2. Burgos

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En Burgos le esperaban Juan Jiménez Vargas y José María Albareda. Se alojaba Albareda en un modesto hotelito situado a las afueras de la ciudad, en una calle que tomaba el nombre de una pequeña iglesia románica, la de Santa Clara. Aquella pensión respiraba carácter familiar. El comedor tenía una sola mesa, en derredor de la cual se sentaban en santa hermandad todos los huéspedes. Por lo demás, no existían muchos alojamientos para elegir. Del comienzo de la guerra a esta parte, Burgos había duplicado su población, hasta alcanzar los 60.000 habitantes. Los pocos hoteles existentes y todos los nobles edificios de la ciudad castellana habían sido ocupados por autoridades civiles y militares. En Burgos residía el gobierno de la zona nacional y algunos departamentos administrativos. En dicha capital se había establecido asimismo la Junta Central de Culto y Clero de la diócesis de Madrid, aunque la Vicaría General, como se ha dicho, estaba en Navalcarnero, y el Obispo, don Leopoldo Eijo y Garay, solía vivir en Vigo |# 44|. Además, por su posición estratégica y por los enlaces de comunicaciones, Burgos era un buen lugar donde instalar el centro apostólico proyectado por el Fundador.

En seguida se puso el Padre a despachar asuntos. Primero con Juan, que saldría de Burgos para incorporarse a una unidad del frente de Teruel. Juan era, en zona nacional, el hijo a quien veía con las dotes precisas para hacerle participar un poco en la carga y responsabilidades del gobierno de la Obra. (Juanito habla despacio conmigo de cosas de la Obra, anota por entonces el Fundador en los Apuntes) |# 45|.

El 9 de enero, recién llegado a Burgos, cumplía don Josemaría 36 años. Pensando en todos sus hijos, les escribió una larga carta, que empezaba así:

Circular del 9 enero de 1938

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.

+Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde.

El Señor a mí también me guardó de la muerte, que parecía segura más de una vez: y me sacó de la tierra de Egipto, de la tiranía roja —a pesar de mis pecados: por vuestras oraciones, seguramente—, para que siga siendo Cabeza y Padre de sus elegidos, en esta Obra de Dios.

Mis planes son visitaros, uno a uno. Procuraré hacerlos realidad cuanto antes.

Mientras llega esa hora, tan deseada, con esta Carta Circular, os doy luces y aliento, y medios, no sólo para perseverar en nuestro espíritu, sino para santificaros con el ejercicio del discreto, eficaz y varonil apostolado que vivimos, a la manera del que hacían los primeros cristianos: ¡bendita labor de selección y de confidencia!

Como fruto bien cuajado y sabroso de vuestra vida interior, con naturalidad, por la gloria de nuestro Dios —Deo omnis gloria!—, renovad vuestra silenciosa y operativa misión.

No hay imposibles: omnia possum...

¿Olvidaréis nuestros diez años de consoladora experiencia?... ¡Vamos, pues! ¡Dios y audacia! |# 46|

En tanto llegaba la hora de hablar personalmente con cada uno de sus hijos, les recuerda los fundamentos prácticos de la vida interior, normas de piedad y modo de encauzar el apostolado. Y añade los consejos pertinentes para vencer los obstáculos que surjan en tiempos de guerra: escribirle, estudiar un idioma, hacer un trabajo profesional cualquiera, pasarse por Burgos al disfrutar un permiso... Por descontado, se pone a su entera disposición, que para eso era Padre: Si te hago falta, llámame. —Tienes el derecho y el deber de llamarme. Y yo, el deber de acudir, por el medio de locomoción más rápido.

Termina la carta con un aviso:

Y, ahora, un asunto importante:

Hace tiempo, se hacía sentir la necesidad de incluir una petición "Pro Patre", en la oración oficial de la Obra. —Desde el 14 de febrero próximo —día de Acción de Gracias, como el 2 de octubre—, se comenzará a rezar, en nuestras Preces, después del "Oremus pro benefactoribus nostris", "Oremus pro Patre", y se dirá:

"Misericordia Domini ab aeterno et usque in aeternum super eum: custodit enim Dominus omnes diligentes se". "La Misericordia del Señor sobre él, siempre: porque el Señor guarda a los que le aman".

Sabed que sois, en frase de San Pablo, mi gozo y mi corona: estoy pendiente de vosotros... ¡sedme fieles!

Os bendice vuestro Padre

Mariano

De San Miguel de Burgos, a 9 de enero de 1938.— |# 47|.

Necesitaba el Fundador de la oración y mortificación de sus hijos. Cuando escribe: estoy pendiente de vosotros... ¡sedme fieles!, no está haciendo frases huecas. Durante los ejercicios espirituales en Pamplona las oraciones en favor de los suyos fluían paternalmente de su corazón. Tan sólo el pensar que habían podido perderse unas cartas de los del Consulado de Honduras —de Álvaro del Portillo y de José María González Barredo—, le robaba la tranquilidad:

¡Dios mío, Dios mío: esa paz!

Muchas veces al día, muchas, me acuerdo de cada uno. Y también de la pobre abuela y de mis hermanos: pero nunca pido por mi madre sin pedir por los padres y hermanos de todos |# 48|.

Aunque ya había escrito por segunda vez al Vicario General, en cuanto Rector de Santa Isabel juzgó prudente exponer a don Leopoldo Eijo y Garay la sumisión a su autoridad y su especial dedicación a la Obra:

Burgos, 10 de enero de 1938.

Mi muy venerado Señor Obispo:

He llegado evadido de Madrid, y me apresuré a escribir al Sr. Morán —que siempre ha sido conmigo como un padre—, para ponerme a las órdenes de V. E. Rvma.

Hoy, después de hacer ejercicios en el Palacio Episcopal de Pamplona, donde me acogió durante unos días la amistad de aquel santo Prelado, al saber la dirección de mi Señor Obispo —fue el Sr. Obispo de Vitoria quien me la dio— pongo estas líneas a V. E., con el fin de reiterar mi incondicional ofrecimiento y comunicarle que sigo, cumpliendo mi vocación particular, en el apostolado con jóvenes universitarios y catedráticos.

Si V. E. Rvma. lo desea, con mucho gusto me pondría en viaje, para contar a mi Señor Obispo lo que sé del heroísmo magnífico de su clero y de la valentía cristiana de nuestros jóvenes, que supera a aquella que vivieron los primeros cristianos de Roma.

[...] Obedientísimo hijo que b. s. A. P. y pide la bendición de V. E.

Josemaría Escrivá

Rector de Sta. Isabel.

Vivo en Burgos: Santa Clara 51 |# 49|.

Ese 10 de enero se fue al palacio arzobispal de Burgos a solicitar facultades ministeriales del prelado, Mons. Manuel de Castro y Alonso. En la calle se encontró con un clérigo, viejo conocido de Madrid, que le acompañó amablemente hasta palacio, donde le presentaron a un párroco que estaba de visita y que resultó conocer de antiguo a la larga parentela eclesiástica de los Albás. Hablando con el párroco se olvidó don Josemaría de las advertencias, sin duda un poco demasiado exageradas, que todos dejaban caer sobre el humor del Prelado. No había miedo. Por fortuna él estaba bien recomendado por don Marcelino Olaechea. Y, por si era poco, también don Javier Lauzurica se había tomado la molestia de avisar por teléfono al de Burgos anunciando su visita. Algo muy extraño percibió, sin embargo, en el ambiente. Notaba una sensación como de desamparo y frialdad. Los pasillos estaban desiertos y nadie hacía antesala.

En esto se asomó el Prelado al pasillo, y oyó que alguien anunciaba:

— Ahí está Escrivá.

Pasó don Josemaría al salón de visitas y entregó al Arzobispo la carta de don Marcelino, el de Pamplona.

— Espere: voy por los lentes.

Enseguida volvió con cara de pocos amigos. Se enfrascó en la lectura de la carta y, aunque Monseñor Olaechea había salpicado el texto con alguna que otra gracia, el de Burgos ni parpadeó. Acabada la lectura miró a don Josemaría por encima de los cristales y le espetó a bocajarro, con sequedad lacónica:

— Esa Obra no la conozco.

Trató entonces el sacerdote de explicar en un par de minutos lo que ya decía la carta sobre los fines y labores de la Obra.

— Aquí no hay universitarios: me sobra clero: no le doy licencias, fue la respuesta, seca y contundente.

— Si el señor Arzobispo me permite..., suplicó el sacerdote.

— Sí permito, replicó autoritario.

— Es cierto —asintió don Josemaría— que no hay aquí universitarios, porque todos los jóvenes están en el frente, pero, como en Burgos está el centro de todas las actividades, siempre hay jóvenes universitarios por aquí.

— Los tengo muy bien atendidos, no le necesito a usted, fueron sus palabras de despedida |# 50|.

Así terminó la visita, que bien podía calificarse de escena teatral, con el título sugerido por don Josemaría: Entrevista de un clérigo pecador con el Sr. Arzobispo de Burgos. De todos modos, el sacerdote salió muy tranquilo de la representación, pero se vio obligado a consultar de nuevo el caso con los Obispos de Pamplona y Vitoria, para tratar de obtener las apetecidas licencias por otro conducto, porque el del Arzobispo parecía definitivamente atascado. (Antes de acabar el mes, el Obispo de Vitoria, de paso por Burgos, arregló el asunto. De forma que, cuando don Josemaría fue de nuevo a visitar al Arzobispo, entró en palacio con el pie derecho. Esta vez el Prelado era todo mieles: A usted le conviene Burgos: no se mueva de Burgos. Desde luego: en las oficinas, que le den licencias absolutas) |# 51|.

El siguiente paso fue encontrar confesor a su medida. El 11 de enero le presentaron a un sacerdote paralítico, don Saturnino Martínez. Le pidió don Josemaría que fuera su confesor. Me entiende perfectamente, dice en una catalina de esa fecha. Y no es difícil comprender por qué congeniaba con don Saturnino:

En la conversación, me hizo gozar, por las alabanzas que dedicó a los Ángeles; y porque participa de la creencia de que los sacerdotes, además del Custodio, por nuestro ministerio, tenemos un Arcángel. Salí de aquella casa, con honda alegría, encomendándome al Relojerico y al Arcángel. Y pensé con seguridad que, si realmente no tengo conmigo a un Arcángel, Jesús acabará por mandármelo, para que mi oración al Arcángel no sea estéril. Hecho un niño, por la calle iba pensando cómo le llamaría. Un poco ridículo parece, pero, cuando se está enamorado de Xto, no hay ridículo que valga: mi Arcángel se llama Amador |# 52|.

Al no cobrar estipendios, don Josemaría tenía libres las intenciones de su misa, para aplicarlas por las necesidades de la Obra y de los suyos. Excepcionalmente, el 17 de enero la dijo por su persona e intenciones:

Celebro por mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio. Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe! Y, en la acción de gracias, breve y distraída sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y de mi actividad, depende en buena parte la perseverancia de los míos y, ahora, aun su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra, que llevamos mi Señor Jesús —¡Él!— y yo! |# 53|.

Para sus penitencias le era preciso al sacerdote un mínimo de independencia y libertad de movimientos. Tengo ganas de tener una habitación para mí sólo —reflexiona en sus Apuntes—: no es posible hacer, si no, la vida que Dios me pide. Esa vida consistía en dormir en el suelo, y solamente cinco horas diarias (menos la noche del jueves al viernes, que pasaría en blanco); en prescindir de algunas comidas; y en el uso de las disciplinas (ejercicio totalmente incompatible con el sosiego de una casa de huéspedes, pues ya sabemos cómo solía manejarlas don Josemaría). Por cierto —seguía anotando—, resulta divertidísimo algo que he vivido en Pamplona y en Burgos, y que podía titularse: "a la caza de unas disciplinas" |# 54|. Ignoramos los particulares del caso. Quizás aluda el penitente a la dificultad en hacerse con unas disciplinas adecuadas a su gusto y pretensiones.

Entre unas cosas y otras don Josemaría iba sembrando de abrojos el camino de su vida. La víspera —el 16 de enero, por no ir más lejos—, hizo el propósito firme —se lee en los Apuntes— de no visitar por curiosidad, ¡nunca!, ningún edificio religioso. ¡Pobre catedral de Burgos! |# 55|. (Ciertos adverbios —nunca, jamás...—, respaldados por la firme voluntad del Fundador, son terribles; recuérdese aquel: no mirar ¡nunca!, de 1932 |# 56|).

En Burgos necesitaban un piso donde recibir visitas y acoger a los transeúntes, y mejor si pudieran instalar en él un oratorio. Pero, por más que indagaron, no se encontraba en la capital una vivienda libre. En consecuencia, aquel impresionante San Miguel de Burgos, nombre de la sede en que fechaba la Carta Circular, jamás pasó de ser el reducido cuarto de una pensión o de un hotel |# 57|.

Don Josemaría tenía bien trazados mentalmente los planes a corto, medio y largo plazo, aunque para él todo terminaba siendo trabajo inmediato. Lo primero era intentar traerse a Burgos a Juan Jiménez Vargas, a Pedro y a Paco, que junto con Albareda constituirían, por así decirlo, la plantilla de la oficina central que, con sede fija, se ocuparía de coordinar la labor apostólica, atender a los visitantes que aparecían por Burgos y seguir la correspondencia. También consideraba urgente charlar, cuanto antes, con todos y cada uno de los miembros de la Obra. Basta recorrer las Catalinas para ver cuáles eran sus padecimientos.

¡Dios mío, Dios mío! Todos igualmente queridos, por Ti, en Ti y contigo: todos dispersos. Me has dado donde más me podía doler: en los hijos |# 58|.

Era éste un dolor que abrazaba muchas cosas: la imposibilidad de compartir de cerca dificultades y sufrimientos ajenos; el carecer de un hogar de familia; el aislamiento y la soledad (¡Cómo me pesa la soledad! ¡Mis hijos, Señor!); y el pensamiento inquietante de que, en esas condiciones, resultaba más problemático a sus hijos el perseverar fielmente en el camino |# 59|.

Ahora que residía en Burgos, con un abismo infranqueable entre zona y zona, su cariño se encargaba de agigantarle las desdichas. Cuando Isidoro escribía: «la abuela y los tíos continúan perfectamente; están pasando muy bien el invierno» |# 60|, el Padre pensaba entre líneas: cómo lo pasarán, si hace ocho meses se carecía de todo |# 61|. En cualquier caso, aunque se representara imaginativamente escaseces y adversidades, mal podía enterarse de la cruda verdad que, naturalmente, le ocultaban en las cartas. El invierno de 1938 en Madrid fue rigurosísimo: con un frío terrible y falto de comestible y combustible; «tengo tal cosecha de sabañones —escribe Isidoro a otra persona en zona roja— que apenas puedo coger el lápiz» |# 62|.

El Padre estaba en todo y llevaba cuenta puntual y matemática de la correspondencia. El 24 de febrero le contaba a Juan Jiménez Vargas: De Madrid, hemos recibido siete cartas. Y les hemos enviado dieciocho. El recibir noticias, sin dejar de ser un gran consuelo, también podía resultar un suplicio, al tener que aguardar impacientemente la contestación, siempre con la sospecha de extravíos o el temor a la censura. Sobre este punto, pedir al Padre que tomase las cosas con filosofía era pedir peras al olmo. Eso no entraba en su naturaleza. Claramente se lo dice a Juan en carta del 27 de marzo:

De Madrid —¡pobres hijos!— espero que sepamos algo un día de éstos. Yo les mandé una, por S. Juan de Luz, el 18; y otra, también vía Marqués de Embid, el 26. Me dan mucha pena. Tú me conoces más que nadie, y sabes bien que soy... excesivo. El Señor no me lo tendrá en cuenta |# 63|.

(Retengamos ese modo de ser excesivo, en los sentimientos paternales, con que se califica a sí mismo el Fundador).

* * *

Durante el año y medio pasado en zona republicana, en continuo peligro de prisión o de muerte, el Padre vio de cerca la valentía, la fidelidad y la ayuda que para todos había significado contar con Juan Jiménez Vargas. Por su antigüedad en la Obra y sus cualidades de decisión y mando, el Padre le puso a la cabeza de la expedición en el paso de los Pirineos. Una vez en la otra zona, intentó por todos los medios retenerle consigo al recomenzar la labor apostólica. Porque muy bien podía Juan servir a la nación en algún hospital, pensaba el Fundador, combinando ese servicio patriótico con los servicios a la Obra. Así, con esta idea en la cabeza, nada más llegar a San Sebastián instó el Padre a Juan José Pradera para que recomendase el asunto al general Cabanellas. Telefoneó luego al Obispo de Pamplona para que éste, a su vez, se interesara con el doctor Antonio Vallejo Nágera, médico militar, en el posible destino de Juan en Burgos; y continuó insistiendo en el traslado de Juan, sin resultado positivo. Una catalina del 27 de enero recoge ese no darse por vencido: decidido a hacer lo posible y aun lo imposible para traer a Juan a mi lado. ¡Es preciso! |# 64|. Después de tanto sacrificio para pasarse a la zona nacional, ¿era justo que se quedase solo, con todos sus hijos desperdigados, cuando el único motivo que le había impulsado a cruzar los Pirineos era el sembrar inquietudes e ideales apostólicos y atender a la gente de la Obra?

Por carta del 24 de febrero nos enteramos del motivo de tan grande interés por tener a su lado a Juan Jiménez Vargas, cuando el Padre, con carácter reservadísimo, le dice que, si permanece fiel y se deja formar debidamente, será su inmediato sucesor en el negocio familiar |# 65|. En esos momentos apretaban al Fundador circunstancias angustiosas, que más adelante expondremos.

Albareda vivía también en la pensión de Santa Clara con el Padre, aunque se ausentaba de Burgos con frecuencia, por razones profesionales; y Pedro y Paco continuaban en Pamplona. Ambos habían sido destinados a Servicios Auxiliares y esto facilitaba su posible traslado a otros departamentos u oficinas militares situados en Burgos. Por eso, al enterarse el Padre de que Luis Orgaz era Director General de Movilización, Instrucción y Recuperación del Ejército (M.I.R.), decidió intentar el traslado a Burgos de los de Pamplona. El general Orgaz sabía de aquel sacerdote que, en mayo de 1931, cuando la quema de conventos en Madrid, había llevado el Santísimo desde el Patronato de Enfermos para dejarlo en casa de unos vecinos. Con él volvió a encontrarse don Josemaría cuando este militar estuvo preso en la Cárcel Modelo. Y ahora se presentó en su despacho para indagar sobre los posibles destinos de Pedro Casciaro y de Paco Botella |# 66|.

El traslado de Paco fue relativamente rápido; el 23 de enero se había incorporado a su nuevo destino en Burgos. No así el de Pedro, que quedó en el Regimiento de Zapadores Minadores de Pamplona hasta el mes de marzo. En el cuartel tenía Pedro la "protección" del cabo Garmendia, con el que había hecho amistad el Padre en sus visitas al Regimiento, llevándole algún cigarro puro de los que guardaba el Obispo Olaechea para los invitados importantes. El cabo, buen padre de familia, presumía, entre los soldados rasos, de llevar «una carrera militar de vértigo»: ¡ni Napoleón! —decía bromeando— ¡a mi edad ya soy cabo!

En la pensión de Pamplona donde vivían Pedro y Paco, la patrona, doña Micaela Pinillos, antes ama de llaves de un sacerdote anciano, buena cocinera, había descubierto en el Padre «un algo muy especial». «Se ve de leguas que es un santo», comentaba |# 67|. Y a cuenta de la veneración que sentía por aquel sacerdote, los huéspedes que le acompañaban, Pedro y Paco, obtuvieron trato de privilegio, con frecuentes cenas gratis, aunque no pagaban más que el cuarto.

Además de doña Micaela y del cabo Garmendia le salió a Pedro un tercer "protector". A mediados de enero se enteró de que un hermano de su madre, don Diego Ramírez, periodista, había escapado de Barcelona. Se le conocía como dirigente de Acción Católica y como carlista conspicuo. En aquellos días era don Diego redactor jefe de "El Correo Español" de Bilbao, utilizando el seudónimo de Jorge Claramunt para evitar represalias contra su familia, que permanecía escondida en Barcelona |# 68|.

La historia del padre de Pedro era, políticamente, muy distinta de la de su tío. La familia de los Casciaro tenía de antiguo bienes de fortuna en Murcia y Cartagena. Pero el padre de Pedro, catedrático de Geografía e Historia en el Instituto de Albacete, quedó vinculado a esta ciudad por su creciente interés en el campo arqueológico, y también por el entusiasmo con que militó desde un principio en las filas republicanas. La guerra civil le sorprendió siendo Teniente de Alcalde y, como dirigente del partido de Azaña, presidente provincial del Frente Popular, que englobaba también elementos revolucionarios. Así fue cómo un hombre de ideas y sentimientos moderados se vio envuelto, como tantos otros y sin poder evitarlo, en sucesos luctuosos. Y es de justicia el mencionar que salvó vidas de sacerdotes y religiosos; evitó sacrilegios; e impidió que fueran robadas y profanadas imágenes, custodias y vasos sagrados. Hasta tuvo reservado al Santísimo en su casa para que un sacerdote diese clandestinamente el viático a los enfermos |# 69|.

En cualquier caso, no todos los Casciaro ni todos los Ramírez respiraban el mismo aire político. La familia de Pedro era variopinta. Contaba con un tío alcalde radical socialista, con concejales republicanos y con concejales monárquicos, con oficiales de la Armada fusilados, con falangistas encarcelados, con voluntarios en las Brigadas Internacionales...

En enero cayó Pedro enfermo de una infección intestinal. Avisó a su tío Jorge Claramunt, que se personó en Pamplona y luego se lo llevó a Bilbao, a descansar. Pasaron unas semanas y volvió a Pamplona. Días más tarde se enteró Paco Botella de que se había producido una vacante en la Secretaría de Orgaz. Inmediatamente, el 4 de marzo, solicitó el Padre esa plaza para Pedro. El 9 de marzo estaba Pedro en Burgos |# 70|.