Revolución y violencia anticlerical en la España republicana

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

El levantamiento nacional, y la reacción del Gobierno, desencadenaron la revolución popular, a pesar de que era precisamente lo que se intentaba evitar. La decisión de Giral de armar a las milicias socialistas y anarquistas impidió, en parte, una victoria nacional rápida, pero llevó a un colapso casi completo del gobierno.

El Gobierno sólo pudo mantener un cierto control en Madrid, aunque incluso allí se hacía caso omiso de sus órdenes la mayoría de las veces. Las milicias y tribunales populares se hicieron rápidamente con el control de las ciudades, pueblos y aldeas de la zona republicana. La legalidad en la República se desmoronó: se había producido una revolución proletaria en toda regla. En palabras de Dolores Ibarruri, la Pasionaria, todo el aparato del estado fue destruido y el poder del estado estaba en la calle.

El Gobierno legalmente constituido fue incapaz de controlar la situación en la zona republicana hasta varios meses después. Al principio de la guerra, los órganos revolucionarios, cuya composición variaba de provincia en provincia, tenían mucho más poder que el gobierno central. De hecho, la España republicana se convirtió en una confederación de regiones, gobernadas por juntas populares de distinto tipo.

El desmoronamiento del gobierno republicano fue acompañado por una escalada de terror. No sólo se organizaron milicias revolucionarias que imponían su ley en la calle, sino que en muchos casos, como por ejemplo en Madrid, fueron las mismas fuerzas del orden las responsables de numerosas matanzas.

Buena parte del terror revolucionario se dirigió contra la Iglesia, los sacerdotes y los religiosos. Entre el 18 y el 31 de julio, fueron asesinados en Madrid cincuenta presbíteros y se quemaron o saquearon un tercio de las 150 iglesias de la capital. La violencia anticatólica prosiguió ininterrumpidamente durante el mes de agosto en gran parte de la zona republicana, en la que murieron más de 2000 sacerdotes y religiosos. La persecución religiosa disminuyó gradualmente a partir de septiembre, pero los asesinatos de sacerdotes, religiosos y laicos católicos continuaron hasta el final de la guerra. Al término de la contienda, habían muerto doce obispos, más de 4000 sacerdotes diocesanos –uno de cada siete- y más de 2500 religiosos –uno de cada cinco-. En la diócesis natal de Escrivá, Barbastro, fueron asesinados 123 de los 140 sacerdotes. No es posible decir cuántos seglares fueron asesinados por ser conocidos como católicos, pero el número fue alto. Muchas de las víctimas fueron condenadas en juicios sumarísimos ante tribunales populares, constituidos por anarquistas, socialistas, comunistas y demás izquierda radical. Hubo numerosos linchamientos.

El terror del verano fue acompañado por una revolución económica. Las milicias obreras y sindicales se hicieron con el control de las fábricas y de los recursos. En Madrid y sus alrededores, el Gobierno dirigió un tercio de la industria hacia la producción bélica. En el campo, los sindicatos socialistas y anarquistas confiscaron muchos latifundios. A pesar del cambio de dueños, los campesinos seguían trabajando la tierra en las mismas condiciones que antes. En el este de España, se formaron cientos de colectividades agrarias, cada una con una configuración distinta.