Un amor que agranda el corazón

Textos referidos a la predicación de San Josemaría sobre la familia extraídos del libro "Como las manos de Dios" de Antonio Vázquez (editado en Palabra).

"Como las manos de Dios", textos referidos a la predicación de San Josemaría sobre la familia.

El amor en el matrimonio cristiano no es un amor cualquiera, pues está atravesado por el amor de Dios que le trasfunde una nueva dimensión

El Catecismo de la Iglesia Católica insiste en esta idea: "La gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges". Más adelante añade "...y amarse con un amor sobrenatural delicado y profundo" . Luego detalla el alcance de esta unión: El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma.

Una vez más el plan de Dios ofrece un panorama con tal enjundia que supera infinitamente nuestros pequeños sueños y enlaza fuertemente todos los aspectos de la persona en una unidad que antes anotábamos como esencial para la felicidad. La gracia divina quiere empapar todo el hombre: su inteligencia, su voluntad, sus afectos, su cuerpo y su alma. Es la persona, toda ella, en su inabarcable complejidad, quien se compromete en el vínculo amoroso.

San Josemaría sabía querer con cada fibra de su corazón y cada movimiento de su alma. Tan fuerte era esa noble pasión, que a veces le impedía dormir. Dios le había estirado el alma para que cupieran sus hijas e hijos, la Iglesia y la Humanidad entera. Anotaremos una anécdota entre mil. Una mañana se encontró por un pasillo con uno de sus hijos, médico, que le preguntó si había dormido bien la noche pasada. La contestación se trocó en amable confidencia. - Mira, como os quiero ¡tanto, tanto, tanto!, siempre tengo algún hijo mío en quien pensar. Os quiero con corazón de padre, de madre... ¡y de abuela!. A veces me hago un lío por dentro, entre lo que debe exigir un padre, lo que tiene que comprender una madre y lo que puede consentir una abuela… Esto lo he llevado a mi oración. Y he visto que los padres son para los hijos y no los hijos para los padres. Es lo que tantas veces digo a otros y yo he de aplicármelo el primero... Si, como el profeta Ezequiel, yo tuviese que pedir al Señor que me cambiase el corazón, no le pediría que me cambiase el corazón de piedra por uno de carne. Si acaso, al revés: que, en vez de este corazón de carne, me diese uno de piedra...Y entonces, hijo mío, entonces ¡dormiría a pierna suelta todas las noches! Este amor tan grande: ¿es divino o es humano? ¿Podremos quejarnos ahora de pasar malas noches por nuestros hijos, sean pequeños o mayores?

Lejos de cualquier espiritualismo, hombre y mujer han de estar convencidos, una vez más, de que el amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino . Estas palabras de San Josemaría hay que leerlas en el contexto de una homilía dedicada al Corazón de Cristo. Más arriba ha puesto el antecedente. Dios no nos declara: en lugar del corazón os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Repite de nuevo una idea insistente en su predicación . Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y otro para amar a las personas de la tierra. Quien no es capaz de desvivirse por su marido/mujer con hechos amasados con cariño y ternura humana, podría correr el riesgo de entender el amor de Dios como algo tieso, sin vida, " como una muñeca de trapo" o con " la rigidez del cartón ". Es muy expresivo cómo el Fundador del Opus Dei utiliza para referirse al amor divino, términos utilizados en el amor humano: " embriaga ", " apasionado ", " locura ", chifladura ", "cortejar", "asaltar" . No toma prestadas estas palabras, las hace suyas para hacernos ver que en esa intimidad afectiva de la persona -a la que llamamos corazón- ha de existir una unidad, que el amor dilata hasta límites insospechados.

"¡Tened corazón, tened corazón!..." San Josemaría Escrivá se ha referido en muchas ocasiones a la necesidad de tener corazón , a veces con palabras duras. Es una pena no tener corazón. Son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. No es una sensiblería superficial, ayuna de calado personal, o fruto de una espiritualidad epidérmica, es que en el cariño humano y divino, cuando el amor transforma al hombre, aparece un modo nuevo de moverse sobre la tierra, en el que la rigidez del deber abre paso, poco a poco, a la satisfacción del querer y sentirse querido. La anchura de corazón estira sus fibras para descubrir nuevos horizontes.

La anécdota se recoge en una de las biografías del Fundador del Opus Dei. "Charlando, un día de febrero de 1960, con un grupo de hijos suyos filósofos y teólogos sobre la libertad como aventajada del conocimiento, les sorprende con esta reflexión: - Siempre el corazón va más allá que la inteligencia. La inteligencia va detrás. Y dirá alguno de los filósofos: ¿y eso de que nihil volitum nisi praecognitum, "nada se quiere, si antes no se conoce"? ¡Pues aun con eso! Y si no, ¿queréis explicarme lo del "flechazo", con sólo un conocimiento superficial ?". Tengo para mí que es muy posible que tuviera en la cabeza al hacer aquella afirmación los múltiples "flechazos" que se recogen en las Sagradas Escrituras, y los que él mismo recibió en su "chifladura" por Jesucristo.

Tener corazón es sentir que se acelera el pulso cuando se va a llegar a casa donde se encuentra el marido o mujer y los hijos. Tener corazón es reconciliarse con el otro con un abrazo inmenso después de una "pelea épica". Tener corazón es cubrir de besos la cara exánime de la esposa anciana que se muere a chorro. Tener corazón es esperar al hijo que llega a altas horas de la noche, sin proferir una queja, aunque al día siguiente se le haga ver el desorden que supone.

La grandeza de corazón no va unida a determinados temperamentos o a épocas de la vida -como la juventud- especialmente proclives. Con la técnica de los grandes deportistas, el corazón se dilata ejercitándolo: estando alerta para descubrir mil ocasiones de la vida ordinaria. Puede resultar duro el esfuerzo, como en el estadio, pero hay una compensación sobreañadida de felicidad al entregarnos.

Hay dos manifestaciones concretas de la grandeza de corazón, una de ellas es que nos hace menos "puntillosos", con toda la desazón que comporta esa susceptibilidad. San Josemaría lo recoge así: Si tuvieras un corazón grande y algo más de sinceridad, no te detendrías a mortificar, ni te sentirías mortificado..., por detallitos. La otra es la gratitud: un corazón magnánimo es agradecido y cada muestra de agradecimiento es bálsamo que suaviza la convivencia. Hay que aprender a agradecer una mirada de comprensión y cariño, el silencio ante la acusación precipitada, o la disponibilidad para satisfacer un capricho.

Corazón grande para llegar con igual vitalidad a los miembros más próximos y más alejados, para que el pulso alimente con fuerza esas manos que Dios necesita para hacerse presente en la tierra. Porque uno de los privilegios de un cristiano es poder dar más de lo que tiene: el amor de Dios.

Hay que dedicar tiempo para desentrañar, en la presencia de Dios, esa chispa de amor divino que es el amor humano: mirarlo en sus múltiples aspectos, concluir en propósitos concretos. Es una labor que no se agota en el discurrir de los años sino que se torna más perentoria: cada día se desea más. La presión ambiental es tan fuerte que, o sobrenaturalizamos nuestros amores o se nos desmigajan entre las manos. Tenemos la seguridad de conocer el camino. Nos falta recorrerlo para iluminar muchas sendas todavía oscuras porque nadie les ha aportado el testimonio vivo de la luz. Es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.