«Siento el peso de la Obra y la fuerza de Dios»

Entrevista de Pilar Urbano a Mons. Javier Echevarría, publicada en la revista "Época" en mayo de 1994, al poco de ser nombrado prelado del Opus Dei por san Juan Pablo II.

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Entrevista a Mons. Javier Echevarria: «Siento el peso de la Obra y la fuerza de Dios» from Opus Dei

¿Dónde nació, cómo era su familia...?

Nací en Madrid, en la calle Fortuny, el 14 de junio de 1932. Mi padre era ingeniero, profesor de la Escuela de Ingenieros Industriales. Como ninguno de los hijos le había salido ingeniero, quiso inclinarme a mí por ahí... incluso escribió un libro pensando en mi preparación. Pero a mí me gustaban más las Humanidades. Mi padre me ayudaba a estudiar matemáticas. Y, ante cualquier problema, me explicaba tres o cuatro formas de resolverlo. Ese mismo exceso me produjo hastío hacia las matemáticas. Y opté por el Derecho.

¿Para ejercer la abogacía?

No. Yo quería ser agente de cambio y bolsa, como mi abuelo, para ganar dinero y vivir bien. Luego, Dios se metió en mi vida y cambié mis planes: aquí, en Roma, estudié Derecho Canónico en el Angelicum y Derecho Civil en la Universidad Lateranense, las licenciaturas y los doctorados.

¿Cuántos hermanos son ustedes?

Pudimos haber sido once, aunque sólo nacimos ocho. Yo soy ahora el menor de los siete que ahora vivimos. Por eso tengo casi cincuenta sobrinos-nietos. Mi familia procede de Guipúzcoa, pero ya desde los abuelos se afincaron en Madrid.

¿Recuerda algo de la guerra civil?

La pasamos en Elizondo y en San Sebastián. Fuimos allá, huyendo desde Madrid, porque -según nos dijeron- el portero de la casa nos había denunciado. Y, desde luego, vinieron a registrar el piso de la calle Españoleto, donde vivíamos. Yo era un chaval y sólo guardo un par de impresiones: cómo mi familia seguía por la radio la marcha de la guerra; y que nunca percibí rencor, ni mucho menos odio hacia los que luchaban en el otro bando. Mis padres lo que querían era que acabasen todas aquellas persecuciones de los comunistas. Durante la guerra fui al colegio de los marianistas. Después, ya de vuelta en Madrid, a los Maristas de la calle García de Paredes. Muy cerca, por cierto, donde once años antes -en 1928- Josemaría Escrivá había "visto" el Opus Dei. Luego, el colegio se trasladó a la calle Eduardo Dato, que antes se llamaba Paseo del Cisne, por donde pasaba el "tranvía del Cangrejo"... Además de esta coincidencia de García de Paredes, también viví siendo pequeño, en el mismo inmueble donde había un centro del Opus Dei. En Martínez Campos, 15. Recuerdo muy bien el día que se mudaron con los muebles a otro sitio. Sería en 1940 o 1941. El portero, por toda explicación, nos había dicho: "Son unas oficinas, donde también viven unos señores". Sabría más el hombre, pero sólo dijo eso. Lo curioso es que yo lo registré mentalmente. Pasado el tiempo, cuando supe que el fundador de la Obra había ido mucho a esa casa, y que solía subir y bajar por las escaleras, sin tomar el ascensor, pensé que quizá nos hubiésemos cruzado alguna vez. Y que me habría encomendado a mi Ángel Custodio, pidiendo mi vocación. Acostumbraba a hacerlo, cuando pasaba junto a alguien.

¿Cómo llega ud. a conocer la Obra?

Yo tenía un primo que era del Opus Dei, pero nunca me había interesado en preguntarle. En la revista Catolicismo apareció, en 1944, un reportaje sobre los tres primeros miembros del Opus Dei -ingenieros- que se ordenaron sacerdotes. Un amigo mío vio esa revista, en su casa, por casualidad, en 1948, y nos la enseñó a los seis o siete de la pandilla. Aquello era muy novedoso, y a mis amigos les intrigó bastante. A mí no, la verdad. Un domingo por la tarde, el 6 de junio, íbamos a ir al cine. Mi amigo me telefoneó, proponiéndome un cambio de planes: "¿te apetece que vayamos a una residencia, en Diego de León, para enterarnos de qué es el Opus Dei?". Y allá nos fuimos los seis. Nos atendieron muy bien. No en grupo, sino que cada uno pudimos hablar con un miembro de la Obra y preguntar lo que nos interesara saber. Al salir de allí, yo llevaba en el bolsillo una flamante estampa de Isidoro Zorzano, un ingeniero del Opus Dei, cuyo proceso de beatificación se acababa de iniciar. Me pareció un "santo laico" atractivo, al que se podía imitar. Esto ocurría la víspera de la muerte de mi padre. Él estaba preparándonos el veraneo familiar en San Sebastián, cuando le sobrevino un infarto. Como la noticia no nos la dieron de golpe, sino diciéndonos que estaba muy grave, recuerdo que yo recé por él, con la estampa de Isidoro.

Ese verano nos quedamos en Madrid. Nunca había sido así. Y ello me dio ocasión para frecuentar un centro de la Obra que -¡otra casualidad!- había en mi misma calle: los Echevarría habíamos vuelto a Españoleto. Y "Españoleto" se llamaba aquel piso de gente joven donde, siempre que me dejaba caer por allí, me daban algún trabajillo de la casa: lijar unas sillas viejas para repintarlas de nuevo; ayudar en la decoración; echar una mano en algún arreglo de carpintería... Me gustó eso de sentirme útil, y ser tratado como alguien que puede hacer algo por los demás. El 8 de septiembre pedí la admisión en la Obra. Yo tenía 16 años.

¿Y qué es lo que le enganchó?

El ambiente de alegría: estudiaban y trabajaban como locos, pero estaban muy contentos. El que, sin cambiar de estado, pudiese uno santificarse con su profesión. Y el horizonte inmenso de poder llevar a Cristo a mucha gente. Desde muy pequeño era muy sociable y me gustaba tener muchos y muy buenos amigos.

¿Cómo conoció al Fundador del Opus Dei?

El Padre vivía ya en Roma desde 1946, aunque venía a España con cierta frecuencia. En uno de esos viajes, en noviembre de 1948, nos invitaron a una tertulia con él en Diego de León. El sentimiento de filiación hacia quien es el Padre en la Obra, es un rasgo consustancial al carisma de la vocación en el Opus Dei. Sin que nadie me lo inculcase, yo estaba deseando conocer al Padre. Al acabar aquella tertulia -seríamos unos treinta y cinco-, el Padre se dirigió a los tres que éramos más recientes y nos propuso ir esa misma tarde con él a conocer Molinoviejo, una casa en pleno campo de Segovia, para convivencias y retiros.

Nos metimos seis en un viejo Vauxhall. Detrás iba el Padre. Yo, delante, compartiendo el asiento con otro. Conducía el doctor Odón Moles. Durante el trayecto hicimos de todo: charlamos, cantamos, reímos, rezamos... El Padre nos hablaba de innumerables apostolados que la Obra tenía que hacer por todas las partes del mundo, y que nos estaban esperando. Con su voz de barítono, bien timbrada y bien modulada, cantaba canciones de la calle, canciones de amor que él enderezaba hacia Dios: "tengo un amor que me llena de alegrías...". Nos gastaba bromas: cuando en una revuelta de la carretera se dibujaba una casucha vieja, fea, destartalada, nos decía: ¡mirad!... ¡eso es Molinoviejo!" Caímos en la trampa un par de veces. Ah, bueno, yo me mareé, devolví... y como iba de negro por el luto de mi padre, me puse perdido. Me ayudó a limpiarme, me quitó el azaro por la situación, hizo que viajásemos con la ventanilla abierta, a pesar de estar en noviembre, y me mostró tantísimo cariño que, realmente, me sentí atendido, no ya por un padre, sino por un padrazo.

En Molinoviejo pasamos a ver la ermita y el oratorio. Unos cuantos universitarios, dirigidos por un alumno de Bellas Artes, lo estaban decorando. En el respaldo de madera de la sillería corrida habían grabado unas advocaciones marianas tomadas de la letanía. Me impresionó la ternura y la fuerza del amor del Padre hacia la Virgen: al ir leyéndolas, las pronunciaba, una a una, con voz cálida y vibrante, como piropeando a una mujer que se ama. Aquello era, a la vez, muy delicado y muy recio, muy espiritual y muy viril. Se notaba que, cuando decía esas frases, el Padre estaba rezando.

(Ahora, al revivir aquella escena ya tan lejana, a Javier Echevarría le brillan los ojos. Traga saliva. Con un leve arqueo de cejas, me pide que pase a la siguiente pregunta).

A don Álvaro del Portillo, ¿dónde le conoció?

Al año siguiente, 1949, yo vivía en "Gurtubay", un centro de la Obra para universitarios. Una mañana, nos celebró la Misa un sacerdote alto que pronunciaba el latín "a la romana". Yo pensé que sería extranjero. Era don Álvaro, que vivía en Roma y estaba de paso en Madrid. Nada más desayunar nos fuimos todos a la Universidad. Pero tuvimos tertulia con él después del almuerzo. Guardo dos recuerdos de aquel primer encuentro: nos habló mucho de fidelidad y amor a la Iglesia y al Papa, fuese quien fuese; y nos regaló un paquete de Chesterfield, que a él se lo habían dado en el Vaticano. Eran tiempos de escasez en España. Y, acostumbrados al tabaco negro y barato, de picadura mala, fumar aquellos cigarrillos americanos era un lujo de película. Si encima venían del Vaticano, aún nos parecía mucho más extraordinario.

Cuando usted piensa en san Josemaría Escrivá ¿qué idea, qué vivencia fuerte le viene a la cabeza?

Me viene el hecho asombroso y real, muy real, de su amor apasionado a Jesucristo y de su paternidad. He tenido la suerte de vivir veintiséis años junto a él. Y siempre me sorprendía la sinceridad de su cariño hacia cada persona de la Obra, aunque no le hubiese visto jamás. Lo que le ocurriera a una hija suya o a un hijo suyo, lo que le contasen por carta, lo que le dijeran en una tertulia... todo le interesaba, todo le afectaba como algo propio, porque nos quería de veras, como a hijos de su oración y de su mortificación. Entre él y cualquiera de nosotros no hubo nunca la más tenue barrera: ni un papel de fumar. Yo le he visto llorar, sufrir, por la muerte de hijas e hijos suyos a los que no conocía con más intensidad que sus propios parientes. Cuando le daban alguna de esas noticias, se quedaba humanamente destrozado, sin levantar cabeza.

Y al cerrar los ojos, ¿cómo le ve?

Le veo entre gente, hablando de Dios... Le veo yendo, saliendo al encuentro de los demás... Le veo entregándose a todos nosotros, a tiempo completo, sin ahorrarse un esfuerzo, sin reservarse un minuto para sí mismo. Todo lo nuestro -un dolor de muelas, un examen, una preocupación familiar, un partido de fútbol que íbamos a jugar-, todo le era conocido y familiar. ¡Éramos su vida!

De don Álvaro, con quien ha vivido usted cuarenta y cuatro años, ¿qué imagen le viene a la mente?

A don Álvaro le veo eclipsándose siempre, en un segundo plano, desde donde pudiera ver, oír y atender a nuestro Padre: mirándole, incluso físicamente, con el deseo de aprender de él. Y ello, a pesar de sus magníficas dotes humanas, con las que se llevaba a la gente de calle. Sin lisonjas, en justicia, tengo que decir que don Álvaro, por su espléndida inteligencia, por su amplia cultura, por su exquisita educación, por su capacidad de relación social, por la altura de su pensamiento, por la profundidad de su vida interior, y por una larga serie de virtudes morales que vivió con heroísmo, ha sido un gigante. Y sé que no exagero. Son embargo, yo le he visto siempre pendiente de nuestro Fundador, secundándole en todo, para ayudarle a hacer el Opus Dei. Él fue un fiel ejecutor de lo que el Fundador indicó.

¿Es cierto que monseñor Escrivá tenía predilección por usted?

¿Por mí?... ¡No, no!... Eso no. Quizá, conmigo, y con otros que vivíamos cerca de él, tenía más confianza. Pero nunca tuvo hijos predilectos. De haber tenido alguno, sería don Álvaro, porque era un instrumento muy valioso para la Iglesia y para la Obra. Y hay que recordar que el Fundador solía decir: "a don Álvaro no lo elegí yo: fue Dios quien lo puso a mi lado".

Yo me sentí muy querido por el Fundador. Pero también muy exigido. Me corrigió, y fuerte, en varias ocasiones. Una vez llegó a decirme: "hijo mío, si no cambias, no podré confiar en ti". Fue duro oírlo, pero el Padre tenía razón y a mí me sirvió mucho. Sin embargo, un par de años más tarde, me pidió que fuera su secretario: "puedes abrir todos los cajones, porque yo no voy a tener ningún secreto para ti". Y no es que monseñor Escrivá hubiese cambiado de opinión: es que nunca había dejado de confiar en mí. Pero yo era uno más. Esto es así.

¿A usted le escogió Escrivá para traérselo a Roma?

No. Me ofrecí yo. En 1950 estaba aquí haciendo un curso -unas semanas- de formación, cuando el Padre comentó que ese año, de España, vendrían siete a hacer el Colegio Romano de la Santa Cruz. Y yo le dije: "pues a mí me gustaría ser uno de esos siete". Sin más, el Padre me contestó: "Háblalo con don Álvaro. Si lo arreglas con tu familia, yo no tengo inconveniente". Volví a Madrid para hablar con mi madre cara a cara, y no por carta. Lo solucioné y... aquí estoy.

¿Por qué Escrivá le escogió como "custodio" suyo?

Ah, no lo sé. Nunca se lo pregunté. En 1955 me ordené de sacerdote. En el 56, a raíz del Congreso General del Opus Dei -celebrado en el Hotel Pfauer, un hotel modesto de Einsieldn (Suiza)-, nuestro Padre me dijo: "Javier, he de elegir dos custodes, de entre una lista de nueve nombres que me ha dado el Consejo. Yo desearía que uno fuese don Álvaro y tú el otro. ¿Estás conforme?". Yo tenía 24 años y pensé que había muchos que llevaban más tiempo en la Obra, que tenían más experiencia y más valores, y que podrían hacerlo mejor que yo. Pero me fié de la gracia de Dios y del discernimiento del Padre. En cuanto contesté que aceptaba el encargo, me dijo: "Pues coge el Codex y estúdiate tus nuevas obligaciones, para cumplirlas a rajatabla".

¿Y en qué consiste eso de ser Custodio?

A mí me incumbía cuidar al Padre en todo lo material: desde decidir si había que comprarle unos zapatos, hasta acompañarle al médico, o preparar un viaje... Y también hacerle -no diré "correcciones"- indicaciones concretas sobre cuestiones externas, perceptibles, en las que pudiera mejorar o actuar de otro modo.

Después, en 1975, también don Álvaro me encomendó ser su custodio, pero en el orden espiritual: llevando la dirección de su alma.

Esta fórmula de tres -el Padre y sus 'Custodios'- permite una concatenación, una continuidad sin vacíos: cuando muere uno, quedan los otros dos y un tercero se incorpora "de refresco"...

Pero no es esa la función. Los custodes existen para que el Prelado, el Padre, no viva solo, no sea un hombre aislado allá arriba; y, además, para que se le pueda ayudar a ser mejor. Pero esa continuidad sólo se ha dado desde que fuimos custodes don Álvaro y yo. Antes siempre había un custodio que cambiaba. Sólo don Álvaro permanecía.

¿Diría usted que don Álvaro era un hombre "bonachón"?

¡Ni hablar! Era un hombre muy bueno, muy santo, muy entregado a los demás; pero con un carácter "esculpido" y una gran fortaleza. En las tareas del gobierno de la Obra, le he oído reprender con firmeza, si se retrasaba un trámite, algo que nos solicitaban desde otro país: "no podéis dejar caer los papeles en el olvido; no hay cosa más desalentadora que el silencio administrativo".

Hace cuarenta años yo tenía el encargo de llevar las cuentas del Colegio Romano. Una vez, el balance no me cuadraba: faltaban 600 liras, 60 pesetas, una cantidad insignificante para una casa donde vivíamos treinta y tantas personas. Cuando yo me esperaba que don Álvaro me dijese: "¡no te preocupes!", me dijo: "Tienes que encontrarlas, es tu obligación responder hasta del último céntimo. Ese dinero no es tuyo: lo administras en nombre de otros".

O más recientemente, siendo él Prelado y yo Vicario General, me decía: "No hacemos las cosas para que nos vean, pero nos ven. Debes actuar siempre en presencia de Dios, porque con cualquier gesto, con cualquier palabra, con cualquier detalle puedes escandalizar a la gente o puedes acercarla a Dios".

Con el Fundador, sin tiquismiquismos, pero no le pasaba una. Recuerdo que, a veces, nuestro Padre, comentaba: "¡Me queréis tan santo, tan santo, que no me dejáis hacer nada!".

Me parece que el desafío del sucesor es que, entre santo y santo, han dejado el listón muy alto...

Pues sí, han dejado el listón muy alto, pero también han dejado una pértiga muy fuerte. De una parte, ellos ayudan, desde el cielo. Y de otra, está muy nítido el ejemplo de cómo ellos actuaron. Bastará pensar, ante cualquier situación: ¿qué haría el Fundador? o, ¿qué haría don Álvaro?, para tener la seguridad casi total de que, siguiendo por ahí, acierta uno.

Pero ese seguimiento imitativo, ¿no entraña el riesgo de que cada Prelado sea como una "fotocopia" del anterior?

No. Don Álvaro imitó a san Josemaría sólo en lo que era del espíritu de la Obra, pero tuvieron personalidades completamente distintas. Quizá por eso se acoplaban tan bien. Los dos eran muy cultos, en cuanto a conocimientos teológicos, históricos, literarios, filosóficos, artísticos, canónicos... Y en todas esas materias tenían muchas coincidencias, mucha compenetración. Ahora bien, nuestro Padre era muy intuitivo y rapidísimo en la acción. Don Álvaro, más reflexivo. Nuestro Padre reaccionaba ante los hechos de un modo más inmediato, que podía parecer más espontáneo. Don Álvaro tenía también esa reacción genuina, espontánea, pero no la expresaba hasta haberla madurado por dentro.

Recuerdo ahora que en 1958, a la muerte de Pío XII, la televisión italiana emitió unas imágenes morbosas, desagradables, tomadas durante su agonía. El Colegio de Médicos de Italia suspendió al médico del Papa que autorizó a esa filmación en la habitación del Romano Pontífice. Pues bien, monseñor Escrivá se conmovió, se dolió muchísimo como un buen hijo que ve maltratado a su padre. Don Álvaro se quedó en silencio. Sólo más tarde, comentó: "El Padre tiene razón. Eso es indignante. A ver, ¿qué hijo consiente que con la agonía de su padre o de su madre se haga un espectáculo?".

Podemos tomar otro aspecto: la veracidad. San Josemaría era un hombre claro, sincero, directo, decía lo que se le ponía por delante y llamaba al pan, pan. Don Álvaro, con otro temperamento, más apacible, era una persona sin doblez, sin recámara: ¡transparente!

Pero, en gustos, en aficiones ¿eran muy diferentes?

¡Ya lo creo! Por ejemplo, Escrivá no hacía otro deporte que caminar. En cambio, Del Portillo había practicado mucho la natación, el jockey, el cross, el tenis, la equitación, el fútbol...

Las diferencias se veían más patentes en las cosas más pequeñas. Por ejemplo, don Álvaro se sentía muy cómodo vistiendo el clergyman; y el Fundador, por su gusto, no se lo hubiese puesto nunca. Recuerdo que, en septiembre del 68, viajamos a Cádiz en barco desde Nápoles. Eso de estar varios días embarcados a nuestro Padre no le apetecía nada: "me parece una pérdida de tiempo, una encerrona en un cascarón de nuez". Sin embargo, a don Álvaro le ilusionaba porque "estar en alta mar -decía- relaja muchísimo. Sí, eran muy diferentes, pero recorrieron el mismo camino, vivieron el mismo espíritu y son... dos santos del mismo calibre.

Con todo eso, ¿quiere usted decir que el sucesor tendrá su propio estilo, pero deberá pisar donde pisaron sus predecesores?

Si tiene sentido común, pisará donde pisó Josemaría Escrivá, que es donde pisó Álvaro del Portillo. Lo que no esa eso, es apartarse del camino madre. Ahora bien, esa fidelidad al "camino" no le quita a nadie su propio modo de andar. En el Opus Dei, la personalidad no se anula, se realza.

Pero, ¿qué margen de libertad creativa en innovadora puede tener el nuevo Prelado?

Libertad total. La Obra nunca necesitará un aggiornamento, porque somos gente de la calle y estamos siempre al día. El nuevo Prelado tendrá toda la capacidad creativa y todo el margen de maniobra que necesite para aprovechar las circunstancias presentes y poner ahí el espíritu de la Obra. No se trata de copiar lo que ya se ha hecho. Las realidades cotidianas con las que hay que santificarse hoy son las distintas de las que vivió en Fundador. El nuevo Prelado deberá afrontar su propia hora histórica.

¿La Obra podrá vivir tranquila si el próximo Papa no le es tan favorable, tan propicio, como Juan Pablo II?

Yo sé que monseñor Escrivá nunca se sintió ni abandonado, ni postergado, ni poco querido por los Romanos Pontífices. Eso es una falacia, inventos de unos que repiten otros. Yo le oí decir muchas veces: "De la Santa Sede, del Santo Padre, no nos pueden venir más que bienes, aunque en ocasiones nos parezcan contradicciones". Para nosotros, el Papa -sea quien sea- siempre será el Vicario de Cristo, con una responsabilidad delante de Dios que tiene que cumplir. Lo que él decida, lo recibiremos siempre como venido del mismo Cristo. Por tanto, aun en la hipótesis de que alguna decisión del Papa nos resultara dolorosa, o incomprensible, sería buena para nosotros. Así que la Obra nunca se sentirá intranquila, ni insegura, ni mal querida. Una cosa es la simpatía, y otra la caridad y el cariño de quien gobierna la Iglesia, que nunca nos podrá faltar.

Está por escribir la historia de las relaciones personales entre los cinco últimos Papas y los dos sucesivos Padres que ha habido en el Opus Dei. Por ejemplo, se ha dicho con falsedad que Pablo VI no estimaba a monseñor Escrivá. Pues bien, nos consta -ratificado por sus secretarios- que usaba Camino como libro de meditación habitual. Y algo más: en una de sus últimas audiencias, Pablo VI le dijo al Fundador, cara a cara: "monseñor, usted es un santo". Y eso un Papa no lo dice por halagar. Y no digamos ya de la amistad, del trato natural, confiado y espontáneo entre Juan Pablo II y monseñor Del Portillo. El Papa veía en don Álvaro a un hijo leal y sincero que le decía las cosas como eran, no como quería que fuesen.

¿Se puede decir que Juan Pablo II se ha apoyado en el Opus Dei?

Sí, se puede decir. Pero lo de menos es que se diga: lo importante es que este Papa y todos los que vengan después se tienen que poder apoyar en el Opus Dei, porque el Opus Dei está para eso: para servir a la Iglesia como ella tiene que ser servida. A nosotros, expandirnos por el mundo entero y tener muchas vocaciones, si no es para mejor servir a la Iglesia, ¡no nos interesa para nada!

¿Es necesario que el Prelado del Opus Dei sea obispo?

No es necesario. Pero la experiencia ha demostrado que es muy bueno para la Obra y para las relaciones con los demás obispos.

Monseñor Echevarría, usted ha pasado 44 años dedicado "full time" a vivir... la vida del otro. ¿Usted ha tenido su propia vida? ¿Usted ha podido ser usted?

Sí que he tenido mi propia vida. Yo nunca hubiera soñado realizar mi vida de un modo tan ambicioso. Viviendo a mi aire, yo hubiese tenido unos horizontes muchísimo más estrechos, unos vuelos más cortos. De no haber estado, día tras día, junto a dos hombres de esa estatura humana y espiritual, ni me habría planteado la ambición de entenderme con todo el mundo, de preocuparme por todas las almas. Ni el interés por todas las culturas. Ni el afán de servicio a los demás. Ni la amplitud de miras, para ver los problemas de la Iglesia y de la sociedad civil. Ni me hubiese abierto a conocer -no como una curiosidad, sino como una preocupación personal- la situación de los hombres en todos los países del mundo, sus condiciones de trabajo, su nivel de libertad y de dignidad... Viajando y viendo vivir en su propio terreno a gentes de todas las naciones, de todas las condiciones sociales, de todas las razas, de todas las religiones... Yo, como hombre de mi tiempo, como cristiano y como sacerdote, soy una persona ambiciosamente realizada. Y tengo el corazón mundializado, gracias a haber vivido con dos hombres de espíritu grandioso, cristianamente grandioso.

Hace pocos años a usted le dio un infarto predicando...

Sí. Fue en Asturias.

¿Y aguantó hasta el final?

Sí, pero... (se echa a reír) ¡porque no sabía que era un infarto!

Y ¿comprendería a quien no tuviese ese temple y dejase a medias su prédica?

No sólo le comprendería, sino que le alabaría. Es lo que hay que hacer: que le curen a uno para seguir sirviendo.

Es que circula ya un cliché prefabricado sobre usted, como un hombre riguroso, exigente, duro, criado a la sombra de Escrivá...

Yo estoy muy orgulloso de haberme "criado" cerca de monseñor Escrivá. ¡Más me hubiera gustado aprender de él! Y lo que me enseñó siempre fue a dilatar mi corazón de sacerdote. A tener los brazos abiertos a todo el mundo, vinieran de donde vinieran, y vinieran como vinieran: aunque se presentasen como mis enemigos mortales. A cualquier hora, en cualquier lugar y circunstancia, tener el corazón de par en par, para quien me necesite...

Pero, don Javier, tiene usted genio...

Sí, tengo genio. Y lo tenía mucho antes de conocer a monseñor Escrivá.

Cuando murió Escrivá, y estando todavía caliente su cuerpo, Del Portillo le quitó el "lignum crucis" que llevaba colgado del cuello, y se lo puso "hasta que haya un nuevo Padre". Ahora, al fallecer don Álvaro, ¿se ha puesto usted también esa reliquia del leño de la Cruz?

Sí, pero no enseguida. A los dos días. Yo evité hacer las mismas cosas materiales que, años atrás, había hecho don Álvaro, para que no se pensase que había una presunción de continuidad. Vi el lignum Crucis dentro del armario de don Álvaro. Pensé que estaría mejor sobre el pecho de un sacerdote. Por eso me lo puse.

¿Y entonces sintió sobre sí "el peso" de la Obra?

Sentí el peso de la Obra. Pero también la fuerza de Dios. La Obra, guste o disguste, es espiritualmente monolítica. Más claro: "un solo corazón, una sola alma". Están rezando todos, para que yo acierte. Y las cartas se reciben a millares, de todos los rincones del mundo, de todo tipo de personas...

¿Qué es el "peso" de la Obra?

Es la santidad de más de setenta mil personas, que tienen que responder a un compromiso con Dios, en su trabajo, en sus deberes de estado, en su trato con los demás hombres. Y ese peso se nota, porque todos somos frágiles y podemos no dar el do de pecho, o estar desambientados en esa gran orquesta que es la Iglesia.

En alguna ocasión, Juan Pablo II se refirió al Opus Dei como una potencia: "el Opus Dei poderoso"...

Sí, pero inmediatamente don Álvaro le dijo: "Santidad, nuestro único poder, nuestra única fuerza es la oración". Y el Papa, afirmando con la cabeza, contestó: "A eso me refería". Al Papa le impresionó una carta que monseñor Del Portillo le escribió desde el santuario de la Mentorella en 1978, al iniciarse el Pontificado. En esa carta, le ofrecía todo el tesoro de la Obra: la oración y las misas diarias, que entonces eran unas 60.000 y ahora serán 74.000 y algunas más.

Cuando aquí en "Villa Tevere" baja usted a rezar en esa cripta donde están enterrados Escrivá y Del Portillo, los dos grandes "patronos" de la Obra ¿qué pide para el nuevo Prelado?

Pido que sea un buen pastor, un pastor leal, que se entregue del todo a sus hijas y a sus hijos, sin que jamás les separe de ellos ni la más leve barrera de humo.

Pilar Urbano