazas de chocolate y unos cuantos bollos. Riendo, Escrivá le excusó y dijo que simplemente no había calculado bien: terminaba un bollo mientras todavía le quedaba chocolate y acababa el chocolate cuando todavía le quedaba parte del bollo...

Como había hecho en Madrid, Escrivá continuó practicando un rigoroso espíritu de mortificación y penitencia, mucho más allá de las incomodidades y limitaciones impuestas por la pobreza y la estrechez de la pequeña habitación, compartida por cuatro personas.

Muchas noches dormía en el suelo, usando su breviario como almohada. Cuando Albareda estaba en la ciudad, normalmente comía con él, mientras Casciaro y Botella comían en el cuartel. Pero en las frecuentes ocasiones en que Albareda estaba fuera de Burgos, se privaba de todas las comidas o tomaba muy poca cosa en un restaurante barato. Solía comprar unos cuantos céntimos de cacahuetes para que, cuando Casciaro le preguntara si había comido, pudiera contestarle que sí. Por las tardes, a veces, aceptaba tomar una peseta de tortilla en la cantina de la estación del ferrocarril; pero muchas otras, cuando Casciaro y Botella trataban de llevarle a que comiera algo, rehusaba, insistiendo en que no tenía hambre.

Muchos días, incluso, se privaba de beber agua. Una vez, Casciaro, que pensaba que Escrivá se estaba excediendo en su mortificación, le alcanzó un vaso de agua y le ordenó que lo bebiera. Cuando Escrivá lo rechazó, diciendo que se estaba extralimitando, Casciaro respondió que si no bebía el agua dejaría caer el vaso. Escrivá no cedía; soltó el vaso y se hizo añicos al caer. Imitando su tono de voz, Escrivá dijo pacientemente: “¡Rabioso!”. Unas horas más tarde, cuando se preparaban para ir a la cama, dejó caer, con afecto: “Lleva cuidado y no andes descalzo; no vaya a haber algún trozo de vidrio en el suelo” [3] .

A pesar de la negativa de Escrivá, Casciaro y Botella perseveraban en sus intentos de que se cuidara más y moderara su penitencia. A finales de abril de 1938, Escrivá escribió a Jiménez Vargas para que les hiciera desistir:

“Querido Juanito: Por muchos motivos, creí y continúo creyendo que conviene que me entreviste contigo. Sin embargo, si el Señor no lo arregla, Él siempre sabe más.

Antes de nada, como sé que estos pequeños te han enviado una famosa carta, en la que hablan de mi plan de vida, he de decirte que ellos van con la más recta intención, pero, sin darse cuenta, le hacen el juego al enemigo.

Y, naturalmente, ante las intromisiones -a veces, incluso un poco violentas- llenas de afecto y... desorbitadas, escarmentado por la experiencia de meses, en lugar de tratar el negocio de palabra, les puse unas líneas secas, a estos niños, y creo han escrito a Ricardo y te han escrito a ti.

Conste que yo -aunque no tengo en Burgos Director- nada he de hacer que suponga abiertamente peligro para la salud: no puedo, sin embargo, perder de vista que no estamos jugando a hacer una cosa buena..., sino que, al cumplir la Voluntad de Dios, es menester que yo sea santo ¡cueste lo que cueste!,... aunque costara la salud, que no costará.

Y esta decisión está tan hondamente enraizada -veo tan claro- que ninguna consideración humana debe ser obstáculo, para llevarla a efecto.

Te hablo con toda sencillez. Motivos hay: porque has convivido conmigo más que nadie, y de seguro comprendes que necesito golpes de hacha.

Por tanto hazme el favor de tranquilizar a estos pequeños, con un sinapismo de los tuyos” [4] .

Escrivá animaba a los miembros de la Obra y a las demás personas que dirigía espiritualmente a practicar el espíritu de penitencia y mortificación, especialmente en las pequeñas cosas de cada día. No sugería que siguieran los rigurosos ayunos y otras penitencias que él practicaba. Al contrario, se preocupaba de que comieran lo suficiente. En una carta de agosto de 1938 a sus hijos en Burgos, escrita mientras estaba de paso en Ávila, decía a Botella: “Me has de dar cuenta, al escribirme, de si meriendas o no: es una vergüenza que todavía hubiera, en el armario, unas latas de conserva. Que te compren botes pequeños de mermelada: un bote de esos, con un panecillo, puede solucionarte la ‘obediencia’ algunas tardes” [5] . Dirigiéndose a Casciaro, añadió: “Encárgate de eso y comprarle queso en porciones. Y los dos –tú te estás quedando en los huesos, con mucha elegancia- ‘debéis’ animaros y no dejar de merendar ni un solo día. ¿Está claro? A José María no le digo nada sobre este asunto, porque espero que no dará lugar: para eso no tiene tres añitos, como los otros” [6] .

[1] AGP P03 1984 p. 240

[2] Ibid. p. 34

[3] Pedro Casciaro. Ob. cit. p. 151

[4] Ibid. p. 152-53

[5] AGP P03 1985 p. 347

[6] Ibid. p. 347