Vocación. Una fecha clave

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Hubo sin embargo una fecha clave en la vida del joven Josemaría. Debió de ser a finales de diciembre de 1917 o en los primeros días de enero de 1918. El invierno estaba siendo especialmente duro y en esa fecha cayó una intensa nevada en la ciudad. Un día que iba por la calle a primera hora de la mañana vio en el suelo las huellas heladas de los pies de un carmelita descalzo. El hecho en sí no tenía mayor importancia, pero a Escrivá le produjo una impresión muy profunda. “Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios –pensaba– ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?”. Dios se valió de ese evento: “Arrojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor” [1] , como escribió años después en una carta.

Con el ardor y pasión de un joven adolescente, decidió responder plenamente y de corazón a la llamada divina, y desde el mismo momento en que vio aquellas pisadas en la nieve sacó no sólo el deseo de amar más a Dios, sino el convencimiento de que el Señor le estaba pidiendo a él algo concreto y especial. En otra ocasión, pocos meses antes de morir, refiriéndose a ese incidente comentaba: “Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera... De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada...” [2] .

Josemaría comenzó a asistir a Misa y comulgar a diario, a rezar con más fervor, y a buscar la purificación interior con penitencia y confesión frecuente. También comenzó a tener dirección espiritual con el padre José Miguel, aquel carmelita cuyas huellas había visto en la nieve. En muchas otras ocasiones, Escrivá había recibido consejos para su vida interior cuando iba a confesar, pero esta vez era la primera que tenía una dirección espiritual formal y sistemática aparte del sacramento.

Desde aquel momento y hasta los últimos días de su vida, Escrivá trató siempre de buscar en la dirección espiritual el buen consejo que le ayudara en su vida interior. Estaba convencido, como escribió en 1939 en “Camino”, de que: “Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior” [3] . En consonancia con una arraigada tradición de la Iglesia, le gustaba ver a sus directores espirituales no sólo como consejeros prudentes para su alma, cuyas recomendaciones había que tener en cuenta, sino como verdaderos representantes de Dios a los que debía obedecer sin reservas. “Director. -Lo necesitas. -Para entregarte, para darte..., obedeciendo. -Y Director que conozca tu apostolado, que sepa lo que Dios quiere: así secundará, con eficacia, la labor del Espíritu Santo en tu alma, sin sacarte de tu sitio..., llenándote de paz, y enseñándote el modo de que tu trabajo sea fecundo” [4] .

Esta actitud de entrega en ningún momento supuso una renuncia a su libertad personal y a la responsabilidad. En última instancia, cada alma es la única responsable ante Dios, y algunas decisiones, como la de seguir una determinada vocación o elegir cónyuge, deben hacerse en conciencia, tras sopesar los consejos recibidos. Por eso, cuando el padre José Miguel le sugirió en la primavera de 1918 la posibilidad de hacerse carmelita, lo consideró en la presencia de Dios y llegó a la conclusión de que no era eso lo que Dios le pedía. Aunque no sabía a ciencia cierta lo que Dios quería de él, intuía que las limitaciones propias de la vida religiosa iban a resultar a la larga un impedimento para llevar a cabo lo que Dios tenía en mente para él.

Por otra parte, el asunto de la vocación lo llevaba a diario a su meditación personal y en abril o mayo de ese año –1918– decidió hacerse sacerdote. Esta resolución no suponía un cambio con respecto a lo que antes pensaba sobre el estado clerical; aunque apreciaba y respetaba el valor del sacerdocio, seguía sin sentirse especialmente atraído por la idea de ser cura. Como decíamos antes, su decisión de entrar en el seminario respondía más bien a la intuición de que haciéndose sacerdote estaría mejor preparado para llevar a cabo “aquello” que, sin saber exactamente qué, Dios le estaba pidiendo.

Aunque la mayoría de los sacerdotes diocesanos trabajaba en parroquias, Escrivá sabía que había también una gran variedad de modos de ejercer el ministerio, pues sin ir más lejos, algunos parientes suyos eran canónigos. Es bastante probable, por tanto, que no tuviera una idea claramente definida de cómo iba a ser su vida sacerdotal. Estaba convencido, sin embargo, de que fuese cual fuese el futuro su pretensión de ordenarse sacerdote no era un capricho para prosperar en la vida siguiendo una carrera eclesiástica en el sentido tradicional, sino que le iba a preparar adecuadamente para realizar la voluntad de Dios.

[1] Andrés Vázquez de Prada. ob. cit. p. 97

[2] ibid. p. 97

[3] Josemaría Escrivá de Balaguer. CAMINO. Ediciones Rialp. Madrid 2001. n. 59

[4] ibid. n. 62