Textos del Papa Francisco en Semana Santa

Publicamos los textos de homilías, audiencias y otros encuentros que el Papa Francisco mantiene durante la Semana Santa. Antes de lavar los pies a doce detenidos, ha dicho: " Ayudarnos uno a otro: esto es lo que Jesús nos enseña y esto es lo que yo hago".

MISA IN CENA DOMINI. En el Instituto Penal para Menore "Casal del Marmo"

Esto es conmovedor. Jesús que lava los pies a sus discípulos. Pedro no entendía nada, rechazaba. Pero Jesús se lo explicó. Jesús – Dios – ¡hizo esto! Y

 Él mismo lo explica a los discípulos: “¿Comprenden lo que he hecho por ustedes? Ustedes me llaman el Maestro y el Señor, y dicen bien, porque lo soy. Por tanto, si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies a ustedes, también ustedes deben lavar los pies los unos a los otros. Les he dado un ejemplo, en efecto, para que también ustedes hagan como he hecho yo”. 

Es el ejemplo del Señor: Él es el más importante, y lava los pies, porque entre nosotros, el que es el más alto debe estar al servicio de los demás. Y esto es un símbolo, ¿es un signo, no?

Lavar los pies es: “yo estoy a tu servicio”. Y también nosotros, entre nosotros, no es que debemos lavar los pies todos los días uno al otro, ¿pero qué significa esto? Que debemos ayudarnos, uno a otro.

A veces me he enojado con uno, con otra… pero… deja que pase, olvídalo, y si te pide un favor, se lo haces. Ayudarnos uno a otro: esto es lo que Jesús nos enseña y esto es lo que yo hago, y lo hago de corazón, porque es mi deber, como sacerdote y como obispo debo estar a su servicio. 

Pero es un deber que me viene del corazón: lo amo. Amo esto y me gusta hacerlo porque el Señor así me lo ha enseñado. 

Pero también ustedes, ayúdense. Ayúdense siempre. Uno a otro. Y así, ayudándonos, nos haremos el bien. Ahora haremos esta ceremonia de lavarnos los pies y pensemos, cada uno de nosotros piense: “¿Verdaderamente yo estoy dispuesta, estoy dispuesto a servir, a ayudar al otro?”.

Pensemos esto solamente. Y pensemos que este signo es una caricia de Jesús, que hace Jesús, porque Jesús ha venido precisamente para esto: para servir, para ayudarnos.

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MISA CRISMAL DEL JUEVES. En la basílica de San Pedro.

Queridos hermanos y hermanas

Celebro con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Saludo a todos con afecto, especialmente a ustedes, queridos sacerdotes, que hoy recuerdan, como yo, el día de la ordenación.

Las Lecturas nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos... Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (Sal 133,2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.

La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires. 

De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. 

La unción no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.

Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. 

Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendígame» y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en petición. 

Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales – pero lo son sólo en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. 

Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. 

Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos – futuros sacerdotes – todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la unción divina en los bordes de su manto.

Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.

El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. 

Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja», pastores en medio de su rebaño, y pescadores de hombres. 

Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.

Queridos fieles, acompañen a sus sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean siempre Pastores según el corazón de Dios. 

Queridos sacerdotes, que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a todos, también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido. Amén.

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AUDIENCIA DEL MIÉRCOLES. En la Plaza de San Pedro.

¡Hermanos y hermanas, buenos días!

Me alegra darles la bienvenida a mi primera Audiencia general. Con profunda gratitud y veneración tomo el "testigo" de las manos de mi amado predecesor Benedicto XVI. Después de Pascua vamos a reanudar las catequesis del Año de la fe. Hoy quisiera detenerme sobre la Semana Santa. Con el Domingo de Ramos comenzamos esta Semana - centro de todo el Año Litúrgico- en la que acompañamos a Jesús en su Pasión, Muerte y Resurrección.

Pero ¿qué puede significar para nosotros vivir la Semana Santa? ¿Qué significa seguir a Jesús en su camino del Calvario hacia la Cruz y la Resurrección?

En su misión terrenal, Jesús recorrió las calles de Tierra Santa; llamó a doce personas simples para que permanecieran con Él, compartieran su camino y continuaran su misión; las eligió entre el pueblo lleno de fe en las promesas de Dios. Habló a todos, sin distinción, a los grandes y a los humildes, al joven rico y a la pobre viuda, a los poderosos y a los débiles; trajo la misericordia y el perdón de Dios; curó, consoló, comprendió; dio esperanza; llevó a todos la presencia de Dios que se interesa de cada hombre y mujer, como hace un buen padre y una buena madre con cada uno de sus hijos. Dios no esperó a que fuéramos a Él, sino que es Él que se mueve hacia nosotros, sin cálculos, sin medidas. Dios es así: Él da siempre el primer paso, Él se mueve hacia nosotros.

Jesús vivió las realidades cotidianas de la gente más común: se conmovió delante de la multitud que parecía un rebaño sin pastor; lloró ante el sufrimiento de Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro; llamó a un publicano como su discípulo; sufrió también la traición de un amigo. En Él, Dios nos ha dado la certeza de que Él está con nosotros, en medio de nosotros. «Los zorros - ha dicho Jesús - tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». (Mt 8:20). Jesús no tiene hogar, porque su casa es la gente, somos nosotros, su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia amorosa de Dios.

En la Semana Santa nosotros vivimos el culmen de este camino, de este plan de amor que recorre a través de toda la historia de la relación entre Dios y la humanidad. Jesús entra en Jerusalén para cumplir el paso final, en el que resume toda su existencia: se entrega totalmente, no se queda con nada para sí mismo, ni siquiera con su vida. En la Última Cena, con sus amigos, comparte el pan y distribuye el cáliz "para nosotros". El Hijo de Dios se ofrece a nosotros, ofrece en nuestras manos su Cuerpo y su Sangre para estar siempre con nosotros, para habitar entre nosotros.

Y en el Huerto de los Olivos, al igual que en el juicio ante Pilato, no opone resistencia, se da; es el Siervo sufriente ya anunciado por Isaías, que se despoja de sí mismo hasta la muerte (cf. Is 53:12).

Jesús no vive este amor que lleva al sacrificio de manera pasiva o como un destino fatal; desde luego no oculta su profunda perturbación humana frente a la muerte violenta, pero se entrega plenamente a la confianza del Padre. Jesús se entregó voluntariamente a la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en perfecta unión con su voluntad, para demostrar su amor por nosotros. En la cruz, Jesús "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2:20). Cada uno de nosotros puede decir: me amó y se entregó a sí mismo por mí. Cada uno puede decir este “por mí”. 

¿Qué significa todo esto para nosotros? Significa que éste es también mi camino, el tuyo, nuestro camino. Vivir la Semana Santa, siguiendo a Jesús, no sólo con la conmoción del corazón; vivir la Semana Santa siguiendo a Jesús quiere decir aprender a salir de nosotros mismos - como dije el domingo pasado - para salir al encuentro de los demás, para ir hasta las periferias de la existencia, ser nosotros los primeros en movernos hacia nuestros hermanos y hermanas, especialmente los que están más alejados, los olvidados, los que están más necesitados de comprensión, de consuelo y de ayuda. ¡Hay tanta necesidad de llevar la presencia viva de Jesús misericordioso y lleno de amor!

Vivir la Semana Santa es entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la Cruz, que no es en primer lugar la del dolor y la muerte, sino la del amor y la de la entrega de sí mismo que da vida. Es entrar en la lógica del Evangelio. Seguir, acompañar a Cristo. Permanecer con Él requiere una "salir", salir. Salir de sí mismos, de un modo de vivir la fe cansino y rutinario, de la tentación de ensimismarse en los propios esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creadora de Dios. Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, colocó su tienda entre nosotros para traer su misericordia que salva y da esperanza. También nosotros, si queremos seguirlo y permanecer con Él, no debemos contentarnos con permanecer en el recinto de las noventa y nueve ovejas, debemos "salir”, buscar con Él a la oveja perdida, a la más lejana. Recuerden bien: salir de nosotros, como Jesús, como Dios salió de sí mismo en Jesús y Jesús salió de sí mismo para todos nosotros.

Alguien podría decirme: “Pero Padre no tengo tiempo", "tengo muchas cosas que hacer", "es difícil", "¿qué puedo hacer yo con mi poca fuerza, también con mi pecado, con tantas cosas?". A menudo nos conformamos con algunas oraciones, con una misa dominical distraída e inconstante, con algún gesto de caridad, pero no tenemos esta valentía de "salir" para llevar a Cristo. Somos un poco "como San Pedro. Tan pronto como Jesús habla de la pasión, muerte y resurrección, de darse a sí mismo, de amor a los demás, el Apóstol lo lleva aparte y lo reprende. Lo que Jesús dice altera sus planes, le parece inaceptable, pone en dificultad las seguridades que él se había construido, su idea del Mesías. Y Jesús mira a los discípulos y dirige a Pedro quizá una de las palabras más duras del Evangelio: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». (Mc 8:33). Dios piensa siempre con misericordia: no olviden esto. Dios piensa siempre con misericordia: ¡es el Padre misericordioso! Dios piensa como el padre que espera el regreso de su hijo y va a su encuentro, lo ve venir cuando todavía está muy lejos... 

¿Esto que significa? Que todos los días iba a ver si el hijo volvía a casa: éste es nuestro Padre misericordioso. Es la señal que lo esperaba de corazón en la terraza de su casa. Dios piensa como el samaritano que no pasa cerca del desventurado compadeciéndose o mirando hacia otra parte, sino socorriéndolo sin pedir nada a cambio; sin preguntar si era judío, si era pagano, si era samaritano, si era rico, si era pobre: no pide nada. No pide estas cosas, no pide nada. Va en su ayuda: así es Dios. Dios piensa como el pastor que da su vida para defender y salvar a las ovejas.

La Semana Santa es un tiempo de gracia que el Señor nos da para abrir las puertas de nuestros corazones, de nuestra vida, de nuestras parroquias, 

- ¡qué pena tantas parroquias cerradas! - de los movimientos, de las asociaciones, y "salir" al encuentro de los demás, acercarnos nosotros para llevar la luz y la alegría de nuestra fe ¡Salir siempre! Y hacer esto con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que ponemos nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero que es Dios quien los guía y hace fecundas todas nuestras acciones.

Les deseo a todos que vivan bien estos días siguiendo al Señor con valentía, llevando en nosotros mismos un rayo de su amor a todos los que encontremos.

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DOMINGO DE RAMOS. Homilía en la Plaza de San Pedro.

"Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).

Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios, se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.

Este es Jesús. Este es su corazón que nos mira a todos, que mira nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el amor de Jesús. Y así entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos. Es una bella escena, llena de luz -la luz del amor de Jesús, el de su corazón-, de alegría, de fiesta.

Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. Aquí nos ilumina en el camino. Y así hoy lo hemos acogido. Y esta es la primera palabra que quería deciros: alegría.

No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino que nace de haber encontrado a una persona, Jesús, que está en medio de nosotros, nace de saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables..., y ¡hay tantos!

Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, y de modo insidioso nos dice su palabra. ¡No lo escuchéis! ¡Sigamos a Jesús! Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y por favor, ¡no os dejéis robar la esperanza! ¡No dejéis que os roben la esperanza! La que nos da Jesús.

Segunda palabra. ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el buen sentido de ver en Jesús algo más; tiene el sentido de la fe, que dice: éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz.

Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que Benedicto XVI decía los cardenales: "Sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ése es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí...¿por qué la Cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que luego nadie puede llevarse consigo, debe dejarlo. Mi abuela nos decía cuando éramos niños: el sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación.

Y también -cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce- nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos sobre el trono de la Cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hace un poquito lo que Él hizo el día de su muerte.

Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra: jóvenes. Queridos jóvenes, os he visto en la procesión, cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la alegría de estar con él. Vosotros tenéis una parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre, un corazón joven, incluso a los setenta, ochenta años. ¡Corazón joven!

Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de sí mismos y que con el amor de Dios Él ha triunfado sobre el mal precisamente con el amor.

Lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz.

Queridos amigos, también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran peregrinación de la cruz. Miro con alegría al próximo mes de julio, en Río de Janeiro. Os doy cita en aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero ¡Los jóvenes deben decir al mundo: es bueno ir con Jesús! ¡es bueno andar con Jesús! ¡es bueno el mensaje de Jesús!...¡es bueno salir de sí mismos, ir a la periferia del mundo y de la existencia para llevar a Jesús! Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes. 

Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Así sea."