Un día cualquiera en Roma

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Visitando un Centro del Opus Dei, en una ciudad alemana, me llamó la atención la cuidada instalación y el digno (no lujoso) mobiliario de la amplia sala de estar. Y recordé que, poco antes (y no por primera vez), había escuchado ciertos comentarios críticos sobre las «señoriales» casas del Opus Dei, sobre el costoso mobiliario, sobre la falta de «pobreza evangélica»... Aunque casi siempre suelo considerar las críticas de este tipo (que a menudo provienen de personas que cada año van cinco veces de vacaciones y disponen de dos o tres casas, además de apartamentos de verano y varios automóviles) como una forma de fariseísmo social (casi siempre inconsciente), esta vez hice alusión al tema. Mis anfitriones no se sorprendieron de mis argumentos: ya los conocían. El Director me dijo que quería mostrarme todo el Centro, y así lo hizo: además del oratorio, puesto con cariño en la mejor habitación de la casa, y de la citada sala de estar, pude ver un pequeño comedor, sencillo pero acogedor, y una sala de estudio, sobria y práctica. Luego, el joven Director me acompañó a un oscuro pasillo, al que daban algunas minúsculas habitaciones con ventanas a un patio interior; en cada habitación había una cama, una mesa, una silla y un pequeño y estrecho armario ropero. Y nada más. «Éstas -dijo sonriendo- son nuestras habitaciones personales.»

El espíritu de pobreza -así lo dijo y lo vivió el Fundador del Opus Dei durante toda su vida- no consiste en ahorrar en lo que se dedica a los demás; por eso, lo mejor se reserva a la «morada» del Señor, presente en el Santísimo Sacramento, al oratorio; en segundo lugar viene lo que se destina a las personas de fuera, a los visitantes, huéspedes y amigos, que deben sentirse a gusto; lo restante -casi nada- queda para el uso propio. Y aquí también se dan prioridades. Un miembro del Opus Dei (o sea, una persona normal que se desenvuelve en medio de la sociedad, en su propio ambiente) no se presentará vestido como un vagabundo, sino con corrección; si es taxista vivirá con más sencillez que si es alcalde (por poner un ejemplo), quien, por su profesión y su situación social, tiene deberes de representación. Pero ambos tienen una cosa en común: que personalmente no se crean necesidades, que los dos practican la caridad cristiana con los ricos y con los pobres (2), con los de arriba y con los de abajo, y que procuran vivir con desprendimiento interior respecto a cualquier tipo de posesiones.

En Villa Tevere se ha materializado este espíritu de pobreza. Ese sólido edificio, tan diversificado y ramificado, es una imagen del Opus Dei. Monseñor Escrivá y sus colaboradores inmediatos fueron los últimos en disfrutar allí de una vivienda agradable y digna. Y si hoy en día un cataclismo destruyera la sede central o si se tuviera que trasladar, de seguro que se volvería a edificar una sede provisional, entre ruinas o en un barracón, y de seguro que el Padre y sus hijos volverían a dormir sobre el suelo, como hace años... Pero si, por principio, la sede central del Opus Dei se hubiera construido como un barracón, con una pobretonería llamativa..., eso no hubiera sido espíritu de pobreza, sino espíritu de mentira; pura ostentación de pobreza.

Siempre, y en todas partes, don Josemaría cuidó los principios de veracidad y de adecuación, tanto cuando era foco de atracción de las miradas de la opinión pública y del mundo, como cuando se encontraba a solas con Dios y con sus más íntimos colaboradores. Villa Tevere es un testimonio en piedra de que, como Presidente General, como Padre, como sacerdote y como amigo, fue siempre una misma persona, pero actuando en el marco que correspondía a su función. Por eso el oratorio del Presidente General, en el que cada día ofrecía, como Fundador y sacerdote, el Santo Sacrificio, es de una belleza extraordinaria; y su dormitorio, una habitacioncita modesta y oscura, carente de toda comodidad. Por eso las salas de visita y los comedores en los que recibía a sus huéspedes de todo el mundo (a cardenales y obispos y científicos, a «personas importantes» en la vida pública) son habitaciones decoradas sin exageraciones, pero confortables y acogedoras; y el cuarto de trabajo en el que pasó la mayor parte de sus años romanos, la habitación más calurosa y asfixiante de todo aquel laberinto de piedra, situada en uno de los pisos altos y con una ventana especialmente pequeña.

Esta habitación (el «corazón de la Obra», como la llamó el actual Prelado, Mons. Del Portillo) también tiene algo especial: en realidad no iba a ser el cuarto de trabajo del Presidente General (éste estaba situado junto a su dormitorio, pero el Fundador lo utilizó sólo en contadas ocasiones), sino el del Secretario General. Sin embargo, don Josemaría solía trabajar en él con don Alvaro del Portillo, sentados a uno y otro lado de una maciza mesa cuadrada de madera marrón oscura, casi negra. Nada ha cambiado desde entonces; sólo que ahora don Alvaro ha pasado al otro lado, dejando su sitio a Javier Echevarría, el nuevo Secretario General de la Obra. Lo único que no se usa es el sillón en que solía sentarse el Fundador: está junto al de su sucesor como recuerdo, como incentivo, como una llamada a la responsabilidad; y quizá también como consuelo...

A esta mesa llegaban montones de cartas. Cartas de más de seis docenas de países, en los que el Opus Dei trabajaba ya en 1975. Cartas personales, como el torpe saludo o el agradecimiento de una campesina mexicana, la cavilosa epístola de algún indeciso o el análisis de la situación intelectual de nuestros días hecho por un sabio... (y todo lo que entre estos extremos quiera uno imaginarse). Llegaban también gran cantidad de consultas, sugerencias, comunicaciones de distintos países, etc.; es decir, la correspondencia interna propia de una tarea de dirección.

Tan numerosa como la entrada era la salida del correo, pues se contestaban todas las cartas. Naturalmente, no siempre lo hacía el Presidente General, pero, a pesar de todo, se cuentan por miles las contestaciones del mismo Fundador. Y nunca son cartas rutinarias, escritas según un modelo preestablecido, como suelen hacer las grandes empresas y oficinas estatales. «Detrás de los papeles -decía a sus colaboradores-, ved siempre almas» (3).

Un día cualquiera comenzaba para don Josemaría con el sonar del despertador, ni antes ni después. Y siempre a la misma hora, a las seis, independientemente de que hubiera dormido mucho, poco o nada. En muchas épocas de su vida pasó a menudo la noche en oración. Estaba habitualmente en presencia de Dios y se esforzaba por convertir todas las circunstancias de su vida en oración, en diálogo con Dios, un diálogo que -como confesaba- no lograba interrumpir ni el sueño, pues estaba convencido de que también el sueño podía hacerse oración. Más tarde, cuando empezó a notar el peso de los años, fue preciso persuadirle de que tenía que guardar el tiempo de descanso durante la noche, porque, en caso contrario, por las mañanas estaba agotado y se reducía su capacidad de trabajo. En los últimos años, en los que le asaltaba más el insomnio, uno de los detalles de obediencia, por indicación concreta de uno de sus hijos, consistía en no levantarse. antes de la hora prevista, aunque estuviera despierto.

Después de vestirse, pasaba media hora de meditación en el oratorio, la cual le servía también como preparación a la Santa Misa. No hay nadie que asistiera a una Misa celebrada por él y no quedara impresionado. Contamos con una ingente cantidad de testimonios sobre este punto. Para muchas personas, el haber participado en una Misa de Monseñor Escrivá de Balaguer supuso el comienzo de. una nueva época de su vida, de una conversión y renovación interiores e incluso de su vocación al Opus Dei.

Y después, el desayuno, muy sencillo: una taza de café con leche sin azúcar y un poco de pan. Y ya que hablamos de las comidas... Cuando estaba solo, no eran raras las ocasiones en las que ayunaba totalmente, prescindiendo incluso de la bebida. El Fundador del Opus Dei solía decir que las mortificaciones debían mortificar a uno mismo, no a los demás (4). Es ésta una palabra -«mortificación»- que casi ha desaparecido del vocabulario de nuestros días, aunque nada menos que San Pablo la tiene en gran estima (5); pero hay a quienes no les gusta y debo reconocer que realmente no es un vocablo especialmente atractivo. Tampoco lo es su contenido, pues hace referencia al vencimiento propio y al propio sacrificio.

Sintéticamente, la doctrina del Apóstol de las gentes sobre este punto capital de la vida cristiana podría formularse de este modo: los cristianos sabemos que Cristo es el Camino: no en vano nos llamamos cristianos, discípulos de Cristo. Es un camino de unidad con Cristo que anhela la identificación total con nuestro Salvador. No es un camino inaccesible: Cristo nos da los medios para recorrerlo y alcanzar la meta. Su andadura cuesta, porque recorrer esa vía de identificación con Dios supone morir a uno mismo para que Cristo viva en el alma del cristiano. No se recorre en un momento: toda la vida es camino, esfuerzo duro, trabajo de mortificación. Si se quiere llegar al final, a la muerte del Yo para que viva Cristo, si se quiere alcanzar ese anticipo de la felicidad eterna en Dios..., hay que dar, uno tras otro, los pasos de la mortificación. Por lo tanto, la mortificación no tiene nada que ver con el masoquismo ni con las disciplinas de autocastigo. Es una actitud amorosa que lleva al desprendimiento del alma y a la liberación de las mil y una exigencias del egoísmo. Tampoco tiene nada que ver con el autodominio, tan necesario en diversas esferas de nuestra vida. La mortificación vela, con fortaleza, guiada por el Amor, para que ni el tú de los demás ni el propio yo se anteponga al amor que se busca: el TÚ de Dios.

«Esa palabra acertada -dijo Mons. Escrivá de Balaguer-, el chiste que no salió de tu boca; la sonirsa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior» (6).

La mortificación auténtica se caracteriza por su tacto y su discreción: es un modo de tratar a Dios que no tiene nada que ver con la rudeza militar de corte espartano o el rigidismo prusiano. Tampoco en este punto el Fundador del Opus Dei se inventó nada: fiel a las enseñanzas de Jesucristo, la ascética ha ido enseñando, a lo largo de los siglos, la necesidad de ordenar las exigencias desordenadas del propio yo y ha recordado a los cristianos de todas las épocas que el que quiera acercarse a Cristo tiene que esforzarse primero por quitar los obstáculos que impiden que El se adueñe, con su gracia, del alma. Lo novedoso es que el Fundador del Opus Dei hizo accesible ese ascetismo al «hombre de la calle», al «ciudadano corriente», proclamando que llegar a la plenitud de la vida cristiana no sólo era posible, sino necesario. Por algo llamó a la mortificación «la oración de los sentidos» y comentó que «ha de ser continua, como el latir del corazón: así tendremos el señorío sobre nosotros mismos, y sabremos vivir con los demás la caridad de Jesucristo» (7).

El Fundador del Opus Dei enseñó a vivir desde el comienzo este aspecto concreto del espíritu de familia del Opus Dei: repetía una y otra vez que no se trataba de hacer cosas extraordinarias; las mortificaciones propias de la vida de familia son las que llevan a hacer más agradable la convivencia cotidiana: pequeños detalles de servicio, hechos con naturalidad; contrariedades sin mayor importancia, aceptadas con alegría. El calor humano de la vida de familia es fruto del vencimiento personal de todos los que viven en esa casa, y se construye con esas mortificaciones que pasan inadvertidas, que llevan a vivir pendientes de los demás y a olvidarse generosamente de uno mismo.

Antes de ponerse a trabajar, Monseñor Escrivá de Balaguer rezaba el Breviario; a las doce del mediodía interrumpía unos minutos el trabajo para rezar, puesto en pie, el Ángelus o, en el Tiempo Pascual, el Regina Coeli. Las últimas horas de la mañana las solía dedicar a recibir a aquellas personas que querían mantener un encuentro con él, a menudo miembros de la Obra que estaban de paso en Roma. Estos encuentros tenían lugar casi siempre entre las 12,30 y las 13,15, en una habitación pequeña y familiar a la que el Fundador, según los casos, solía acudir acompañado por el Secretario General o por algún colaborador suyo o algunas mujeres de la Obra. Se solían sentar en un sofá y en sillones dispuestos alrededor de una mesita, y la cordialidad, llena de humor muy a menudo, del Padre impedía que surgiera la menor sombra de afectación en la conversación. Porque siempre se trataba de una conversación, nunca de un monólogo; preguntaba y hacía que le preguntaran, escuchaba y contestaba, y el visitante siempre se marchaba impresionado.

Después de comer iba al oratorio, para testimoniarle al Señor, presente en el Sagrario, su amor y su veneración; así ponía, en el centro de cada día, un acto visible de su fe en la presencia real del Señor en el Sagrario.

No conocía la siesta; nunca descansaba después de comer, excepto, quizá, en casos de enfermedad. En los días normales, después de la comida y de la breve Visita al Santísimo, solía reunirse unos treinta o cuarenta minutos con sus colaboradores más inmediatos o también con los hijos suyos que vivían en Villa Tevere -a menudo se trataba de los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz- para tener un rato de tertulia con ellos. Estos frecuentes encuentros familiares con el Padre fueron para muchos algo decisivo, lo que más se les grabó, en lo espiritual y en lo humano, durante sus años de estudio en Roma. En ellos pudieron experimentar su rica personalidad. Poseía el carisma de atraer a los hombres, de entusiasmarlos, logrando que los corazones -incluso los que estaban secos o adormecidos- se abrieran a Dios, a Cristo, al servicio a los demás. «Hijo mío», «hija mía»: estas dos palabras, dirigidas a alguien, podían fijarse para siempre en la memoria y más de una vez bastaron para cambiar el rumbo de una vida.

Las largas horas de la tarde, desde las tres hasta las ocho aproximadamente, estaban repletas: hacía visitas a enfermos, a organismos eclesiásticos, a personalidades, a sus hijas en Castelgandolfo; recibía a personas de todo el mundo y, además, asistía a las reuniones y sesiones de trabajo necesarias para el buen gobierno de la Obra.El Fundador siempre redactaba personalmente los documentos que fijaban las normas de la espiritualidad y del apostolado del Opus Dei en todo el mundo. Preparaba las meditaciones que daba a sus hijas e hijos; y las corregía luego, dándoles la forma literaria definitiva, para que se pudieran publicar; escribía largas cartas dirigidas a todos los miembros de la Obra, que, no pocas veces, eran dos o tres al año. Después de la cena volvía a dedicar una media hora a la conversación con sus hijos, antes de retirarse a descansar hacia las diez de la noche. Terminaba el día en un silencio profundo; con las luces del examen de conciencia repasaba lo hecho durante el día. Antes de acostarse, cada noche, postrado en el suelo, rezaba el salmo penitencial: Miserere me¿ Deus, secundum magnam misericordiam tuam... «Ten, ¡oh Dios!, piedad de mí, según tu misericordia...» (Ps 50,1).