26. El encuentro definitivo con la Trinidad

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Quien no piensa en sí mismo, se lo merece todo. Me vinieron a los labios estas palabras, espontáneamente, al plantearme un brindis familiar el 11 de marzo de 1994, cuando don Álvaro cumplió ochenta años. Qué lejos estaba yo de pensar que sus merecimientos iban a ser acogidos tan pronto por la paternal providencia de Dios. La muerte le llegó en momentos de íntima alegría, al término de su anhelada peregrinación a Tierra Santa. En Madrid, tuvimos noticias detalladas de su caminar y de sus celebraciones eucarísticas en Nazaret, en el Tabor, en Jerusalén, en Belén. Resultaba fácil acompañarle, e imaginarlo conmovido al recorrer día tras día los paisajes que contempló Jesús en su andar terreno. Nada hacía sospechar que, de regreso a Roma, el Señor lo llamaría a su presencia.

Como afirmaba Mons. Javier Echevarría el 24 de marzo de 1994, "anoche un colapso cardiocirculatorio truncó la vida de Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei. Poco antes de las 4 de la madrugada, me había llamado para decirme que se encontraba mal: mientras el médico le atendía, yo mismo le administré los últimos sacramentos, de acuerdo con un explícito deseo que había manifestado reiteradamente".

El actual Obispo Prelado del Opus Dei, dentro del patente dolor, confesaba su convicción de que "las circunstancias que han acompañado su tránsito al Cielo llevan el sello de una última caricia paterna de Dios". Porque la peregrinación a Tierra Santa había sido "una semana de intensa oración, durante la que pudo recorrer en íntimo recogimiento los pasos de Jesús". Sobre todo, pensaba en el hecho de que don Álvaro había celebrado su última Misa en Jerusalén, en la Iglesia del Cenáculo.

Regresaba feliz. Poco antes de llegar a Roma, le confiaba:

"-Estoy muy contento de haber hecho este viaje; pienso que ha sido una caricia del Señor".

Mons. Javier Echevarría ha evocado muchas veces esta peregrinación, bien grabada en su alma: "Contemplado a posteriori, los Santos Lugares fueron escenario inmejorable para la última etapa de la vida, que es un largo viaje hacia Dios".

En cuanto se supo la noticia del fallecimiento, fue incesante la afluencia de personas a la iglesia prelaticia del Opus Dei, para rezar ante los restos mortales de don Álvaro. Testigos presenciales han relatado la emoción que se reflejaba en los rostros, llenos de afecto y gratitud, junto con la persuasión de orar ante los restos de un hombre santo, que intercedería ante Dios con la fuerza de su corazón magnánimo.

Por su parte, los fieles de la Prelatura tenían especiales motivos de agradecimiento, y también la seguridad de que el Opus Dei iría adelante, siguiendo las huellas firmes trazadas por don Álvaro en el tiempo de continuidad y fidelidad a la herencia del Fundador que se había abierto en 1975.

Sin duda, constituyó un gran consuelo la proximidad del Romano Pontífice y del episcopado mundial: Juan Pablo II acudió personalmente a rezar en la capilla ardiente, acompañado del Cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado. Y antes y después de esa excepcional visita, fueron a dar su última despedida a don Álvaro muchos Cardenales y Prelados de la Curia Romana, así como Superiores de instituciones eclesiásticas.

Juan Pablo II estaba especialmente conmovido también por que el Señor le hubiera llamado al regresar de los Santos Lugares. Lo subrayó en su audiencia a los participantes en el Congreso UNIV, durante la Semana Santa de 1994: "En estos días, el recuerdo de Tierra Santa para vosotros está vinculado también a la persona de monseñor Álvaro del Portillo. En efecto, antes de llamarlo a Sí, Dios le concedió realizar una peregrinación a los lugares donde Jesús pasó su vida terrena. Fueron días de intensa oración que lo unieron estrechamente a Cristo y casi lo prepararon para el encuentro definitivo con la santísima Trinidad".

La Prelatura recibió, en los cinco continentes, una prueba unánime de comunión, de solidaridad eclesial. Fueron incontables los Pastores de Iglesias locales que quisieron presidir en su diócesis las Misas en sufragio por don Álvaro. Mons. Tomás Gutiérrez, Vicario Regional del Opus Dei en España, lo mencionaba agradecido en una entrevista publicada por aquellos días: "Me han conmovido, desde las primeras horas del 23 de marzo, las manifestaciones de afecto hacia el que fuera Obispo Prelado del Opus Dei por parte de tantos y tantos Arzobispos y Obispos españoles".

En esas circunstancias -en la iglesia prelaticia como en tantas catedrales y templos del mundo-, quedó patente la universalidad del afecto que profesaban a don Álvaro miles y miles de personas variadísimas. Entre la infinidad de anécdotas que se sucedieron, he elegido la que incluía Rachel E. Khan al comienzo de un artículo, en Business World (Manila, 30-III-94): "El sábado pasado acompañé a una amiga mía a un funeral en la catedral de Manila. Íbamos en un taxi, y no conseguía reprimir sus sollozos. Como me estaba poniendo un poco nerviosa, acabé diciendo al taxista que el padre de mi amiga había muerto: era un modo de justificarla pensando en que el conductor estaría sorprendido. Pero fui yo quien acabó asombrada por lo que pasó entonces.

"'-¿Su padre ha muerto en Manila?', preguntó en tagalo. '‑No ‑respondió mi amiga-, murió en Roma'

"'Entonces, su padre debe de ser Monseñor Álvaro del Portillo', dijo el taxista, y añadió: 'Es también mi padre'".

Un corresponsal de prensa preguntó a don Javier Echevarría qué pensaba y le recomendaba don Álvaro ante la eventualidad de su propia muerte. Don Javier reconoció que no le daba ningún consejo especial, y añadió:

"-Sí hablaba de la muerte, porque en el Opus Dei estamos acostumbrados a considerar que la muerte es Vida. No tememos a la muerte, la esperamos como a nuestra amada hermana la muerte. Estaba persuadido de que llegaría ese momento cuando, como y donde el Señor quisiera, y que sería bienvenida. En suma, estaba muy bien preparado. Puedo decir que se refería a la muerte como una realidad en cierto modo familiar, como un retorno del hijo a la casa paterna, donde el Señor le esperaba para estrecharlo con un abrazo eterno".

Ciertamente era así. Al cabo del tiempo, evocando tantos ratos vividos junto a don Álvaro, me resultan paradójicamente llamativas la sencillez de su fidelidad, y la naturalidad con que trataba de pasar inadvertido evitando protagonismos innecesarios. Le ayudaba a crecer en rectitud la responsabilidad que sentía ante la llamada que había recibido de Dios en 1935. Y su humildad le llevaba a implorar en los aniversarios de su nacimiento o de los principales jalones de su camino:

"-Señor: ¡gracias, perdón, ayúdame más!"

Su vida entera, hasta en las circunstancias más ordinarias giraba en el círculo de Dios. En Solavieya, el 6 de agosto de 1977, separó un ejemplar de la primera edición de un Misal Popular Iberoamericano, para entregárselo a Justo Sabadell, al que había invitado a almorzar. Lo recordó cuando ya se iba y, sobre la mesa grande del vestíbulo, de pie, le escribió unas palabras a modo de dedicatoria ‑"Faciem tuam, Domine, requiram semper et in omnibus!"-, con referencia a la fiesta ‑la Transfiguración del Señor- y a la fecha del día:

"-Ese es el programa -añadió al darle el misal- que tenemos que cumplir cada día: buscar el rostro de Jesús en todas las circunstancias de nuestra vida".En otro momento de la jornada, comentaría que eso era lo que había enseñado el Fundador: cómo buscar siempre y en todas las cosas a Jesucristo en medio del mundo.

De otra parte, sentía de veras -sin falsa humildad- la responsabilidad delante del Señor de haber pasado tanto tiempo junto al Beato Josemaría. Lo expresaba con claridad meridiana, dentro de un tono afable, sonriente, confiado:

"-Me pedirá cuenta estrecha de estos años -manifestaba en voz alta el día de su cumpleaños en 1977-. ¡Encomendadme! Gracias a Dios, le he sido siempre leal; pero el Padre me habrá debido perdonar muchas veces por mi falta de entrega, por mi poco trabajo, ¡por tantas cosas!"

Y se aplicaba la escena evangélica de la pecadora que lavó los pies de Jesús, para concluir:

"-Pues, como nuestro Padre ha tenido que perdonarme a mí más que a vosotros, debo quererle más, y por eso me mirará -como dicen en Italia- con un occhio di riguardo: cerrará un ojo ante mis debilidades y me ayudará más, especialmente en un día como hoy".

Pasó en Molinoviejo el 15 de septiembre de 1982, séptimo aniversario de su elección para suceder a Mons. Escrivá de Balaguer. Al terminar la acción de gracias de la Misa, cuando le felicitamos, comentó con naturalidad que se cumplían siete años ‑número de perfección, de plenitud‑ y Dios podía llamarle; por tanto, era para él un día de mucho examen de conciencia:

-"Ya he empezado a hacerlo", agregó.

Pero tampoco cara a la muerte pensaba en sí mismo don Álvaro. Cuando cumplió setenta años en 1984, rogó:

"-Rezad por mí para que cuando me presente al Señor ‑cuando Él quiera: hoy mismo o dentro de veinte años- pueda ofrecerle las perlas, los brillantes, las esmeraldas, las amatistas: la fidelidad de mis hijas y de mis hijos que yo, con la gracia divina, habré ayudado a conservar. Que me seáis fieles: no dejéis que me presente al Señor con las manos vacías".

Poco antes había escrito: "Siguiendo los pasos de nuestro Padre, también yo deseo cumplir sólo siete años, ser siempre pequeño -cada día más-, y de este modo encontrar un buen sitio en los brazos de María y en los brazos de José, bien cerca de nuestro Jesús". Porque, al cabo, lo único que le importaba era llegar y ayudar a los demás a llegar al Cielo: "es la meta de todos nuestros anhelos, la dirección de todas nuestras pisadas, la luz que debe iluminar siempre nuestro caminar terreno".

Espontánea surgió su respuesta cuando una mujer, que trabajaba en la Universidad Nacional Autónoma de México, le planteó en 1983 que le hablase del Amor de Dios y del premio que tiene para los que perseveran en su Amor:

"-Me pides que te hable del Cielo, pero no soy capaz. Si San Pablo, que fue arrebatado allí en una visión, afirma que no hay palabras humanas para explicarlo, ¿qué te voy a decir yo? Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre alguno por el pensamiento lo que Dios tiene preparado para los que le aman. Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que contemplemos su Rostro para siempre, para siempre, para siempre. Y como nuestro Dios es infinitamente grande, estaremos descubriendo maravillas nuevas por toda la eternidad. Nos saciará sin saciarnos, no nos empalagará jamás su dulzura infinita".

Entre esas maravillas, mencionó a la Virgen, que también nos espera en el Cielo, y concluyó:

"-¡Qué alegría luchar, para llegar a esa felicidad sin fin! ¡Vale la pena, hijos míos! ¡Vale la pena!"

El 25 de junio 1993, alguien aludió al jubileo sacerdotal de don Álvaro, que se cumpliría justo un año después:

"-Todavía falta un año, en el que pueden ocurrir muchas cosas. Pido al Señor que me ayude a ser fiel minuto a minuto, día a día. Así me preparo para mi jubileo sacerdotal, si llega...

"Aunque se pudo oír una protesta filial de don Javier Echevarría, continuó:

"-Y si no, lo viviré en el Paraíso. Donde Dios quiera. Es más cómodo irse, demasiado cómodo. Yo quiero lo que quiera el Señor".

Y prosiguió hablando de cumplir fielmente el deber de cada instante, de vivir generosamente el age quod agis que aconsejaba el Fundador.

Ya a punto de cumplir ochenta años, se consideraba delante de Dios "como un pobrecito con las manos vacías", según escribía el 1 de febrero de 1994 a los Centros de la Prelatura, para rogar a sus hijas y a sus hijos: "¡os suplico que no me falte la caridad de vuestra oración diaria por mí y por mis intenciones!".

Al mismo tiempo, para su octogésimo aniversario, como ante sus bodas de oro sacerdotales en junio siguiente, esperaba de los fieles de la Prelatura un expresivo regalo: el rejuvenecimiento de sus deseos de santidad personal y de vibración apostólica.

Y, en marzo, se dirigía a ellas y a ellos con palabras sentidas: "Os suplico que, en vuestra oración por mí, roguéis al Señor que me conceda, cada día con más abundancia, esa sabiduría del corazón y de la mente en la que consiste el verdadero afán de santidad: que los deseos de agradarle que albergo en mi corazón, y que por la gracia divina procuro renovar muchas veces cada jornada, sean chispas encendidas en el Amor suyo, que quemen todas mis miserias, que me purifiquen y me enciendan más y más en el anhelo de unirme plenamente a mi Dios y de darlo a conocer a todas las criaturas".

Cuando llegó el cumpleaños, el 11 de marzo de 1994, celebró la Santa Misa en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. Asistieron esta vez sólo hijas suyas, y les dirigió una breve homilía, que fue como un resumen de su vida:

"Hijas mías, sólo unas palabras para que me ayudéis a dar gracias a Dios.

"Desde hace tiempo me vengo disponiendo para esta fecha. Como siempre, he procurado seguir las huellas de nuestro Padre. Necesito unirme siempre más a nuestro santo Fundador, pues contemplo cada vez con mayor profundidad su amable figura, su entrega a sus hijas y a sus hijos de todos los tiempos, y deseo corresponder a las muchas luces que de su vida he recibido. Sé que, queriendo a nuestro Padre, uniéndome a sus intenciones, me meto más en la Trinidad Beatísima. Os aconsejo que hagáis otro tanto.

"Recuerdo como si fuera ahora cómo se preparó nuestro Padre para cumplir los setenta años. Desde varios meses antes, además de dar muchas gracias a Dios, pedía al Señor que le hiciera más pequeño, por dentro, para refugiarse en el regazo de Santa María, junto a Jesús. El Señor le escuchó con creces. Nosotros hemos sido testigos de cómo progresó más y más en el camino de la infancia espiritual, con particular fuerza en los últimos lustros de su vida. Con ocasión de aquel 9 de enero de 1972, con un buen humor que celaba la intimidad de su trato con Dios, afirmaba que cumplía sólo siete años: había mandado el cero a paseo -así nos lo explicaba‑ y se quedaba sólo con el siete. No deseaba pasar de esa edad, porque luego los niños comienzan a perder la sencillez, y nuestro Padre ansiaba ser siempre muy pequeño delante de Dios.

"Por la bondad del Señor, hoy cumplo yo ochenta años. Son innumerables las maravillas que he contemplado a lo largo de este tiempo. He recibido incontables regalos de Dios, muchísimas caricias de mi Madre la Virgen. Es lógico que hoy, de modo particular, mi corazón rebose de agradecimiento, y que a todas mis hijas, a todos mis hijos, les pida que me acompañen en esta acción de gracias.

"Agradezco a Dios el don de la vida, y que me hiciera nacer en el seno de una familia cristiana, en la que aprendí a amar a la Virgen como a mi Madre y a Dios como a Padre mío. Le doy gracias también por la formación que recibí de mis padres ‑piedad verdadera, sin beatería‑, que fue preparación para el encuentro providencial con nuestro amadísimo Fundador, que encauzaría el rumbo de mi existencia. Tenía yo entonces veintiún años. Desde aquel día de julio de 1935, ¡cuántas muestras de la bondad de Dios he recibido!: la vocación a la Obra, la formación de manos de nuestro Padre; posteriormente, aquellos meses, durante la guerra civil ‑años durísimos‑, en los que, por un particular designio divino, el Señor me hizo el regalo de vivir muy cerca de nuestro Fundador, de ser testigo de su santidad, de su unión con Dios... Luego, tanto tiempo, tanto, siempre a su lado, como la sombra que no se separa del cuerpo. Y la ordenación sacerdotal, hace ya casi cincuenta años...

"Son incalculables los bienes que debo a Dios, hijas mías. Ochenta años son muchos y son pocos, porque ‑lo reconozco sin humildad de garabato‑ me veo con las manos vacías, incapaz de pagar a mi Señor y a mi Madre la Virgen tanta generosidad... ¿Comprendéis por qué necesito vuestra plegaria, vuestras acciones de gracias, vuestra fidelidad, vuestra alegría?

"¡Gracias, Señor! Perdón por mi falta de correspondencia; pero ayúdame más. Y vosotras, hijas mías, pedid que sepa rellenar los vacíos de mi vida, a base de poner mucho amor en todo. Hoy, además de moverme con una contrición sincera y alegre, me propongo pronunciar con más energía que nunca ese nunc coepi!, ¡ahora comienzo!, que era el lema de la vida de nuestro Padre. Sí; ahora mismo recomienzo, con el auxilio divino, a recorrer con garbo nuevo ‑con el garbo que vuestras oraciones me alcanzan‑ el camino de la santidad, la senda que conduce al Amor. ¡No me dejéis solo, que os necesito a todos, a cada una, a cada uno de vosotros! Necesito vuestra lealtad, vuestra fidelidad a la vocación; necesito vuestra oración constante; necesito vuestro trabajo, bien terminado y hecho por amor; necesito que me llenéis de hijas e hijos ‑¡más vocaciones, más perseverancia!‑, como fruto de vuestro apostolado incesante.

"Termino ya. En mi corazón, gracias a Dios y a la intercesión de nuestro Padre, arde con fuerza el fuego del amor. Por eso me siento muy joven, y lo soy realmente. Además me siento, con orgullo santo, muy hijo de nuestro Fundador, y así deseo que os suceda a todas y a todos. La juventud de los años es algo meramente fisiológico, que no tiene más trascendencia; lo que de veras importa es la juventud interior, la que tenemos y debemos siempre tener todas las hijas y todos los hijos de Dios en el Opus Dei. La juventud de quien está enamorado ‑enamorado de Dios‑ y se esfuerza por acrecentar su amor más y más."

Ad Deum qui laetificat iuventutem meam! Para que esa juventud de espíritu y de corazón crezca en cada jornada, acerquémonos muy bien dispuestos al altar de Dios, a la Sagrada Eucaristía. De la mano de la Virgen Santísima y de San José, recurriendo también con fuerza a la intercesión de nuestro amadísimo y santo Fundador, el Beato Josemaría, busquemos la intimidad y la unión con ese Dios que es nuestro Bien y nuestro Amor. Os lo sugiero con unas palabras que nuestro Padre nos dirigía en este mismo lugar, al final de la Misa, un día de su cumpleaños: 'comulgad con hambre, todos los días, aunque no tengáis ganas, aunque estéis helados. Decidle que queréis manifestarle vuestro amor y vuestra fe, porque Cristo está realmente presente en la Hostia: con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad'. Confiadle a Jesús, continuaba nuestro Fundador, 'que le amamos de verdad, que le agradecemos que se haya quedado: decídselo con vuestro corazón de gente joven, lleno de ilusión, lleno de amor'.

"Hijas mías, que Dios os bendiga".