Un horizonte abierto a la santidad

Textos referidos a la predicación de San Josemaría sobre la familia extraídos del libro "Como las manos de Dios" de Antonio Vázquez (editado en Palabra)

"Como las manos de Dios", textos referidos a la predicación de San Josemaría sobre la familia.

Pamplona, mil novecientos sesenta y siete, ocho de octubre. El día apareció fresco aunque se presentía el sol. En la calle había una vibración festiva. Desde muy pronto, se podían encontrar gentes con pocas horas de sueño pero con los ojos despiertos. Aunque en su mayoría eran forasteros - habían llegado de Coimbra, París, Colonia, Milán, Lovaina, y cualquier rincón de España- no necesitaban preguntar por el lugar del encuentro. Bastaba con seguir los grupos que, con paso ligero, descendían por la avenida de Pío XII, hacia el campus universitario. La velocidad de la marcha se acompasaba con el deseo de ocupar los sitios más próximos al estrado donde se iba a celebrar la Eucaristía.

Eran amigos de la Universidad de Navarra que celebraban su II Asamblea, en busca de la mejor forma de aunar esfuerzos para sacar adelante una institución educativa prevista para siglos. Traían el ánimo dispuesto para el trabajo, pero sobre todo venían en busca del aliento y el estímulo que les transmitía el Fundador del Opus Dei. Querían estar con él, escuchar sus palabras desde el eco de las piedras de unos edificios que, aunque habían sido transportadas entre todos, tenían un único artífice. Aquella Universidad respondía a un antiguo sueño que acariciaba san Josemaría desde muchos años atrás. Digo acariciaba porque sólo el Amor -con mayúsculas- había podido imaginar aquella locura, absolutamente desproporcionada a los medios disponibles. Los edificios que tenían delante, todavía escasos, eran una realidad ya cuajada. Nada había sido fácil, detrás se escondía mucha oración, mucho sacrificio anónimo, mucho esfuerzo, y alguna que otra incomprensión. Bien seguro estaba san Josemaría Escrivá de que de ese árbol saldrían esquejes para trasplantar al mundo entero.

Aunque faltaba bastante tiempo para iniciar la ceremonia, delante de la Biblioteca de Humanidades se habían agrupado treinta mil personas. Lo curioso es que, en aquella época, las plazas hoteleras de que disponía la ciudad se limitaban a poco más de mil. Se buscaron lugares en muchos kilómetros a la redonda y fueron también las familias navarras las que abrieron las puertas de sus hogares para acoger a la población recién llegada, de la condición más variopinta: jóvenes y menos jóvenes; familias completas y racimos de amigos; intelectuales y mineros; gentes de la urbe y campesinos de la Mancha o Galicia; industriales, comerciantes y profesionales de tan variados oficios como la tauromaquia o el taxi. Al final todos encontraron algún rincón donde descansar. Algunos carteles, repartidos por la capital navarra, invitaban a colaborar con la Universidad: las cosas no se hacen solas, todavía tú puedes echar una mano. Era un lenguaje que entendía la gente recia de aquella tierra.

A medida que se acomodaban delante del estrado, unos y otros comentaban peripecias del viaje y alojamiento, o amansaban la inquietud de la espera en la densa calma de una oración sin palabras.

El frontal del altar de cara al pueblo mostraba el color del día. Cuando faltaban dos minutos para las diez de la mañana empezó un suave murmullo entre el público, que de pronto elevó el tono, al presentir la llegada del Padre. Inmediatamente el coro entonó: Christus vincit / Christus regnat / Christus imperat. "En aquellos momentos- se puede leer en una carta fechada ese día- sentí un escalofrío por todo el cuerpo: miles de personas que aún ayer no se conocían elevaban ahora el mismo canto, la misma oración". La multitud ya no era una masa, eran decenas de miles de personas, que en su variada singularidad habían acudido allí para escuchar palabras "pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres ".

No es el momento de analizar la sencilla densidad de aquella homilía que nos invitaba a Amar al mundo apasionadamente . Cada pasaje tiene hondura suficiente para que los teólogos desgranen su contenido e intenten desarrollar su alcance. Basta apuntar que, cualquier ensayo sobre la historia del Opus Dei, señalará aquella mañana como un hito importante en la manifestación pública de aspectos básicos de su espíritu: La unidad de vida, la santidad en los quehaceres ordinarios, la mentalidad laical, eran presentados ante una gran familia de los hijos de Dios en su Iglesia Santa.

Un hecho sustancial hay que recordar: el mensaje que transmitía en aquel momento san Josemaría, y que se recogía como novedad en la prensa de esos días, estaba ya contenido en aquella semilla divina que Dios depositó en su corazón en 1928, es decir, cuarenta años atrás. En una Carta fechada el 24 de marzo de 1930 comentaba: Hemos venido a decir, con la humildad del que se sabe pecador y poca cosa - homo peccator sum (Lc. 5,8), decimos con Pedro-, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, profesión u oficio. El Espíritu Santo se servía del Fundador del Opus Dei para preparar su gozosa renovación de la doctrina sobre la vocación universal a la santidad, contenida en el Concilio Vaticano II, a la que ya Pablo VI consideró como la característica más peculiar y la finalidad última del magisterio conciliar . Todos, cualquiera que sea su estado, están llamados a la santidad. Sí, todos, los matrimonios también: bien patente se reflejaba en el auditorio de aquella mañana. Era una cosecha ya cuajada por la respuesta de miles de personas casadas, que ahora le miraban con alma sonriente. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando -creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio- me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!

Para el propósito que ahora nos ocupa destaquemos que el escenario estaba abierto a los cuatro puntos cardinales; los oyentes, en su mayoría, eran hombres y mujeres casados; y, todos, sumergidos " en medio de las cosas más materiales de la tierra". Nadie tenía por qué cambiar de ambiente porque allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. El impacto de aquella noticia lo subrayaría, entre otros, el Cardenal Ratzinger en 1993. " La santidad consiste en esto: en vivir la vida cotidiana con la mirada fija en Dios; en plasmar nuestras acciones a la luz del Evangelio y del Espíritu de la fe. Toda una comprensión teológica del mundo y de la historia deriva de este núcleo, como atestiguan, de modo preciso e incisivo, muchos textos de san Josemaría Escrivá.

Toda una comprensión teológica del mundo y de la historia, subraya el Cardenal. Para las personas que escuchaban aquella homilía, las palabras se recogían como una lluvia mansa que, al empapar los surcos del alma, hacía reverdecer semillas que llevaban siglos escondidas. Se estrenaban panoramas inéditos en la forma de entender la familia, el trabajo, las relaciones de amistad. Se abría un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso.

La belleza del lenguaje, referido a la santidad, no supone una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia.