Vida de María (V): La anunciación de Nuestra Señora

Quinta entrega sobre la vida de la Virgen, en el que se contempla la anunciación del Ángel a María: la puerta de Cristo al mundo.

La anunciación de Nuestra Señora: textos del Magisterio, los Padres de la Iglesia, los santos y los poetas

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El diálogo más importante de la historia tuvo lugar en el interior de una pobre casa de Nazaret. Sus protagonistas son el mismo Dios, que se sirve del ministerio de un Arcángel, y una Virgen llamada María, de la casa de David, desposada con un artesano de nombre José.

Muy probablemente María se hallaba recogida en oración, quizá meditando algún pasaje de la Sagrada Escritura referente a la salvación prometida por el Señor; así la muestra el arte cristiano, que se ha inspirado en esta escena para componer las mejores representaciones de la Virgen. O quizá estaba ocupada en los trabajos de la casa y, en este caso, también se hallaba metida en oración: todo en Ella era ocasión y motivo para mantener un diálogo constante con Dios.

—Dios te salve, oh llena de gracia, el Señor es contigo (Lc 1, 28).

Al escuchar estas palabras, María se turbó y consideraba qué podía significar tal saludo (Lc 1, 29). Se llena de confusión, no tanto por la aparición del ángel, sino por sus palabras. Y, azorada, se pregunta el porqué de tantas alabanzas. Se turba porque, en su humildad, se siente poca cosa. Buena conocedora de la Escritura, se da cuenta inmediatamente de que el mensajero celestial le está transmitiendo un mensaje inaudito. ¿Quién es Ella para merecer esos elogios? ¿Qué ha hecho en su breve existencia? Ciertamente desea servir a Dios con todo su corazón y toda su alma; pero se ve muy lejos de aquellas hazañas que valieron alabanzas a Débora, a Judit, a Ester, mujeres muy celebradas en la Biblia. Sin embargo, comprende que la embajada divina es para Ella. Ave, gratia plena!

"No hay en su respuesta la más mínima sombra de duda o de incredulidad: ¡sí, desde su más tierna infancia, sólo ansiaba el cumplimiento de la Voluntad divina!"

En este primer momento, Gabriel se dirige a María dándole un nombre — la llena de gracia — que explica la profunda turbación de Nuestra Señora. San Lucas utiliza un verbo que, en lengua griega, indica que la Virgen de Nazaret se hallaba completamente transformada, santificada por la gracia de Dios. Como posteriormente definiría la Iglesia, esto había ocurrido en el primer momento de su concepción, en consideración de la misión que había de cumplir: ser Madre de Dios en su naturaleza humana, permaneciendo al mismo tiempo Virgen.

El Arcángel advierte el sobresalto de la Señora y, para tranquilizarla, se dirige a Ella llamándola —ahora sí— por su propio nombre y explicándole las razones de ese saludo excepcional.

—No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin (Lc 1, 30-33).

"No se limita a un genérico dar permiso, sino que pronuncia un sí —fiat!— en el que vuelca toda su alma y todo su corazón".

María, que conoce bien las profecías mesiánicas y las ha meditado muchas veces, comprende que será la Madre del Mesías. No hay en su respuesta la más mínima sombra de duda o de incredulidad: ¡sí, desde su más tierna infancia, sólo ansiaba el cumplimiento de la Voluntad divina! Pero desea saber cómo se realizará ese prodigio, pues, inspirada por el Espíritu Santo, había decidido entregarse a Dios en virginidad de corazón, de cuerpo y de mente.

San Gabriel le comunica entonces el modo divinísimo en el que maternidad y virginidad se conciliarán en su seno.

—El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible (Lc 1, 35-37):

El ángel calla. Un gran silencio se adueña del cielo y de la tierra, mientras María medita en su corazón la respuesta que va a dar al mensajero divino. Todo depende de los labios de esta Virgen: la Encarnación del Hijo de Dios, la salvación de la humanidad entera.

No se demora María. Y, al responder a la invitación del Cielo, lo hace con toda la energía de su voluntad. No se limita a un genérico dar permiso , sino que pronuncia un sí — fiat! — en el que vuelca toda su alma y todo su corazón, plenamente adherida a la Voluntad de Dios: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38).

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Al contemplar una vez más este misterio de la humildad de Dios y la humildad de la criatura, prorrumpimos en una exclamación de gratitud que quisiera no terminar nunca: «¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —"fiat"— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. — ¡Bendita seas!» (Camino , n. 512).


La voz del Magisterio

«El Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida. Esto se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas, y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo.

»Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como llena de gracia (cfr. Lc 1, 28), a la vez que Ella responde al mensajero celestial: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra ( Lc 1, 38).

»Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente.

»Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, "obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano". Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación que "el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe"; y comparándola con Eva, llaman a María "Madre de los vivientes", afirmando aún con mayor frecuencia que "la muerte vino por Eva, la vida por María"».

Concilio Vaticano II (siglo XX), Constitución dogmática Lumen gentium , n. 56.

«En verdad, si el Hijo de María es Dios, evidentemente Ella, que le engendró, debe llamarse con toda justicia Madre de Dios. Si la persona de Jesucristo es una sola y divina, es indudable que a María debemos llamarla todos no solamente Madre de Cristo hombre, sino Deípara o Theotócos , esto es, Madre de Dios. Aquella, pues, a quien Santa Isabel, su prima, saludó como Madre de mi Señor ( Lc 1, 43); aquella de quien San Ignacio mártir dijo que parió a Dios y de la cual confesó Tertuliano que había nacido Dios, esta misma es a la que todos debemos venerar como Madre de Dios, a quien el Eterno confirió la plenitud de su gracia y elevó a tanta dignidad.

»Nadie puede rechazar esta verdad, transmitida hasta nosotros desde los primeros tiempos de la Iglesia, fundándose en que si bien María engendró el cuerpo de Jesucristo, no engendró sin embargo al Verbo del Padre. Porque, como ya San Cirilo advirtió clara y acertadamente en su tiempo, "así como todas las madres, en cuyo seno se engendra nuestro cuerpo, pero no el alma racional, se llaman y son verdaderamente madres, así también María por la unidad de persona de su Hijo, es verdaderamente Madre de Dios"».

Pío XI (siglo XX), Carta encíclica Lux veritatis , 25-XII-1931. n. 11.


La voz de los Padres

«El más excelso de los ángeles fue enviado desde el Cielo para decir “Ave” a la Madre de Dios. Al transmitir su incorpóreo saludo, viéndote hecho hombre en Ella, Señor, extasiado el Ángel, de este modo a la Madre aclamó:

Ave, por ti resplandecen los gozos,

Ave, por ti se disuelve el dolor,

Ave, rescate del llanto de Eva,

Ave, salud de Adán que cayó.

Ave, tú cima sublime a humano intelecto,

Ave, tú abismo insondable a mirada de ángel

Ave, tú llevas a Aquel que todo sostiene,

Ave, tú eres la sede del trono real.

Ave, oh estrella que al Astro precedes,

Ave, morada del Dios que se encarna,

Ave, por ti se renueva el creado,

Ave, por ti se hace niño el Señor.

¡Ave, Virgen y Esposa!

Bien sabía María que era Virgen sagrada, y por eso respondió a Gabriel: "Tu singular mensaje se muestra incomprensible a mi alma, pues anuncias un parto de virginal seno, exclamando: ¡Aleluya!"

Ansiaba la Virgen comprender el misterio, y preguntaba al Mensajero divino: «¿Podrá mi seno virginal dar a luz un hijo? ¡Dímelo!». Y aquél, reverente, aclamándola, así respondió:

Ave, presagio de excelsos designios,

Ave, tú prueba de arcano misterio,

Ave, prodigio primero de Cristo,

Ave, compendio de toda verdad.

Ave, oh escala celeste que baja el Eterno,

Ave, oh puente que llevas los hombres al Cielo,

Ave, de coros celestes cantado portento,

Ave, oh azote que ahuyenta a la horda infernal.

Ave, la Luz inefable has portado,

Ave, tú el “modo” a nadie has contado,

Ave, la ciencia de sabios trasciendes,

Ave, tú enciendes al fiel corazón.

¡Ave, Virgen y esposa!

La virtud del Altísimo cubrió con su sombra e hizo Madre a la Virgen que no conocía varón: aquel seno, hecho fecundo desde lo alto, se convirtió en campo ubérrimo para todos los que quieren alcanzar la salvación.

Himno Akatistos , 1-4 (Anónimo de la liturgia bizantina. Siglo V)

«De mismo modo que Adán, el primer hombre creado, fue hecho de una tierra inculta y todavía virgen —porque Dios no había hecho aún llover, y no había hombre que cultivase la tierra ( Gn 2, 5)— y fue plasmado por la Mano de Dios, esto es, del Verbo de Dios, así también, recapitulando en sí mismo a Adán, el mismo Verbo asumió justamente de María, que era virgen, la generación que recapitula a la de Adán. Si el primer Adán hubiese tenido por padre a un hombre y hubiese sido engendrado por otro hombre, habría razón para decir que también el segundo Adán ha sido engendrado por José. Pero si aquel Adán fue tomado de la tierra y plasmado por el Verbo divino, era necesario que el mismo Verbo, para recapitular en sí mismo a Adán, mantuviese la semejanza de una generación idéntica».

San Ireneo de Lyon (siglo III), Contra las herejías, III, 21, 9-10


La voz de los santos

«¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda sobre la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo! Por tu bendición queda bendecida toda criatura: no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura.

»Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a Él, a quien engendra en su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que por la unión de las naturalezas fuera uno y el mismo el Hijo de Dios y el Hijo de María. Todo lo que nace es criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y de este modo volvió a hacer todo lo que había hecho. El que creó todas las cosas de la nada, no quiso restaurar sin María lo que había decaído.

»Dios es, pues, el Padre de las cosas creadas, y María es la Madre de las cosas recreadas. Dios es el Padre de lo que ha sido constituido en el ser, y María es la Madre de todo lo que ha sido restituido al ser. Dios engendró a Aquél por quien todas las cosas han sido hechas; y María dio a luz a Aquél por quien todas las cosas han sido salvadas. Dios engendró a Aquél sin el que nada existe; y María alumbró a Aquél sin el que nada subsiste.

»¡Verdaderamente el Señor es contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como le debe a Él!»

San Anselmo (siglo XI), Discurso 52

«Oíste, Virgen, el hecho; oíste también el modo: lo uno y lo otro es cosa maravillosa; lo uno y lo otro es agradable. Oíste que concebirás y darás a luz un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo de que se vuelva al Señor que le envió.

»También nosotros, Señora, esperamos esta palabra de misericordia, que nos librará de la muerte a la que nos condenó la divina sentencia. Mira que se pone en tu mano el precio de nuestra salvación: al punto seremos librados, si tú consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y con todo eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica, piadosísima Virgen, el triste Adán, desterrado del Paraíso con toda su miserable posteridad; esto te piden Abrahán, David y todos los santos Padres tuyos, detenidos en la región de la sombra de muerte; esto mismo te suplica el mundo postrado a tus pies. Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud de todos los hijos de Adán, de todo vuestro linaje.

»Responde, pues, presto al ángel o, mejor dicho, al Señor por el ángel; responde una palabra y recibe otra Palabra; pronuncia la tuya y concibe la divina; articula la transitoria y admite en ti la eterna. ¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí, y recibe. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Creador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. ¡Ay si, tardando en abrirle, pasa de largo y después vuelves con dolor a buscar al amado de tu alma! Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento».

San Bernardo (siglo XII), Homilía 4 sobre la Anunciación

«Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre —sin confusión— la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios».

San Josemaría Escrivá (siglo XX), Amigos de Dios , n. 274


La voz de los poetas

Ya que el tiempo era llegado

en que hacerse convenía

el rescate de la esposa

que en duro yugo servía.

Debajo de aquella ley

que Moisés dado le había,

el Padre con amor tierno

desta manera decía:

"Ya ves, Hijo, que a tu esposa

a tu imagen hecho había,

y en lo que a ti se parece

contigo bien convenía.

Pero difiere en la carne,

que en tu simple ser no había;

en los amores perfectos

esta ley se requería,

que se haga semejante

el amante a quien quería,

que la mayor semejanza

más deleite contenía.

El cual sin duda en tu esposa

grandemente crecería

si te viera semejante

en la carne que tenía".

"Mi voluntad es la tuya,

el Hijo le respondía,

y la gloria que yo tengo

es tu voluntad ser mía.

Y a mí me conviene, Padre,

lo que tu Alteza decía,

porque por esta manera

tu bondad más se vería.

Veráse tu gran potencia,

justicia y sabiduría;

irélo a decir al mundo

y noticia le daría

de tu belleza, y dulzura,

y de tu soberanía.

Iré a buscar a mi esposa,

y sobre mí tomaría

sus fatigas y trabajos,

en que tanto padecía.

Y porque ella vida tenga,

yo por ella moriría,

y sacándola del lago

a ti te la volvería".

Entonces llamó un arcángel,

que San Gabriel se decía,

y enviólo a una doncella

que se llamaba María.

De cuyo consentimiento

el misterio se hacía;

en el cual la Trinidad

de carne al Verbo vestía.

Y aunque tres hacen la obra

en el uno se hacía,

y quedó el Verbo encarnado

en el vientre de María.

Y el que tiene sólo Padre,

ya también Madre tenía,

aunque no como cualquiera

que de varón concebía;

que de las entrañas de ella

Él su carne recibía,

por lo cual Hijo de Dios

y del hombre se decía.

San Juan de la Cruz (siglo XVI), Romances sobre el Evangelio

Dicha no cabe más en tu albedrío,

María, Dulce Nombre, toda pura,

esclava que atrajiste tanta altura

que el Verbo se hizo Hombre, eterno río.

Dijiste sí a Gabriel tan encendida,

tras la luz deslumbrante del saludo,

que cielo y tierra atáronse en un nudo

para una salvación de paz vivida.

Tu palabra, María, fuera aquella

de verte que eras nada y Dios miraba

y te llenaba a ti, rosa y esclava,

el que es palabra y voz, lumbre y estrella.

Quién pudiera sentir tu turbación,

como quien pone en suerte fino oído,

y escuchar de ti misma aquel latido

que te llenó sin obra de varón.

Mas eso el Poderoso sólo sabe

y tú por humildad nos lo escondías.

Fueron voces secretas, y elegías

embarcarte con Dios en su alta nave.

César Aller (siglo XX) En la anunciación.


J.A. Loarte