Sacerdote de Jesucristo

Estudio de Antonio Aranda, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, publicado en "Romana", nº 17 (1993).

Sobre la misión eclesial del beato Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei

Introducción: Hechos históricos, significados reológicos

Allí donde la Voluntad salvífica de Dios se manifiesta explícitamente ante la conciencia creyente, bien sea a través de los cauces comunes de la Iglesia, bien a través del cauce particular de una persona escogida, tiene lugar un acontecimiento de naturaleza no sólo histórico-temporal sino también teológica. Es decir: aquel acontecimiento posee una realidad y un significado que piden ser considerados tanto a la luz de la historia como, sobre todo, bajo la luz de la fe. Debe ser analizado de acuerdo con su inserción en la entera historia de la salvación.

Dios ha establecido eternamente una ordenación de sus acciones respecto a los hombres, una oikonomía en la que se expresan y se despliegan amorosamente en favor nuestro los misterios de la theologia, como marco permanente e inmutable de su donación. Si el pensamiento cristiano puede reflexionar sobre el significado teológico de los hechos históricos, o incluso concebir una verdadera teología de la historia —producto intelectual típicamente cristiano— es, precisamente, por su profunda certeza de fe de que el hombre y toda la realidad creada han sido concebidos y queridos por Dios dentro de aquel marco, y hallan, por tanto, su fuente última de sentido en la generosa e indebida comunicación de la Vida trinitaria a la criatura amada: al hombre, amado en el Amado, elevado y llamado en Cristo por el Espíritu Santo a la condición de hijo del Padre.

El misterio del Dios-Hombre, plenitud de la donación trinitaria es, en consecuencia, la luminaria encendida para que alcancemos bajo su resplandor el conocimiento del "misterio del Padre y de su amor" y conozcamos también el misterio de nuestra propia condición y destino filial. Jesucristo es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9). En su vida, muerte y resurrección, y en el Don del Espíritu Santo que desde ellas se derrama sobre el hombre redimido, está la clave de la economía salvífica y de la historia humana que se construye sobre ella. Y así, cualquier acontecimiento que pertenezca a este ámbito —cualquier acontecimiento portador y testigo de la sacramentalidad de la Iglesia—, ha de ser acogido y estudiado en referencia a Cristo y su misión, en referencia también a su Cuerpo que prolonga su presencia y su eficacia salvífica hasta el fin de los tiempos.

La vocación sacerdotal y la misión fundacional del Beato Josemaría Escrivá constituyen, en su unidad, de la que hablaremos, un acontecimiento de esas características, en el que nos proponemos profundizar. Analizaremos el contenido de los datos históricos para preguntarnos, sobre esa base, por la cuestión teológica subyacente, que podría ser formulada así: "Si, como prueban los estudios biográficos y las investigaciones históricas, Dios llamó a Josemaría Escrivá en primer lugar al sacerdocio como vía o condición para llamarle luego a fundar el Opus Dei, estableciéndose así una evidente relación de continuidad temporal y de causalidad (mutua exigencia) entre su vocación sacerdotal y su misión fundacional, ¿cómo expresar el fundamento de la correlación teológica que acompaña e ilumina esa relación histórica?". O bien: ¿cómo interpretar teológicamente que hubiese de ser llamado al sacerdocio antes y en absoluta referencia a la sucesiva misión fundacional?

Estos enunciados nos ponen ante una cuestión histórico-teológica muy interesante en torno a la figura del Beato Josemaría, que seguramente dará ocasión al desarrollo de otros estudios en el futuro. Formulada la cuestión más directamente diría así: ¿qué relación guardan entre sí los dones sacramentales que recibió como sacerdote y los dones carismáticos que acompañaron a su específica misión? Si se tiene en cuenta que el don ministerial por excelencia es la potestad de actuar in persona Christi Capitis, es decir, la participación en la capitalidad de Cristo respecto de la Iglesia, la pregunta que centrase nuestra atención podría ser ésta: "¿En qué modo y por qué razón, salvada la libre Voluntad divina dispositiva y siempre dentro de la presente economía de la salvación, era condición necesaria la participación ministerial en la capitalidad de Cristo por parte del Beato Escrivá para ser Fundador del Opus Dei?".

Como resulta evidente, esa cuestión requeriría ser estudiada reflexionando desde la naturaleza misma y la misión del Opus Dei, que proyectarían luz sobre la condición sacerdotal de su Fundador. Esa es la luz que trataremos de captar y de expresar en estas páginas, pero no es necesario que nuestro estudio comience por ahí. Esperamos, más bien, alcanzar ese punto al final, después de encaminar la investigación por la vía de los hechos históricos[1].

I. El beato Josemaría, sacerdote de Jesucristo: marco esencial de una vida y una misión

La primera parte de la investigación la dedicamos a considerar algunos aspectos de la vocación sacerdotal de Josemaría Escrivá, repasando los datos biográficos oportunos. A partir de esa llamada —caracterizada por algunas circunstancias singulares—, y de la respuesta dada por él, se establecerá el marco histórico dentro del cual va a ser recibida y desarrollada su misión fundacional. Además de analizar los hechos nos detendremos a pensar en el contenido y significado teológico del cuadro que conforman, pues desde ambos puntos de mira (el histórico y el teológico) el sacerdocio del Beato Josemaría ofrece numerosos puntos de reflexión.

A. Hechos que conforman el marco fundacional

1. ¿Por qué sacerdote?: una pregunta anterior al 2 de octubre de 1928.

En los diversos relatos autobiográficos en los que Josemaría Escrivá narra de modo sucinto los hechos sobresalientes de su vida[2], se encuentran casi siempre los datos fundamentales acerca de su llamada al sacerdocio. Indudablemente constituía para él un acontecimiento de primera magnitud, y de mención obligada para dar noticia de su persona y sus obras.

Esto, podríamos pensar, parecería también lógico en el caso de cualquier otro sacerdote que tuviese el deber de relatar los hechos de su existencia. El origen y las circunstancias de su vocación sacerdotal siempre ocuparían un lugar de privilegio en su memoria y en su narración. Pero en el caso que nos compete concurre además un factor que el propio protagonista no dejaba de mencionar y que aporta cierta luz en nuestro tema. En alguna de esas narraciones autobiográficas lo encontramos expresado bajo la forma de una pregunta concisa hecha en primera persona: «¿por qué me hice sacerdote?», de la que nos interesa tanto la respuesta dada como el hecho mismo de plantearla.

Comentaba a veces el Beato Josemaría que él mismo se hizo en muchas ocasiones esa pregunta en los años transcurridos entre su decisión de hacerse sacerdote (días finales de 1917 y primeros meses de 1918) y la fecha fundacional del Opus Dei (2 de octubre de 1928). Así, por ejemplo, en el siguiente texto, que alude a una de sus actitudes mas características durante aquel periodo de años: «(...) Y yo, medio ciego, siempre esperando el porqué. ¿Por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro»[3].

Este recuerdo constituye un dato importante para nuestro estudio, como importante lo era también para él: su llamada al sacerdocio se presentó desde el primer momento como un medio necesario para otra cosa; como en relación a un fin que estaba más allá... No es común que la llamada al sacerdocio se presente ante el llamado bajo esa forma: como algo que Dios quiere, pero mostrando a la vez que no es todo lo que quiere. Y tampoco es común que el interesado —en este caso un muchacho de 16 años— advierta de modo indudable, desde el primer momento, esa singular característica que acompaña a su vocación. Debemos tener en cuenta que el sacerdocio no sólo es una realidad teológicamente plena, significativa en sí misma y no necesitada de otra realidad para recibir sentido, sino que además, psicológicamente, también se presenta ante el llamado como un horizonte de plenitud (plenitud de donación, de entrega a Dios, de servicio a la Iglesia...). La condición sacerdotal nunca es —ni teológica ni psicológicamente— camino para otras cosas que no sean su propia recepción y ejercicio en bien de la Iglesia. Nada hay humanamente más allá, como meta ulterior y, por tanto, como fuente de sentido. El sacerdocio es algo en sí , una realidad sustantiva tanto por ser un sacramento como por su estatuto eclesial y existencial.

Josemaría advierte desde el principio ese doble estímulo de la acción de Dios en él (la llamada al sacerdocio y un "algo más" unido a ella, aún desconocido), pero vivirá sin embargo la entrega a su vocación de manera absoluta, también desde el principio. Esto constituye un punto de notable interés para nosotros. En sus años de seminarista y en su existencia sacerdotal anterior a la fecha fundacional del Opus Dei, su compromiso con la vocación sacerdotal es pleno y absoluto, y así lo será ya para siempre. El sacerdocio era ya originariamente para él una exigencia y una condición irrecusable de la voluntad de Dios, de manera que ese "algo más" desconocido que Dios le hacía barruntar no relativizaba la autenticidad de su camino sacerdotal, sino que —sin debilitar su esencia y su contenido— lo orientaba hacia un real pero ignorado querer divino.

«¿Por qué me hice sacerdote? Porque creí que era más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928. Por eso me hice sacerdote»[4]. Estas palabras, como las anteriores, dirigen el punto de mira hacia la cuestión para nosotros clave. En el alma de aquel muchacho, que decide ser sacerdote porque se sabe indudablemente llamado por Dios, ha quedado clavada desde el inicio mismo de la llamada una certeza y un interrogante: Dios quiere que sea sacerdote, pero también quiere "algo más"; ¿qué es eso?

Es importante contemplar más de cerca el cuadro que tenemos delante, para tratar de discernir la fisonomía de la concreta llamada de Dios a Josemaría:

— Hay, en primer lugar, una vocación divina inesperada e imprevisible para el interesado: «Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había planteado el problema, porque creía que eso no era para mí»[5]. «Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día (...). Siempre he amado mucho a los sacerdotes, justamente porque la formación que recibí en mi familia era una formación profundamente religiosa. Me habían hecho amar, respetar, venerar el sacerdocio. Pero no [lo quería] para mí: para otros»[6].

— Esa veneración por el sacerdocio denota, en efecto, una honda formación cristiana en la que se adivina la actitud tradicionalmente transmitida en la Iglesia. El joven Josemaría posee del sacerdocio el hondo y sencillo saber que se encierra en esa veneración multisecular, de la que participa. Cuando se desvela la voluntad de Dios para él, que enciende la luz del sacerdocio, entenderá el significado básico de lo que Dios le pide: ser un sacerdote en la Iglesia, un sacerdote secular. Resta aún, sin embargo, la oscuridad del para qué.

— Josemaría comunica a los demás (primero a su padre) que quiere ser sacerdote: esa es la certeza sin sombras que Dios ha puesto ya en él. No habla, sin embargo, de esa otra certeza que posee aún bajo la oscuridad. Él entiende qué es ser sacerdote y sabe que Dios ha dispuesto que siga ese camino con normalidad, conforme al proceso de formación y a la disciplina establecida en la Iglesia. Los otros también entienden así su decisión de llegar al sacerdocio, y en esa dirección se encaminan los consejos que recibirá. «Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era. Por eso hablé con mi padre diciéndole que quería ser sacerdote (...). Fue la única vez que yo he visto lágrimas en sus ojos. Me respondió: mira, hijo mío, si no vas a ser un sacerdote santo, ¿por qué quieres serlo? Pero no me opondré a lo que deseas. Y me presentó a un amigo suyo sacerdote, para que me orientara»[7].

— Los relatos biográficos, al enmarcar ese acontecimiento en su contexto, dan razón más detenida de aquellas lágrimas del padre de Josemaría[8]. Para nosotros basta considerar la escena como un testimonio muy útil sobre lo que venimos resaltando: allí se asiste al anuncio por parte de un hijo y al conocimiento por parte de un padre de una decisión de ser sacerdote, en un entorno familiar cristiano en el que se entiende la exigencia de la vida sacerdotal. Eso es lo que manifiestan implícitamente la conversación de Josemaría con su padre, las palabras y las lágrimas de éste (que comprende que el camino elegido por su hijo es pleno y cierra otros, en los que legítimamente tenía puesta su esperanza), y los consejos que recibirá de los sacerdotes amigos de su padre con los que hablará. Josemaría barrunta que Dios quiere algo de él como sacerdote, y se decide a serlo con todas las consecuencias, pues "lo otro" ya llegaría y precisamente por ese camino. «Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era (...) Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era —evidentemente— una elección. Ya vendría lo que fuera...De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no soy nada, no sé nada...»[9]. Lo que hubiera de venir, según dan a entender esas palabras y los hechos que comentamos, no era considerado por Josemaría como algo que fuera a afectar la realidad o la sustancia de su futuro sacerdocio, aunque alguna relación tendría con él. Con la "letanía" manifiesta haber comprendido que su vida ha entrado en una desconocida dinámica divina, para la que se considera incapaz. Viene al recuerdo la actitud del profeta Jeremías ante la llamada de Dios (cfr Jer 1, 6).

— El cuadro se puede completar con una frase muy significativa con la que Josemaría Escrivá describía su disposición interna tras aquellas entrevistas mantenidas con el sacerdote al que le presentó su padre, y con otros sacerdotes conocidos de la familia Escrivá: «quello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote por ser sacerdote»[10]. ¿Qué significa esto en el contexto de una indudable llamada al sacerdocio? La llamada de Dios al joven Escrivá, como estamos viendo, tenía un doble contenido. En primer lugar, consistía en la vocación sacerdotal "normal", que una vez aceptada provocaría un notable cambio en la vida del interesado (marcha al Seminario, abandono de otras posibilidades de futuro hasta entonces abiertas e incluso deseadas...). La vocación habría de culminar, lógicamente, con la recepción del sacramento del Orden para desplegarse después en el ejercicio de la función ministerial que naturalmente le acompaña. Si uno es sacerdote en la Iglesia, lo es para el ministerio, y en este punto no existía duda en Josemaría porque esa es la realidad y la imagen tradicional del sacerdote transmitida en la Iglesia. Pero, en segundo lugar, existía una certeza, así mismo indudable, de que aquella llamada al sacerdocio y al ejercicio del ministerio decía referencia a un ulterior querer divino y, por decirlo así, a un plus de significado aún desconocido. En este sentido, Josemaría era consciente, por lo que muestran sus palabras, de que era llamado no sólo para el ejercicio común del ministerio (no sólo para el ordinario trabajo pastoral), sino también para alguna finalidad "añadida", no incluida de por sí en el servicio pastoral habitual.

La historia ha mostrado que esa finalidad "añadida", esa nueva fuente de significado, entonces desconocida pero en cierto modo ya activa, era una misión fundacional insospechable por estar basada puramente en la libertad de Dios: en la indeducibilidad de su Amor y de su Voluntad salvífica. Sin que debamos entrar ahora en el contenido de la misión, que analizaremos más tarde, es necesario subrayar cómo su oculta presencia en el interior de la vocación sacerdotal de Josemaría convertía a ésta en el seno de su gestación. Y por eso, aun sin identificarse con el ejercicio ordinario del ministerio, la misión estaba inseparablemente ligada desde su origen a la función ministerial del futuro sacerdote. Aquello que Dios ponía y pedía (la misión latente) se mostraba como algo connatural al sacerdocio y al ministerio., sin agotarse en éste.

Todo esto es muy importante para lograr captar y describir los rasgos morfológicos de la misión fundacional, oculta todavía pero ya activada por Dios en el espíritu del joven Josemaría. Era una misión para un sacerdote. Y esta cualidad arrojará un haz de luz sobre la naturaleza de la fundación, así como también en ésta se iluminará la figura sacerdotal del Fundador. Lo trataremos en la segunda parte de este trabajo, pero aún debemos concluir la primera.

2. Plena entrega al sacerdocio, aunque esperando

Los hechos históricos subsiguientes están marcados por las mismas características generales, y ofrecen un significado básico coincidente con lo que acabamos de decir. En síntesis, el camino sacerdotal seguido por Josemaría es el común para un futuro sacerdote diocesano, pues ante todo él habrá de ser un "común" sacerdote en la Iglesia. El conjunto de los hechos —expresado sinteticamente— está constituido por el proceso de su formación sacerdotal en el Seminario (en Logroño primero, en Zaragoza después), por la recepción de las Sagradas Ordenes y por el ejercicio de su ministerio pastoral sucesivamente en una pequeñísima población rural (Perdiguera), en una parroquia urbana de Zaragoza y, finalmente, en ambientes diversos de una gran ciudad como Madrid, dedicado aquí sobre todo a una capellanía que le pone en estrecho contacto con un entorno de marginación, enfermedad y pobreza.

Aunque no es necesario entrar ahora en detalles de la vida espiritual y del progreso en la intimidad con Dios de aquel seminarista y luego joven sacerdote, crecientes en aquellos años y al hilo de los hechos aquí contemplados —no podemos olvidar, en efecto, que estamos hablando de un hombre que será elevado años después a los altares—, sí nos interesa poner atención en algunos aspectos significativos de este periodo.

Uno de ellos es la intensidad puesta por Josemaría en recibir la formación sacerdotal. Aunque en su alma late una inquietud profunda, que traspasa las fronteras inmediatas de lo cotidiano (y le lleva a la oración y al sacrificio), vive intensamente el periodo de formación sin distraerse de sus exigencias. Su actitud es la de quien se sabe llamado a recorrer ese camino con toda la perfección posible, pues es la vía ordinaria que conduce al sacerdocio y a eso otro que Dios quiere. Con permiso de sus superiores compagina esa formación con los estudios universitarios en la Facultad de Derecho, actitud en la que se adivina un impulso de perfeccionar su preparación intelectual y humana, pero no al margen o con detrimento de la específica preparación para el servicio sacerdotal, que es lo primero en su interés y actividad.

En todo el periodo que contemplamos, comenzando por el Seminario, no faltaron a Josemaría obstáculos, y algunos muy consistentes, que hubieran podido entorpecer de algún modo el desarrollo ordinario de su vocación sacerdotal, pero nada le desvía de lo que Dios le pide. Resulta muy ilustrativa la lectura de unas palabras autobiográficas en las que se alude a las dificultades de aquellos años y se deja vislumbrar la actitud de Josemaría: «Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba para preparar —de ese árbol— la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo»[11]. Seguía adelante y esperaba: esos dos verbos describen de manera elocuente la situación, en la que se advierte a las claras la acción de Dios. La Providencia protege su camino sacerdotal.

Los datos que se conocen de sus primeros servicios pastorales —tras la ordenación sacerdotal, el 28 de marzo de 1925— muestran una dedicación total al ministerio[12], con independencia de que en su alma siguiese activamente presente la necesidad de esperar. Tiene una conciencia muy viva de su deber de servir, como sacerdote, a todos. De nuevo es preciso recordar que estamos hablando de un joven sacerdote que se encamina seriamente hacia la santidad, para quien la palabra "servicio" significa entrega pastoral ilimitada, a ejemplo de Cristo. D. Josemaría se considera por encima de todo «sacerdote de Cristo». Ese será ya siempre el título más expresivo de su persona, su más alta honra. «Soy sacerdote secular —escribirá años después—: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo»[13].

Una lectura atenta de sus obras permite descubrir, en efecto, una hondísima resonancia sacerdotal en las contadas alusiones que hace de su persona, y esa impronta —la impronta de su encuentro espiritual con Cristo Sacerdote, en el que llegará a alcanzar un altísimo grado— está ya presente en aquellos primeros años de ejercicio abnegado del ministerio. Incluso quien no conociera bien los hechos narrados en los relatos biográficos, sería posiblemente capaz de advertir la intensa conciencia ministerial del Beato Josemaría a través de sus propias palabras cuando dejan entrever un servicio pastoral comprometido con la verdad de Dios y del hombre[14], con la caridad[15], y con la justicia[16], hasta las últimas consecuencias[17].

3. Una misión fundacional en una existencia sacerdotal

Aquel joven sacerdote de Cristo va a recibir una misión fundacional a los tres años de su ordenación, cuando se encuentra sumido en una intensísima dedicación al ministerio. Es el 2 de octubre de 1928[18]. Lo que Dios le inspira aquel preciso día se le presenta al mismo tiempo como una iluminación y como una misión que se le encomienda. El sacerdote entiende que aquello es el "algo más" inscrito en la antigua llamada: la ulterior y esperada fuente de significado de los acontecimientos que han tenido lugar hasta desembocar en su existencia sacerdotal; pero aquello ha de ser, además, una fundación.

Interesa reparar en los hechos, en el marco en que la obra fundacional de D. Josemaría va a nacer y comienza a desarrollarse. Los hechos parecen hablar desde el punto de partida, como vemos, de una existencia sacerdotal que estaba ya orientada a radice hacia una específica misión fundacional, o bien —si se quiere contemplar el fenómeno a la inversa—, de una tarea fundacional de tal naturaleza que ha exigido nacer en una existencia sacerdotal. Hay una mutua referibilidad y, por así decir, una "causalidad" ad invicem. Pero, ¿en qué sentido?

Es preciso volver a mencionar de nuevo la sustantividad teológica del sacerdocio, que no recibe contenido y significado de nada externo a él (es decir, extrínseco a su esencia). La esencia del sacerdocio está constituida por la consagración sacramental y por la capacidad recibida en ella de ejercitar la función ministerial. Nada puede afectar desde fuera ese núcleo teológico. Esto quiere decir, entre otros aspectos, que el sacerdocio se recibe en la Iglesia para ejercer el ministerio y no para otros fines: la consagración es para el desempeño de la función. No existe un sacerdocio "especial" o, por decirlo así, un sacerdocio "para esto" o "para aquello". Sólo hay un sacerdocio para el ministerio. Así, pues, viniendo a nuestro caso, se comprende que el sacerdocio de aquel hombre elegido para una misión fundacional no estaba esencialmente afectado por dicha misión: no era un sacerdocio especial para fundar el Opus Dei. D. Josemaría Escrivá, como cualquier otro sacerdote, lo era para ejercitar la función ministerial en la Iglesia.

Ahora bien, como muestran los datos históricos, su llamada al sacerdocio llevaba también inscrita una orientación hacia la misión fundacional. Josemaría no había recibido un sacerdocio "especial" para ser Fundador del Opus Dei, sino para ser ministro de Cristo en la Iglesia, pero sí había sido llamado al sacerdocio para realizar esa fundación. Luego, siendo ambas cosas ciertas (y de Dios) al mismo tiempo, se debe subrayar la necesaria conexión entre el contenido de su función ministerial y el de su misión fundacional. Y como, además, el contenido del ministerio sólo puede estar determinado por su propio estatuto teológico interno (y no por algo externo), esa necesaria conexión pone claramente de manifiesto que la necesidad viene por parte de la misión fundacional. Era ésta la que exigía por naturaleza estar enraizada en un "suelo" ministerial: su contenido específico imponía que debía nacer y desarrollarse en esencial dependencia con el ejercicio de la función ministerial de un sacerdote de Cristo. Decimos, por tanto, y nos parece importante subrayarlo, que el Opus Dei tal como Dios lo quiso (por su naturaleza específica, podemos decir) debía estar enraizado en el Cuerpo de Cristo a través de la condición sacerdotal de su Fundador. Esto nos abrirá un interesante horizonte de reflexión teológica.

Antes de cerrar este apartado de nuestro estudio —descripción del marco fundacional—, señalamos algunos textos del Beato Josemaría que confirman de modo implícito cuanto se acaba de escribir. Decimos de modo implícito, puesto que en esos textos no se hacen consideraciones directamente teológicas sobre el Opus Dei y su Fundador sino más bien de carácter espiritual, y por tanto la base teológica del razonamiento permanece latente. Tres de esos pasajes, paralelos entre sí, afrontan la cuestión como desde fuera, hablando de otra cosa, pero son muy ilustrativos. El cuarto texto, en cambio, va al núcleo mismo de la cuestión, si bien se mueve en un plano de intelección y discurso que excede el nuestro.

Los tres primeros recogen una frase característica del Beato Escrivá en relación con el comienzo de su misión fundacional, con la que solía manifestar el cúmulo de limitaciones humanas en el que el Opus Dei hubo de ver la luz. Los tres coinciden básicamente —desde perspectivas distintas— en un punto: en resaltar la juventud del sacerdote que había recibido aquella misión, aunque señalan además otros aspectos:

— El primero pone el acento en la carencia de medios humanos por parte del Fundador: «¿Cómo se fundó? Sin ningún medio humano. Sólo tenía yo veintiséis años, gracia de Dios y buen humor. La Obra nació pequeña: no era más que el afán de un joven sacerdote, que se esforzaba en hacer lo que Dios le pedía»[19].

— El segundo manifiesta la profunda conciencia de misión de aquel joven sacerdote: «Cuando tenía veintiséis años y percibí en toda su hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei, le pedí con toda mi alma ochenta años de gravedad. Le pedía más años a mi Dios —con ingenuidad de principiante, infantil— para saber utilizar el tiempo, para aprender a aprovechar cada minuto, en su servicio. El Señor sabe conceder esas riquezas»[20].

— El tercero de los pasajes revela, desde la memoria de los orígenes, una viva experiencia del poder de Dios: «Tenía yo veintiséis años —repito—, la gracia de Dios y buen humor: nada más. pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es El el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más»[21].

Al margen de la perspectiva explícita de cada uno, esos textos testimonian indudablemente la desproporción entre las exigencias de la misión fundacional y los medios humanos para llevarla a cabo. Pero sirven también para percibir el fundamento esencial que Dios ha establecido para ella: la condición sacerdotal del Fundador. El nacimiento del Opus Dei no necesitaba tanto de su experiencia humana y pastoral, que con sólo veintiséis años de edad y tres de ordenación no podía ser tan amplia como para concebir desde ella la inmensa realidad eclesial que estaba naciendo, sino que necesitaba más bien, como se ve, de su sacerdocio. El Fundador era sólo un joven sacerdote: joven (su juventud no parece ser obstáculo), pero sacerdote (ese es el dato esencial). Y, en cuanto sacerdote, capaz de participar ministerialmente en las acciones de Cristo como Cabeza de la Iglesia: acciones en las que el Redentor edifica y alimenta su Cuerpo y lo dispone para continuar la obra redentora. Aquel joven sacerdote habrá de fundar el Opus Dei sin medios humanos, pero "con sacerdocio ministerial", es decir, como poseedor del medio sacramental con el que Cristo y el Espíritu Santo dan vida sobrenatural y eficacia salvífica a la Iglesia.

El cuarto texto, como hemos dicho, nos conduce a consideraciones mucho más profundas aunque no heterogéneas con lo anterior. Las palabras del Beato Josemaría, que descubren una íntima acción sobrenatural de Dios en su alma, dicen así:

«A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio de sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino.

A Cristo también le costó esfuerzo. Su Humanidad Santísima se resistía a abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ese día, cuando sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé hecho migas.

Soy doctor en Teología, y académico de la Pontificia Academia Romana de Teología...; pero esto sólo se ve cuando Dios lo quiere dar. Y luego, cuando se cuenta, se dice con la vergüenza de no haber sabido entenderlo hasta entonces. Pero no importa; ¿no habéis oído a San Pablo?: gustosamente me gloriaré en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo.

No es cuestión de sentimientos, hijos. Yo no siento nada: voy a contrapelo casi siempre. No es sentir: es vivir de amor y de fe»[22].

Sólo haremos una anotación al texto, relacionada directamente con el punto que estamos estudiando, aunque esas palabras se presten a diversas consideraciones. El Beato Josemaría narra un hecho sobrenatural en el que ha entendido y experimentado ("vi","sentí") que la celebración de la Misa —acción ministerial por excelencia— es trabajo divino, operatio Dei, Opus Dei. Dios le concedió en aquella ocasión el don de comprender, de modo nuevo, que en la acción sacramental desarrollada en el Santo Sacrificio se escondía una profunda fuente de significado respecto de su propia misión fundacional. No era sólo una consideración ascética la que hacía el Beato Josemaría con aquellas palabras, sino que daba testimonio de una evidencia sobrenatural, clara en su forma pero misteriosa en su raíz.

En lo que interesa a nuestra investigación, ese hecho nos hace comprender que al Beato Josemaría, como Fundador del Opus Dei, se le concedió experimentar —en la luminosidad del misterio— que el núcleo más central de su función como sacerdote (confeccionar la Eucaristía), guarda íntima relación con la naturaleza específica de su fundación. O dicho con otras palabras que más tarde precisaremos: se le permitió experimentar que la acción ministerial en la que se edifica y alimenta la Iglesia (la realización del Sacrificio), al ser verdaderamente operatio Dei, opus Dei, es como el analogatum princeps de su misión fundacional. De su propio sacerdocio, podemos deducir, emerge la fuerza de su carisma fundacional; y de la naturaleza de ese carisma viene una luz sobre el porqué de su llamada a ser sacerdote de Cristo.

B. Ser sacerdote: una mirada teológica sobre el marco fundacional

La condición sacerdotal —que en el caso del Beato Josemaría Escrivá es, como acabamos de ver, el marco esencial de su misión de Fundador— encierra en sí un contenido teológico general, sobre el que también debemos reflexionar. ¿Qué significa teológicamente ser sacerdote? O bien, en nuestro caso, ¿cuáles son las coordenadas teológicas de la fundación del Opus Dei? Estas coordenadas son, en efecto, las mismas que sitúan teológicamente la persona del Fundador, pues la fundación, en cuanto acontecimiento histórico, es acción suya. Pero al Fundador le caracteriza teológicamente su condición de ministro de Cristo, es decir, su participación sacramental en la capitalidad de Cristo respecto de la Iglesia. Esta es, en consecuencia, la cuestión que debemos tratar, que se reduce a reflexionar sobre el significado teológico de la expresión «agere in persona Christi Capitis».

La fórmula tradicional "agere in persona Christi Capitis"[23] permite expresar con exactitud la esencia de la condición ministerial, como la capacidad de participar eficazmente, a través de la recepción del sacramento del Orden, en las acciones propias de la capitalidad de Cristo respecto de la Iglesia. Plantearse su significado teológico requiere hacerse dos preguntas —¿por qué puede un sacerdote ejercitar eficazmente unas acciones salvíficas representando a Cristo Cabeza?, ¿cuál es la finalidad de dicha capacidad?—, a las que podemos responder brevemente.

¿Por qué puede un sacerdote ejercitar eficazmente unas acciones salvíficas representando a Cristo Cabeza?, ¿cuál es el fundamento de la eficacia ministerial? La respuesta es una: la potestad recibida con el sacramento. En virtud de la potestas que se le ha entregado con el Orden, el sacerdote participa de la eficacia del mismo Cristo en la realización de las acciones específicas de su ministerio. Pero, ¿cuál es la finalidad de dicha capacidad?, ¿para qué se le entrega? También en este caso sólo hay una respuesta: para hacer presente, como instrumento, la acción redentora de Cristo; para prolongar sacramentalmente su misión salvífica: para dar vida a su Cuerpo y sostener su misión.

Así, pues, el fundamento de la ministerialidad en cuanto participación en la capitalidad de Cristo es la potestad recibida, mientras que su finalidad es hacer presente aquí y ahora, mediante acciones específicas, la salvación como vida de la Iglesia (y en la Iglesia, del mundo). "Agere in persona Christi Capitis" significa tanto una cosa como otra: el fundamento y la finalidad del ejercicio de la función ministerial. Se contempla, por tanto, en esa fórmula la sacramentalidad de las acciones sacerdotales respecto a la vida de la Iglesia. A ella está por completo referida la condición de ministro de Cristo. En rigor teológico la ministerialidad (participación en la capitalidad de Cristo) debe ser definida como pura referencialidad ad vitam Ecclesiæ , que a su vez dice referencia a la vida del mundo. Esa es la esencia de la función ministerial, que aquí denominaremos "eclesialidad": capacidad de dar participadamente vida al Cuerpo de Cristo en la tierra, con potestad y eficacia, para la salvación del mundo.

En Cristo Sacerdote la referencia a la vida de la Iglesia se manifiesta y se despliega como amor esponsal: su capitalidad («Cristo es Cabeza de la Iglesia, el Salvador de su Cuerpo» (Ef 5, 23) se traduce en su amor y entrega por la Iglesia (5, 25), para darle vida, es decir, para santificarla, purificarla con el agua y la palabra, hacerla santa e inmaculada (5, 26-27). Estas expresiones paulinas unen de manera implícita la amorosa donación que hace Cristo de sí mismo con el don sacramental del Espíritu Santo a la Iglesia. Ella es Cuerpo de Cristo precisamente por estar vivificada por el Espíritu de Cristo. La Iglesia vive por el Espíritu. La doctrina del Cuerpo Místico, tan querida a San Pablo, permite expresar tanto la realidad teológica de la Iglesia (la unidad orgánica, en una vida única, de la Cabeza con los miembros y de éstos entre sí), como su origen (el don del Espíritu tras la donación de la vida de Cristo).

La formulación de esta doctrina en el NT se presenta en conexión y, en cierto modo, como una consecuencia derivada de la capitalidad universal de Cristo, otorgada por el Padre «resucitándole de entre los muertos, sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud que lo llena todo» (Ef 1, 20-23). La capitalidad universal de Cristo, consecuencia de su sacrificio y su victoria, se concentra, por así decir, en su capitalidad respecto de la Iglesia, Cuerpo suyo en cuanto animada por su Espíritu. Y esta unidad de dos (Cristo y la Iglesia), que son una sola cosa (Cabeza y Cuerpo) por tener un mismo Espíritu y una misma vida (la del Resucitado), no encuentra en San Pablo otro modo mejor de ser expresada que el de la unidad fundada en el amor esponsal (cfr Ef 5, 29-32).

Así, pues, la capitalidad universal de Cristo, único Sacerdote, único Mediador por Quien viene toda la salvación (cfr Heb 8, 1-6), se "condensa" en su capitalidad respecto a la Iglesia, a la que da su vida para la vida del mundo. Y en este sentido puede decirse también que la capitalidad de Cristo se realiza de hecho, históricamente, como eclesialidad: como entrega esponsal ad vitam Ecclesiae.

Llevando estas ideas a los sacerdotes, ministros de Cristo, quienes en el ejercicio de sus funciones específicas actúan in persona Christi Capitis, es decir, participan en su capitalidad respecto de la Iglesia, debe decirse que su ministerio exige radicalmente ser realizado como entrega esponsal a la Iglesia, y en ella a la misión salvífica. La traducción de esa realidad teológica al plano espiritual y personal del ministro (es decir, lo que debe caracterizar la conciencia de ser ministro de Cristo, aquí y ahora) consiste principalmente en: a) amor indiviso a la Iglesia y su misión, b) mentalidad de servicio a ambas, c) fidelidad a la unidad orgánica de la Iglesia en la que se funda la eficacia de la misión.

II. El beato Josemaría, fundador del Opus Dei: sentido de una vida y un ministerio sacerdotalesS

En los apartados anteriores hemos estudiado el marco de la vida y la misión fundacional del Beato Josemaría Escrivá, que es su sacerdocio: su condición de sacerdote de Jesucristo. Lo hemos considerado a través de los acontecimientos biográficos, y hemos puesto de manifiesto la inserción en ese marco sacerdotal de la misión fundacional. Esta, como hemos visto, no se identifica con el ejercicio del ministerio del sacerdote-fundador, pero nace y se desarrolla, por gracia de Dios, sobre el fundamento de su condición ministerial. Finalmente, hemos señalado brevemente el significado teológico y espiritual de dicha condición, en cuanto participación en la capitalidad de Cristo. Hasta aquí ha llegado, en consecuencia, nuestra reflexión sobre el marco sacerdotal de la fundación del Opus Dei por el Beato Josemaría.

Hecho ese análisis, que aporta ya una importante luz acerca de la naturaleza de la fundación, vamos ahora a invertir los términos, y pasaremos a estudiar cómo se adecúa el contenido de la misión fundacional a ese marco sacerdotal. Es decir, después de estudiar cómo Josemaría Escrivá fue llamado por Dios al sacerdocio para llegar a ser —desde su condición sacerdotal— Fundador del Opus Dei, ahora tratamos de ver cómo el origen y desarrollo de aquella específica misión fundacional se articula y desarrolla en torno al sacerdocio del Fundador. Si el sacerdocio fue el marco de la fundación, ésta fue el sentido de la vida y el ministerio sacerdotales del Beato Josemaría.

A. Misión fundacional de un sacerdote

1. Los inicios de la fundación

«Aquel 2 de octubre de 1928 se abrieron para nuestro Fundador los horizontes hacia los que el Señor le llamaba al confiarle el Opus Dei: una movilización de cristianos que, en todo el mundo, en todas las clases sociales, a través de su trabajo profesional desarrollado con libertad y responsabilidad personales, busquen la propia santificación, santificando al mismo tiempo, desde dentro, todas las actividades temporales, en un audaz proyecto de evangelización para llevar a Dios todas las almas»[24].

Las palabras citadas, escritas por Mons. Alvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, ofrecen una completa descripción de la misión recibida por aquel joven sacerdote, D. Josemaría Escrivá, en Madrid, en la festividad de los Santos Angeles Custodios, 2 de octubre de 1928. Para recibirla en el tiempo oportuno, decretado por Dios, había sido conducido hasta aquellas circunstancias concretas de su persona y su existencia. Y comenzó a hacer lo que se le pedía: «Desde ese momento (...) no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos»[25]. Sobre estas cuestiones históricas, ampliamente tratadas en la bibliografía sobre el Fundador, no nos detendremos. Nos limitamos a enfocarlas desde la perspectiva global de nuestro trabajo, siguiendo la línea de reflexión planteada.

En la impronta del carisma fundacional se perfilaban con nitidez los elementos esenciales de la misión —compendiados esencialmente en el texto de Mons. del Portillo con el que hemos abierto este apartado—, y cuyos principales aspectos podemos destacar aún más con palabras del propio Fundador. Nos fijaremos, para ello, en algunos pasajes de sus obras que hacen referencia expresa a los momentos iniciales de la fundación y son, por esa razón, como un reflejo de la luz recibida el 2 de octubre de 1928.

En el centro de la enseñanza del Fundador encontramos el anuncio de la llamada universal a la santidad, como señala este pasaje de 1930: «Hemos venido a decir con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa (...), pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualesquiera que sea su estado, su profesión o su oficio»[26].

El trabajo santificado y santificador estaba contenido en el núcleo del mensaje fundacional, no como elemento accidental sino como punto esencial: «El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación»[27].

Bajo la luz de la misión recibida, como se ve en este último texto, la figura del Dios-Hombre y el ejemplo de su vida escondida es particularmente elocuente. Así también lo manifiestan estas palabras: «Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo»[28].

Llamada universal a la santidad, a través de la santificación del trabajo ordinario, siguiendo el ejemplo luminoso de la vida escondida de Cristo... Rasgos esenciales del mensaje fundacional encomendado a Josemaría Escrivá, a los que, siempre bajo el resplandor dela vida y la obra de Jesús, se añade inseparablemente otro: el deber apostólico del cristiano: «No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con El una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo. Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado. El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual»[29].

Esos nítidos rasgos de la misión y mensaje fundacionales están recogidos con tono de formulación sintética, en un texto del Fundador, en que hace notar también su disposición de obediencia a lo que Dios le pide y su "resistencia" a comenzar una nueva fundación: «No me interesaba ser fundador de nada. Por lo que a mi persona y a mi trabajo se refería, siempre he sido enemigo de nuevas fundaciones. Porque todas las antiguas fundaciones, lo mismo que las de siglos inmediatos, me parecían actuales. Ciertamente nuestra Obra —la Obra de Dios— surgía para hacer que renaciera una nueva y vieja espiritualidad de almas contemplativas, en medio de todos los quehaceres temporales, santificando todas las tareas ordinarias de esta tierra: poniendo a Jesucristo en la cumbre de todas las actividades honestas en las que los hombres están comprometidos, y amando este mundo, que huía del Creador»[30].

Esa era la misión y la finalidad esperada desde tantos años atrás por el joven sacerdote, llamado ahora a desarrollarla. ¿Mostraba aquella misión en sí misma, en su contenido, que debía ser recibida y realizada por un sacerdote? ¿Decían sus rasgos esenciales necesaria relación con la condición ministerial, es decir, con la potestad de actuar eficazmente in persona Christi Capitis para la vida de la Iglesia y del mundo? La respuesta a posteriori a esas preguntas es, indudablemente, afirmativa, pero si seguimos nuestra metodología y reflexionamos a partir de los acontecimientos históricos no es éste el momento de ofrecerla. Lo que nos dicen los hechos es, sencillamente, que aquel sacerdote —que esperaba conocer el porqué de su llamada al sacerdocio—, conocida la misión empezó «a trabajar, a moverse, a hacer: a poner los fundamentos». Comenzó a hacer lo que debía, y lo hizo según su condición personal: como sacerdote.

D. Josemaría comenzó, en efecto, a trabajar en aquella misión sacerdotalmente : sin medios humanos, pero con el medio sobrenatural de su sacerdocio ministerial. La fundación del Opus Dei, con su específico mensaje de santidad en cualquier estado y en las ocupaciones de cada uno, nacía e iniciaba así su camino en la tierra. Estos son los hechos y en ellos hemos de buscar significados.

2. La eclesialidad de la tarea fundacional

A través del trabajo incesante del Fundador, el mensaje fundacional fue extendiéndose poco a poco, con dificultades pero activamente, entre hombres y mujeres, laicos y sacerdotes diocesanos, enfermos y sanos, pobres y gentes con fortuna... Los datos históricos muestran que los primeros pasos y los primeros frutos del Opus Dei estuvieron firmemente asociados a la actividad ministerial de D. Josemaría: a su predicación, a su atención a la capellanía del Patronato de enfermos, a las horas dedicadas al confesonario. D. Josemaría es sacerdote, tiene un trabajo pastoral determinado, se relaciona sacerdotalmente con numerosas personas de distintos ambientes. En todos los ámbitos de su trabajo pastoral encuentra tierra en la que sembrar y apoyar el desarrollo de la misión fundacional, la cual va siguiendo hasta materialmente el camino de la existencia sacerdotal del Fundador. El Opus Dei comenzó su camino sobre ese fundamento, además de apoyarse firmemente sobre la base menos visible pero más decisiva de la oración, la Santa Misa, la penitencia del Fundador y de otras personas a las que él como sacerdote atiende y a las que ruega esa ayuda.

He aquí dos ejemplos de los inicios de su trabajo fundacional: «¿Qué medios puse yo? (...). Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada (...). Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si es que se puede llamar casas a aquellos tugurios... (...). De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor (...). Fueron años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta»[31]. «La Obra está saliendo adelante a base de oración: de mi oración —y de mis miserias— que a los ojos de Dios fuerza lo que exige el cumplimiento de su voluntad; y de la oración de tantas almas —sacerdotes y seglares, jóvenes y viejos, sanos y enfermos—, a quienes yo recurro, seguro de que el Señor les escucha, para que recen por una determinada intención que, al principio, sólo sabía yo. Y con la oración, la mortificación y el trabajo de los que vienen junto a mí: éstas han sido nuestras únicas y grandes armas para la lucha»[32].

La condición ministerial y el propio trabajo pastoral del Fundador son, en esos años de los inicios —como lo serán ya siempre, adecuadamente a las circunstancias de cada momento—, un gran cauce por el que la fundación discurre y en el que encuentra impulso sobrenatural para progresar. Sin embargo, como es lógico, aunque intimamente relacionados en su persona, no se identifican el trabajo fundacional —orientado de modo directo a difundir en todos los ámbitos de la sociedad el espíritu de la Obra que Dios le ha encargado realizar—, y el ejercicio de sus deberes pastorales concretos de aquellos años (como Capellán del Patronato de Enfermos o, más tarde, como Rector del patronato de Santa Isabel). Es decir, ni todo aquel servicio pastoral de D. Josemaría estaba dirigido a construir sobre esa base el Opus Dei, ni todo el crecimiento de la Obra procedía de aquellos concretos encargos pastorales. En realidad, lo importante en esta cuestión es, a mi entender, otra cosa que los hechos sólo muestran cuando se contemplan en profundidad, y que consiste en la condición ministerial misma del Fundador y en la realidad teológica básica del ministerio, que hemos denominado eclesialidad.

Así hemos llamado, en efecto, páginas atrás a la forma histórica de realizarse la participación ministerial en la capitalidad de Cristo con respecto a la Iglesia. Le dábamos ese nombre porque la eclesialidad consiste desde un punto de vista teológico en la potestad y en la obligación de dar participadamente vida sobrenatural a la Iglesia, para la vida del mundo, y debe realizarse de hecho como entrega esponsal a la Iglesia y a su misión. En el plano de la autoconciencia sacerdotal la eclesialidad se manifiesta principalmente, según vimos, como amor indiviso a la Iglesia, mentalidad de servicio, fidelidad a su unidad orgánica. Contempladas las cosas desde esta perspectiva, lo importante en nuestra cuestión no consiste sólo en comprobar que la actividad fundacional de Josemaría Escrivá se apoyó de hecho en el ejercicio de su función ministerial —como no podía ser de otro modo—, sino en mostrar que la fundación realizada se caracterizó desde su origen por los signos indudables de la eclesialidad, y que estaba enteramente orientada, en sí misma, en su propia realidad histórica, en su hacerse, al servicio de la misión salvífica de la Iglesia.

Una fundación orientada por completo hacia ese fin y caracterizada de hecho por esos signos en su realización práctica, está manifestando a viva voz su enraizamiento originario en el "suelo" sacerdotal. Sólo desde la conciencia de eclesialidad propia de un sacerdote identificado con su ministerio se puede conducir y desarrollar un organismo eclesial, cuyas señas manifiestas de identidad sean precisamente los signos de la eclesialidad. Que eso es lo que caracteriza al Opus Dei desde su origen es lo que hemos de mostrar.

Y eso es fácilmente comprobable, pues el Beato Josemaría supo caracterizar inequívocamente y de modo manifiesto su tarea fundacional por el amor incondicionado a la Esposa de Cristo, por la entrega generosa a su servicio y por la efectiva unidad con el Romano Pontífice y con todos los Pastores de la Iglesia. Los hechos que avalan esta afirmación son notorios y los testimonios abundantes. Entre otros, los de numerosos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que conocieron los primeros pasos del trabajo fundacional de D. Josemaría, y dan fe de lo que para ellos era particularmente significativo: la profundidad de su amor y su entrega al servicio de la Iglesia. Pienso que esos testimonios constituyen un importante elemento de reflexión para nuestra materia. Pongamos unos cuantos ejemplos (en los que subrayamos algunas palabras significativas).

El antiguo Arzobispo de Valencia, Mons. José María García Lahiguera —persona con fama de santidad, cuyo proceso de canonización ha sido incoado—, tuvo conocimiento de la fundación que estaba llevando a cabo D. Josemaría Escrivá en 1932 a través del propio Fundador, y remontándose a esa fecha escribió: «Yo estaba fuertemente conmovido de lo que iba oyendo y comprendí enseguida que el Padre estaba iniciando algo verdaderamente trascendental, de Dios. Era un panorama de apostolado y servicio a la Iglesia que atraía, maravilloso . (...) Su amor a la Iglesia de Dios era tan grande que, de modo natural, estimulaba y alentaba todas las instituciones surgidas para llevar almas a Dios. (...) Pero si quisiéramos destacar algún campo en el que su amor a la Iglesia encontraba lugar para expansionarse —además, como digo, de la Obra que Dios le había encomendado—, podemos afirmar que fue el clero diocesano uno de los principales objetivos de sus afanes apostólicos»[33].

Mons. Pedro Cantero Cuadrado, que fue Arzobispo de Zaragoza, amigo del Beato Josemaría desde 1930, y remontándose también a esas fechas tempranas de la fundación, relata: «Josemaría era un sacerdote con gran espíritu de oración y amor a Dios, y con una gran entrega (...). No le movía otro pensamiento que la plena dedicación al servicio de la Iglesia, dónde y en el modo en que Dios le había llamado. (...) Otra de las notas de su espíritu era el amor a la Iglesia, pero no a una Iglesia idealizada, sino a la Iglesia real, histórica, a la que hemos de entregarnos con obras de servicio y de fidelidad. (...) Amaba Josemaría entrañablemente a la Iglesia. Y la amaba con obras de servicio. En primer lugar, el amor a la Iglesia llenaba su vida interior: era constante su oración por el Papa, por los Obispos de todo el mundo, por los sacerdotes, por la unidad de todos los hombres bajo un solo credo y bajo un solo Pastor»[34].

El Cardenal José María Bueno Monreal, que dirigió la diócesis de Sevilla largos años y que también conoció al Beato Josemaría desde los primeros tiempos de la fundación, refiriéndose al trabajo del Fundador en sus años romanos escribe: «Su presencia en los ambientes eclesiásticos romanos, siempre actual, fue a la vez tan discreta como lo había sido en Madrid. Esto le permitió servir a la Iglesia con un trabajo callado e intenso, y llevar a cabo el Opus Dei, sin desviarse de lo que constituía y daba sentido más hondo a su vida. (...) Creo que destacaba su fe en la Iglesia. Y dentro de este tema, su fe incondicional al Magisterio eclesiástico (...). Su amor a la libertad no encontraba obstáculo a la hora de obedecer pronta y fielmente al Papa. Tenía la más rendida obediencia a la Jerarquía»[35].

El antiguo Obispo de Ciudad Real, Mons. Juan Hervás Benet, al que se debe la fundación de los Cursillos de Cristiandad, ha señalado: «A lo largo de estos años de trato con Monseñor Escrivá y su Obra (...) la actividad de D. Josemaría estaba constantemente dirigida a poner los fundamentos ascéticos, formativos y apostólicos del Opus Dei. Sin embargo, quiero hacer constar también que su celo sacerdotal no se cerraba en su propia Obra, sino que movido por su ejemplar caridad pastoral (...) se volcaba sobre todos los que llevan el peso de los problemas de la Iglesia (...) No perdió nunca de vista cuál era el objetivo de todas sus actividades: servir a la Iglesia»[36].

Se podrían prolongar las citas y abundar en el relato de los hechos, pero no es necesario hacerlo por la notoriedad de la cuestión. Y tampoco es preciso, por idéntica razón, detenernos en los numerosos pasajes de las obras del Beato Josemaría en los que se refiere explícitamente a su amor a la Iglesia y a su afán de servicio[37]. Sólo quiero, por excepción, mencionar un importante testimonio sobre esta "pasión dominante" suya —como la denomina Mons. Alvaro del Portillo[38] — de «servir a la Iglesia sin servirse de ella» o de «servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida». Es precisamente Mons. del Portillo quien ha escrito del Beato Josemaría: «Afirmaba con desarmante sencillez que amaba el Opus Dei en la medida en que sirviera a la Iglesia. ¡Cuántas veces le he oído exclamar: «Si el Opus Dei no sirve a la Iglesia, ¡no me interesa!»[39]. Y ha relatado cómo en dos momentos de la vida del Fundador (uno en los años treinta y otro en la década de los cuarenta), Dios puso a prueba su espíritu sobrenatural justamente en relación al servicio del Opus Dei a la Iglesia, pidiéndole un sacrificio semejante al de Abrahám: el holocausto de la Obra que le había encomendado. Tras las duras pruebas, Dios le confirmó inmediatamente en la tarea: el Opus Dei seguiría adelante en servicio de la Iglesia, del Papa y de todas las almas[40].

Podemos cerrar aquí esta etapa de nuestro estudio, en la que hemos comprobado que las señas de identidad de la obra fundacional del Beato Josemaría son, en efecto, desde su origen, los signos de la eclesialidad. La misión recibida el 2 de octubre de 1928, con su contenido espiritual y pastoral específico, fue llevada a cabo bajo la impronta del amor y del servicio a la Esposa de Cristo. Apoyado desde el primer instante en la condición ministerial del Fundador y en su profundísima conciencia de ser sacerdote de Jesucristo, el Opus Dei nació y creció por todo el mundo hasta el día de hoy ad vitam Ecclesiae, para hacer llegar a todos los hombres —a través de su espiritualidad y de sus modos apostólicos específicos— esa misma vida que nos ha alcanzado el Redentor.

B. La figura del fundador desde la naturaleza de la misión fundacional

Llegamos al punto final de nuestro estudio, en el que conectamos de nuevo con la pregunta que lo iniciaba y que volvemos a recordar: "¿En qué modo y por qué razón, salvada la libre Voluntad divina dispositiva y siempre dentro de la presente economía de la salvación, era condición necesaria la participación ministerial del Beato Escrivá en la capitalidad de Cristo para ser Fundador del Opus Dei?". Hasta ahora hemos ido acercándonos a esta meta siguiendo la vía histórica —lo que de hecho ha sucedido— y preguntándonos por los significados teológicos. En cierto modo, hemos reflexionado sobre la lógica o conveniencia externa de los acontecimientos, con un esquema de pensamiento que sonaría así: "si el Fundador reunía esas características es lógico que la fundación tenga éstas"... Y hemos comprobado que, en efecto, es así: el desarrollo de la misión fundacional manifiesta, desde su origen, una honda congruencia con la condición sacerdotal del Beato Josemaría.

Ahora nos esforzamos por ir algo más allá. La pregunta mencionada plantea la cuestión de si —además de esa conveniencia externa— existe una correlación interna entre la naturaleza de la misión fundacional del Beato Josemaría y su condición de sacerdote, y cómo expresarla. Hasta aquí hemos considerado la misión a partir del sacerdocio de D. Josemaría y en relación con él, o, por decirlo de otro modo hemos mirado la naturaleza de la fundación a la luz del Fundador. Ahora, en cambio, tratamos de contemplar la figura del Fundador tomando ocasión de la misión: queremos proyectar la luz que se desprende de la obra fundacional sobre quien la llevó a cabo, para comprender mejor la exigencia de que estuviera dotado de la condición sacerdotal. Nos conformaremos con señalar algunas líneas de reflexión.

«¿Por qué me hice sacerdote? Porque creí que era más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928. Por eso me hice sacerdote». La pregunta y su respuesta van, como vemos, al núcleo de nuestra cuestión, y sugieren la existencia de esa lógica interna a la que nos hemos referido. ¿Puede ser razonada más detenidamente una vez que conocemos la naturaleza y las características según las cuales se ha realizado históricamente aquella voluntad de Dios?

La línea de reflexión que ha de seguirse tiene un doble momento: se deben analizar los aspectos o rasgos fundamentales de la fisonomía del Opus Dei, a los que, en parte, ya aludíamos en páginas anteriores; pero también se ha de tener presente que estamos moviéndonos dentro de esta concreta economía salvífica, la cual posee sus propias y determinadas características. Es, pues, necesario poner la atención ante todo en ésta para poder considerar luego cómo se inserta en ella la fisonomía del Opus Dei, y dar finalmente una respuesta a la cuestión formulada.

En su más profunda raíz la presente economía de la salvación se caracteriza por su plena orientación hacia Cristo: ésa es la clave de su identidad, en la que también se encuentra toda la luz que precisamos. La entera historia de la salvación es esencialmente cristocéntrica, pues tanto su origen y fundamento, como su fin y todo su contenido constituyen el despliegue o manifestación histórica del misterio del Salvador. Él es, en efecto, el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), y ninguna realidad creada, sea natural o sobrenatural, tiene significado al margen de Él.

Así como todo lo humano, y en general todo cuanto existe, ha de ser comprendido bajo la luz de Cristo y en referencia a Él, así también Cristo mismo debe ser contemplado bajo la luz de su misión redentora, pues su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor[41] son inseparables y mutuamente iluminantes. El misterio del Hijo de Dios encarnado —es decir, la estructura y la sustancia de la presente economía salvífica— es misterio de redención, convertido en realidad histórica a través de la vida, muerte sacrificial y resurrección de Cristo. Esto quiere decir, si se considera con atención, que la sustancia teológica de la economía salvífica divina ha sido conformada históricamente como sacerdocio y acción sacerdotal de Jesús. La fisonomía del misterio de la encarnación redentora del Verbo, lo que de él vemos y en él se nos manifiesta acerca de Dios y del hombre, está históricamente expresado como ser y misión sacerdotales. En el sacerdocio de Jesucristo, ejercitado a lo largo de toda su vida —pues Él es siempre el Hijo Redentor— y plenificado en su muerte y resurrección, está misteriosamente concentrada y realizada la voluntad salvífica divina. El resplandor que ilumina la obra redentora y que, desde ella, se derrama sobre la amorosa acción creadora llenándola con su claridad, es la luz de Cristo Sacerdote que se entrega a sí mismo ut vitam habeant, et abundantius habeant (Jn 10, 10).

Esta economía salvífica de fisonomía sacerdotal subsiste históricamente en la Iglesia y se prolonga hasta el fin de los tiempos a través de la Iglesia. El Cuerpo de Cristo, unido a su Cabeza y animado por el Espíritu Santo, es —ya ahora en la tierra y después, perfectamente, en el cielo— expresión del misterio del Verbo encarnado. Por esta razón, se puede afirmar también que la dimensión teológica más profunda del misterio de la Iglesia como pueblo de Dios es su condición de pueblo sacerdotal, consagrado a imagen de Cristo para continuar con Él su misión redentora. La Iglesia se conoce a sí misma como una orgánica conjunción de dones y funciones, jerárquicamente estructurada —ministros y laicos, sacerdocio ministerial y sacerdocio bautismal—, al servicio de la misión salvífica común, para la vida del mundo. En la potestad y eficacia salvífica del sacerdocio ministerial, que está esencialmente al servicio del sacerdocio común de todos los fieles, descansa y se alimenta la vitalidad de la Iglesia. A través de los ministros consagrados, quienes participan sacramentalmente en la autoridad y en la acción de Cristo Cabeza de la Iglesia, viene la vida y la eficacia a todos los miembros del Cuerpo. El ser y la misión sacerdotales de la Esposa de Cristo están, pues, históricamente sostenidos en el ejercicio de las funciones específicas del ministerio consagrado.

Estos breves trazos de la teología de la Iglesia son suficientes para nuestro propósito. Con ellos hemos querido situar el plano en el que debe ser considerada la fisonomía del Opus Dei, para tratar de descubrir en ella la luz que arroja sobre la figura de su Fundador. ¿Cuáles son sus rasgos fundamentales? Sin ánimo de extendernos en este punto, y tomando algunas ideas de un conocido estudio sobre el Opus Dei[42], cabría describir sintéticamente dicha fisonomía en base a diversos factores evidentes como, por ejemplo, la variedad y multiplicidad de sus miembros (varones y mujeres; célibes y casados; sacerdotes y seglares que desarrollan una acción apostólica común, en unidad orgánica e íntima cooperación desde las respectivas funciones de unos y otros; personas dotadas de plena libertad en las cuestiones profesionales, sociales y políticas;...). Es también patente en el Opus Dei la universalidad o internacionalidad de quienes lo componen y de sus actividades apostólicas de formación, así como su organización unitaria e interdiocesana. Junto a estos aspectos por así decir más externos o inmediatos, existen otros rasgos fisonómicos institucionales más internos o mediatos, aunque también patentes, como son su mensaje de santificación en medio del mundo y de impregnación de los quehaceres y realidades temporales con el espíritu del Evangelio; su enseñanza sobre el trabajo como inserción en el mundo y como instrumento para llevar a él el espíritu de Cristo; el sentido vocacional de la existencia cristiana, entendida como radical compromiso de fe y, en consecuencia, como seguimiento e imitación de Cristo en el trabajo diario y en la condición del existir en medio del mundo; la decidida llamada a la santidad personal que extiende por el mundo; la proclamación de la dimensión apostólica esencial de la vida cristiana, como contribución personal a la tarea redentora...

¿Qué expresan esos rasgos fisonómicos? ¿De qué "sustancia" teológica es manifestación histórica esa orgánica e inseparable unidad de sacerdotes y seglares, entregados en medio del mundo y en el ejercicio de la propia profesión u oficio a la empresa de seguir fielmente a Cristo y continuar su misión para la vida del mundo? En cierta ocasión, para expresar la naturaleza de la misión fundacional a la que Dios le llamaba, y hablando en tono coloquial aunque, como es lógico, desde la plenitud de su carisma fundacional, el Beato Josemaría describió el Opus Dei como «una partecica de la Iglesia»[43]. En su seno late, en efecto, y de eso hablan los rasgos que hemos mencionado, el misterio mismo de la Iglesia como fuerza conformadora e impulso vital: esa es la realidad teológica substante del Opus Dei desde el 2 de octubre de 1928, y así lo ha entendido y proclamado la Suprema Autoridad eclesiástica al erigirlo como Prelatura personal.

Pero allí donde el misterio de la Iglesia se hace históricamente presente con sus elementos constitutivos esenciales y con toda su eficacia redentora es también necesaria, en la presente economía salvífica, la presencia fundante del ministerio ordenado. En el origen del Opus Dei, como signo y sello de su precisa naturaleza eclesiológica, era preciso que estuviera un sacerdote: un hombre capaz de obrar in persona Christi Capitis, que se supiese llamado al ejercicio del ministerio, y llamado también a llevar sobre sí, con sus dones ministeriales y carismáticos, la tarea fundacional. «¿Para qué me hice sacerdote?», se preguntaba el Beato Josemaría. Por exigencia de la naturaleza teológica de la misión fundacional que Dios le encomendaba, podemos contestar. Esa es, como veníamos buscando, la luz que la misión fundacional arroja sobre la condición del Fundador.

Antonio Aranda

Universidad Pontificia de la Santa Cruz


[1] El planteamiento de nuestro trabajo guarda cierta relación con lo que ha escrito Pedro Rodríguez en las pp. 73-82 de su estudio: El Opus Dei como realidad eclesiológica, publicado dentro del volumen colectivo: "El Opus Dei en la Iglesia", Rialp, Madrid 1993. En la p. 73 de ese trabajo se lee: «El carisma fundacional que recibió Josemaría Escrivá (...) recaía sobre un «ministro sagrado», un sacerdote de Cristo», y en la correspondiente nota 92, entre otras cosas, señala: «Vistas las cosas en perspectiva histórica y desde la consideración de la estructura de la Iglesia, la condición de sacerdote del Fundador del Opus Dei aparece no ya como disposición, sino como esencial para fundar y presidir la institución que finalmente vio la luz el 2 de octubre de 1928. De hecho, Josemaría Escrivá «se sabía» Fundador del Opus Dei precisamente en cuanto sacerdote». Esta es, precisamente, la cuestión que queremos analizar aquí.

[2] Es sabido que el Beato Josemaría se "resistía" a hablar de sí mismo —de su vida, de la acción de Dios en ella, de sus obras— por humildad, y que sólo "cedía" en este punto por exigencias de la caridad y de la obediencia. Las referencias autobiográficas se encuentran aquí y allá en diversos pasajes de sus escritos, así como en palabras suyas pronunciadas por distintos motivos, a veces, por ejemplo, como respuesta a alguna pregunta directa sobre esas cuestiones. Todo esos textos tienen gran valor para biógrafos e historiadores, y muchos de ellos están ya recogidos sustancialmente en algunas semblanzas y biografías publicadas, a las que nos remitimos.

[3] Palabras en Lima (Perú), el 26-VII-1974 (AGP, P04, vol. IV, pp. 398-399); cfr. A. DEL PORTILLO, Una vida para Dios, Rialp, Madrid 1992, p. 29, nota 24. (Citaremos en adelante esta obra como: "Una vida para Dios").

[4] Palabras en Roma, el 28-III-1973 (AGP, P01, 1973, p. 310); cfr. "Una vida para Dios", p. 28, nota 22.

[5] Meditación Los pasos de Dios, 14-II-1964 (AGP, P01, 1976, p. 853); cfr. "Una vida para Dios", p. 27, nota 17.

[6] Palabras en Lima (Perú), el 26-VII-1974 (AGP, P04, vol. IV, pp. 395-397); cfr. "Una vida para Dios", p 27, n. 18.

[7] Meditación Los caminos de Dios, 19-III-1975 (AGP, P01, 1975, pp. 800-801); cfr. "Una vida para Dios", p. 28, nota. 20.

[8] Cfr. F. GONDRAND, Al paso de Dios. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1985, pp. 33-34; P. BERGLAR, Opus Dei. Vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1987, pp. 38-39; A. SASTRE, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1989, pp. 50-52.

[9] Meditación Los caminos de Dios, o.c.; cfr. "Una vida para Dios", p. 28, nota 20.

[10] Meditación Los pasos de Dios, 14-II-1964 (AGP, P01, 1976, p. 856); cfr. "Una vida para Dios", p. 28, nota. 21.

[11] Ibid.; cfr. "Una vida para Dios", p. 31, nota 29.

[12] Cfr. los datos recogidos sintéticamente en: A. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, (realizada por C. Cavalleri), Rialp, Madrid 1993, pp. 69-70.

[13] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1980, 13ª ed., n. 118.

[14] «He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» (Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1978, 15ª ed., n.99; el subrayado en éste y en los textos siguientes es nuestro).

[15] «Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras El me conceda vida, continuaré ocupándome —como sacerdote de Cristo— de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!» (Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., n. 174).

[16] «Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz. No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la Escritura Santa dice. (...). Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres» (Es Cristo que pasa, o.c., n. 167).

[17] «Pensad lo que prefiráis en todo lo que la Providencia ha dejado a la libre y legítima discusión de los hombres. Pero mi condición de sacerdote de Cristo me impone la necesidad de remontarme más alto, y de recordaros que, en todo caso, no podemos jamás dejar de ejercitar la justicia, con heroísmo si es preciso» (Amigos de Dios, o.c., n. 170).

[18] Sobre los aspecto históricos de esa fecha fundacional, cfr. P. BERGLAR, o.c., pp. 67-76; A. SASTRE, o.c., pp. 90-99; sobre aspectos más teológicos, cfr. J. L. ILLANES, Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha en "Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei", Eunsa, Pamplona 1985, pp. 65 ss.; A. DE FUENMAYOR-V. GOMEZ-IGLESIAS-J. L. ILLANES, Itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 25-36.

[19] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, o.c., n. 32.

[20] Amigos de Dios, o.c., n. 54.

[21] Meditación En un dos de octubre, 2-X-1962 (AGP, P01, 1972, p. 987); cfr. "Una vida para Dios", p. 34, nota. 32.

[22] AGP, P01, 1975, p. 226. Cfr S. BERNAL, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., pp. 80-81 (no incluye los dos últimos párrafos de la cita).

[23] Cfr. B. D. MARLIANGEAS, Clés pour une théologie du ministère. In persona Christi. In persona Ecclesiæ, Paris 1978; G. RAMBALDI, Alter Christus, in persona Christi, personam Christi gerere. Nota sull'uso di tali e simili espressioni nel magistero da Pío XI al Vaticano II e il loro riferimento al carattere en «Teología del sacerdocio», vol V, Burgos 1973.

[24] A. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, (realizada por C. Cavalleri), Rialp, Madrid 1993, p. 72.

[25] Meditación En un dos de octubre 2-X-1962 (AGP, P01, 1972, p. 987); cfr. "Una vida para Dios", p. 34, nota 32.

[26] Carta, 24-III-1930, n. 2; cfr. "Una vida para Dios", p. 70, nota 2.

[27] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, o.c., n. 55.

[28] Es Cristo que pasa, o.c., n. 20.

[29] Ibid., n. 122.

[30] Carta, 4-IX-1951, n. 3; cfr. "Una vida para Dios", p. 91, nota 6.

[31] Meditación Los caminos de Dios, 19-III-1975, o.c; cfr. "Una vida para Dios", p. 35, nota 33.

[32] Carta, 11-III-1940, n. 32; cfr. "Una vida para Dios", pp. 37-38, nota 36.

[33] Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Palabra, Madrid 1991, n. 1: Mons. José María García Lahiguera, pp. 15, 29-30.

[34] Ibid., n. 2: Mons. Pedro Cantero Cuadrado, pp. 16, 32, 49.

[35] Ibid., n. 3: Cardenal José María Bueno Monreal, pp. 34, 36-37.

[36] Ibid., n. 5: Mons. Juan Hervás Benet, pp. 42-43.

[37] Baste con un ejemplo: «La única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia como ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado (Carta, 31-V-1943, n. 1; cfr. "Una vida para Dios", pp. 93-94, nota 12). Cfr. Conversaciones, nn. 47, 60; Amigos de Dios, nn. 11, 117, 196, 316; Camino, n. 519; Surco, n. 351; Forja, nn. 138, 584. Cfr también, "Una vida para Dios", pp. 40-42, 69-88, 103-108, 205-210.

[38] "Una vida para Dios", p. 103.

[39] Ibid., pp. 105-106.

[40] Cfr ibidem, pp. 106-107.

[41] Este principio teológico fundamental es también básico en la enseñanza del Fundador del Opus Dei, de quien tomamos la formulación: «No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr 1 Tim II, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, n. 106). Como hemos escrito en otra parte, «en esta frase se advierte un presupuesto esencial del pensamiento cristocéntrico del Beato Josemaría: la absoluta inseparabilidad entre ser y función de Cristo, principio teológico básico que alimenta constantemente su espiritualidad. Explícita o implícitamente, este principio, al que puede calificarse de estructural dentro del proceso reflexivo del Beato Josemaría, mantiene una presencia iluminante en todos sus escritos. De esa luz se beneficia también por entero la visión que el Beato tiene de la Iglesia y de la existencia cristiana. Puede afirmarse, en efecto, que, en su pensamiento, la unidad indestructible entre ser y función expresa teológicamente la identidad de Cristo, la de su Cuerpo que es la Iglesia, y la de sus miembros que son los cristianos» (El cristiano, alter Christus, ipse Christus en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá) en "Santidad y Mundo. Estudios en torno a las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá" (Actas del Congreso Internacional celebrado en Roma, Roma 12-14 de octubre de 1993), EUNSA, Pamplona 1996, p. 167.

[42] Cfr. A. DE FUENMAYOR — V. GOMEZ-IGLESIAS — J.L. ILLANES, Itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 39-37.

[43] Cfr. P. RODRIGUEZ, El Opus Dei como realidad eclesiológica en P. RODRÍGUEZ — F. OCÁRIZ — J.L. ILLANES, "El Opus Dei en la Iglesia", Rialp, Madrid 1993, p. 22.

Antonio Aranda