4. Del Patronato de Enfermos al de Santa Isabel

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

De las fechas fundacionales —2 de octubre de 1928 y 14 de febrero de 1930— había salido don Josemaría firmemente dispuesto a cumplir la voluntad de Dios y a buscar la santidad, ya que ése era el mensaje que a todos había de predicar de allí en adelante. Deseo que expresaba de manera contundente cuando escribía:

— Querría, Señor, querer, de veras, de una vez para siempre, tener un aborrecimiento inconmensurable de todo lo que huela a sombra de pecado, ni venial (abril 1930) |# 99|.

En esa temprana etapa de la gestación entendió que era preciso, antes de que saliese la Obra a conocimiento público, el madurar interiormente:

No ha llegado mi hora: antes tengo que aprender a sufrir, tengo que tener oración: necesito retiro y lágrimas (abril 1930) |# 100|.

Comprendió entonces que la futura solidez de la Obra exigía que el Fundador mismo se enterrase en los cimientos, con mucha oración y con mucha expiación:

Vengo considerando —y lo pongo aquí, porque luego, leyéndolo, se graba más en mí y me hace bien— que los edificios materiales, en su construcción, tienen gran semejanza con los espirituales. Y así como aquella veleta dorada del gran edificio, por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra, mientras, por el contrario, un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie lo ve, es de importancia capital para que no se derrumbe la casa..., aunque no brille como el pobre latón dorado allá arriba... Así, en ese gran edificio, que se llama "la Obra de Dios" y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá! Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto. Cimientos hondos, muy hondos y fuertes: los sillares de ese cimiento son la oración; la argamasa que unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría. Ahondar mucho; pues, para un edificio gigante, se precisa una base gigante también (octubre 1930) |# 101|.

Así, pues, se trazó un plan de prioridades en su vida interior:

Primero oración; después expiación; en tercer lugar, muy en tercer lugar, acción (noviembre 1930) |# 102|.

Y, consecuente con ese plan, compuso una oración para que la recitasen diariamente los miembros del Opus Dei, nombre que poco antes había dado ya a la Obra. (Por esas fechas, como se verá, don Josemaría tenía sólo tres seguidores). Nos lo cuenta en una catalina:

Estos días estamos sacando copias de las "Preces ab Operis Dei sociis recitandae". Las aprobó mi confesor. Se ve que el Señor, porque así ha de ser en la entraña su Obra, ha querido que comience por la oración. Orar va a ser el primer acto oficial de los sujetos de la O. de D. Por ahora la labor es personal: sólo nos reunimos para hacer la oración (10-XII-1930) |# 103|.

Don Josemaría mendigaba oraciones por la calle, como va referido. Pedía a sus enfermos que ofrecieran sus dolores en el ara de la expiación, pues tenía una fe indestructible en que los sufrimientos del inocente arrancan las gracias del Señor y compensan nuestras miserias. Armado de esa confianza, esperaba de la oración de los pobres los milagros del cielo. Y no le sorprendía que esas súplicas suyas nunca quedasen pendientes de respuesta. Para él era un hecho comprobado:

De esto tengo una venturosa experiencia —confiesa—: cuando, sin sensiblerías, pero con verdadera fe he pedido al Señor o a Nuestra Señora alguna cosa espiritual (y aun alguna material) para mí o para otros, me la ha concedido (10-II-1931) |# 104|.

Entre otros muchos sucesos, recordaba la caída vertiginosa del periódico "El Sol", y la aparición de "Crisol". Acogida al Patronato de Enfermos, había una pobre mujer, llamada Enriqueta. Era medio lela. Con su lengua de trapo decía al capellán: — "Pade, le quero mucho". El capellán le encomendó que ofreciese las comuniones por una intención suya (que se hundiera "Crisol", el periódico anticlerical).

La soberbia de los sabios —escribió más adelante en sus Apuntes— sería confundida por la humildad de una pobrecita ignorante. Y así ha sido. "Crisol" no tiene vida. Van a sacar otro diario —Luz—, pero indudablemente, si Enriqueta la Tonta continúa orando, ese candil va a quedarse pronto sin mecha |# 105|. Jamás cesó don Josemaría de pedir oraciones, mendigando por todas partes esta limosna espiritual, hasta el punto, insistía, de ser en él, en su persona, como una segunda naturaleza |# 106|.

Y daba las razones para ello: — Estoy segurísimo del poder sin límites de la oración [...]. La oración anticipará la hora (la hora de acabar la gestación) de la O. de D. Porque la oración es omnipotente |# 107|. Para él representaba algo así como el oxígeno, que no cesa de respirarse, como la panacea para todo tipo de males. Si vienen agobios y preocupaciones, un rato de oración —escribe— es el quita pesares de los que amamos a Jesús |# 108|.

* * *

Mientras tanto, los tristes acontecimientos políticos que sacudieron a toda España habían creado un ambiente general de desasosiego, que queda reflejado en la interrupción de las catalinas durante casi dos meses. Cuando las reanuda el Fundador, con fecha de 15 de julio de 1931, escribe en sus primeras líneas: — ¡Cuántas impresiones hubiera podido anotar desde la horrorosa quema sacrílega de Conventos! En fin, más adelante indicaré algo |# 109|.

Es de presumir que, con el cambio de casa de los Escrivá, la formación catequética y la preparación para la Primera Comunión en los colegios que llevaban las Damas Apostólicas, y las visitas domiciliares a los enfermos, el trabajo del capellán sería enorme. Hay la certeza, sin embargo, de que las impresiones que ha dejado de anotar en sus Apuntes durante la primavera de 1931 se hallan muy al margen de los sucesos políticos de aquellos días, cuando dice que más adelante indicaré algo. Y, efectivamente, en una catalina del 31 de agosto describe en una bella página el estado de su alma. Cuatro años de brega en Madrid. Después, la inundación de gracias fundacionales. Y siempre su docilidad, su abandono en los brazos del Señor, como el niño se abandona seguro en los de su padre. Dios le había llevado a una alta oración de unión, dándole altura y amplitud de horizontes, atrayéndole cerca de Sí:

Me veo como un pobre pajarillo, que, acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol, o, a lo más, hasta el balcón de un tercer piso..., un día en su vida tuvo bríos para llegar hasta el tejado de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos... Mas he aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila —lo tomó equivocadamente por una cría de su raza— y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aún, hasta mirar de frente al sol... Y entonces el águila, soltando al pajarito, le dice: anda, ¡vuela!...

Señor, ¡que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol-Cristo-Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón! |# 110|.

Dios le venía pidiendo de muchos meses atrás que dejara el Patronato de Enfermos para dedicarse con más intensidad a la Obra. Pocos días antes de la venida de la República parecía tener ya casi resuelto el problema, cuando se produjo el cambio brusco de régimen político y la persecución de la Iglesia. El terreno fundacional y apostólico de don Josemaría estaba en Madrid, donde le era preciso ejercer su ministerio sacerdotal, con tiempo para dedicarse al apostolado específico de la Obra. Pero, como sacerdote extradiocesano, tropezaba con la ya conocida dificultad de obtener permiso y licencias del Obispo de Madrid.

A estas alturas, sin embargo, ni uno ni otro problema le preocupaban, seguro de que Dios sacaría adelante su Obra. Don Josemaría, por salvar un alma, era capaz de exponerse a graves peligros: a contraer una enfermedad o a que no se le renovasen fácilmente las licencias ministeriales. De hecho ya había corrido ambos riesgos. El de contraer enfermedades contagiosas, multitud de veces en su trato con enfermos. En cuanto a su condición de joven sacerdote extradiocesano, se había significado en alguna que otra ocasión, llevado de su ardiente celo por las almas. Un día, visitando a los enfermos de las listas que le daban en el Patronato, le avisaron que un joven tuberculoso esperaba la muerte en un burdel, donde residía una hermana suya, prostituta. Le tocó en lo vivo el riesgo de condenación de aquella alma, y pidió y obtuvo permiso del Vicario General para confesar al moribundo y administrarle los últimos sacramentos. Fue a visitar al enfermo, junto con don Alejandro Guzmán, un cristiano caballero entrado en años, de aspecto grave, barba recortada y capa madrileña. Obtuvo de la regente de la casa la promesa de que el día en que trajese el Viático no se ofendería al Señor en aquel burdel. Y el día fijado, con don Alejandro como acólito, llevó el Santísimo al tuberculoso |# 111|.

La verdad es que no se le hacía fácil al sacerdote romper con el Patronato de Enfermos, por muchas razones sobrenaturales que pudiese aducir. Con el tiempo, su corazón había echado raíces en aquella labor, rodeado de niños, enfermos y pobres:

Voy a dejar el Patronato. Lo dejo con pena y con alegría. Con pena, porque después de cuatro años largos de trabajo en la Obra Apostólica, poniendo el alma en ella cada día, bien puedo asegurar que tengo metido en esa casa Apostólica una buena parte de mi corazón... Y el corazón no es una piltrafa despreciable para tirarlo por ahí de cualquier manera. Con pena también, porque otro sacerdote, en mi caso, durante estos años, se habría hecho santo. Y yo, en cambio,... Con alegría, porque ¡no puedo más! Estoy convencido de que Dios ya no me quiere en esa Obra: allí me aniquilo, me anulo. Esto fisiológicamente: a ese paso, llegaría a enfermar y, desde luego, a ser incapaz de trabajo intelectual |# 112|.

No encontraba el modo de dejar el Patronato y fue el Señor quien tuvo que facilitarle la salida, según refiere en sus Apuntes:

No termino estas impresiones sin añadir que ha sido el Señor, quien ha puesto el punto final. Venía pidiendo yo en la Santa Misa que se arreglaran las cosas de modo que dejara de trabajar en el Patronato. Creo que fue el quinto día de hacer esta petición cuando el Señor me oyó: fue Él: no cabe duda, porque accedió a mi súplica con creces... La concesión fue acompañada de humillación, injusticia y desprecio. ¡Bendito sea! [...]. El día de San Efrén me concedió el Señor dejar a las Apostólicas |# 113|.

Los acontecimientos políticos le impidieron, de momento, desligarse del Patronato. Pero la decisión tomada era ya noticia pública y sabida, pues un religioso de la Sagrada Familia, Luis Tallada, escribe a don Josemaría a finales de junio: «Supe por carta de los Padres que iba a dejar el Patronato. Me sorprendió la nueva en parte, como V. puede comprender, y auguro le será difícil a Dª Luz encontrar sustituto que pueda llenar el vacío que ocasionará la separación de V. en aquella simpática obra. No abundan las personas con espíritu de sacrificio y abnegación» |# 114|.

La fiesta de San Efrén caía el 18 de junio. Con todo, el ex-capellán continuó prestando sus servicios al Patronato en tanto las Damas encontrasen un sustituto. En medio de aquella turbia situación política no era fácil cubrir la vacante. Durante cuatro meses, de junio a octubre, permaneció al frente de la capellanía y visitando enfermos. Le costaba arrancarse de allí, donde tenía una buena parte de su corazón, y la posibilidad de aliviar y ofrecer los sufrimientos del prójimo para remover al Señor: pienso que algunos enfermos, de los que asistí hasta su muerte, durante mis años apostólicos (!), hacen fuerza en el Corazón de Jesús |# 115|, meditaba para sí.

¿Se harían las Damas a la idea de que en adelante no tendrían ya capellán disponible para casos dificultosos? El día de su despedida definitiva, 28 de octubre, sufrió un pequeño disgusto, que escoció muy de veras su sensibilidad. Tal vez un injusto comentario a sus espaldas, del que se enteró luego, al visitar a los marqueses de Miravalles |# 116|.

¿Tenía sentido el paso del Patronato de Enfermos al Patronato de Santa Isabel, en que se vio comprometido don Josemaría a última hora? Porque con ello no resolvía la precaria situación económica de la familia. Dejaba una colocación fija, aunque absorbente y poco retribuida, para entrar de capellán interino en un convento, sin nombramiento oficial de ninguna clase y sin recibir retribución alguna |# 117|.

Del cambio a Santa Isabel no era enteramente responsable don Josemaría. No fue, ni mucho menos, una pensada resolución. Más bien, consecuencia de las circunstancias políticas y, hay que reconocerlo, de la extremosa generosidad del joven sacerdote. Pues sucedió que, después de haber dejado oficialmente el Patronato de Enfermos, sin abandonar por ello sus servicios, se enteró de la situación lamentable en que se hallaban las monjas de Santa Isabel. Hacía tiempo que don José Cicuéndez, su capellán, estaba enfermo. En sus funciones le suplieron los padres Agustinos Recoletos. Todo fue bien hasta la venida de la República, en que se complicó la vida de estos buenos religiosos. Para atender a las monjas tenían que atravesar todo el Retiro, o cruzar desmontes y bajar, junto a la tapia del Jardín Botánico, hasta Atocha, para subir luego por la calle de Santa Isabel. Zona solitaria, de arrabales o descampado, no muy de recomendar para quienes vestían hábitos talares |# 118|.

Los terrenos que ocupaba el convento de Santa Isabel habían sido parte de una casa de campo del secretario de Felipe II, el famoso Antonio Pérez. En dicha finca, una vez confiscados sus bienes por la Corona, se instaló en 1595 un colegio para niños y niñas pobres, huérfanos y desamparados. Y, en honor de la princesa Isabel Clara Eugenia, se llamó de Santa Isabel, reina de Hungría.

A dicha finca se trasladó también, en 1610, el monasterio de Agustinas Recoletas de la Visitación de Nuestra Señora, fundado en Madrid por el beato fray Alonso de Orozco en 1589. Las monjas agustinas hubieron de ocupar parte del colegio y hacerse cargo de las niñas. Con los siglos, y tras no pocas vicisitudes históricas, las religiosas de la Asunción llevaban el colegio de niñas desde 1876 |# 119|.

En 1931 aquellas dos instituciones —el Colegio de las Religiosas de la Asunción y el Convento de Agustinas Recoletas— formaban el Real Patronato de Santa Isabel. Al venir la República se nombró una Comisión, dependiente del Gobierno, para administrar todos aquellos Patronatos que habían estado vinculados a la Corona. De forma que las autoridades civiles republicanas, sin contar con la autoridad eclesiástica, recabaron para sí la provisión de puestos en los Patronatos |# 120|. Por otro lado, la antigua Jurisdicción eclesiástica Palatina, de la que don Gabriel Palmer era el Vicario General, siguió funcionando hasta ser suprimida por la Santa Sede, que en 1933 transfirió sus atribuciones al Obispo de Madrid-Alcalá |# 121|.

Esta es, a grandes trazos, la historia administrativa de los Patronatos, antaño dependientes de la Capilla Real. De puertas adentro, el monasterio de Agustinas y el colegio de la Asunción atravesaron en aquel período republicano mayores dificultades que las meramente jurídicas. Desde antiguo el Patronato de Santa Isabel disponía de un Rector y dos capellanes para la atención espiritual de las monjas. Pero es el caso que las capellanías, que no habían creado problemas durante siglos, se encontraban en situación francamente calamitosa; y las monjas, sin ayuda espiritual. En efecto, el 16 de junio de 1931 cesaba en su cargo el Rector, don Buenaventura Gutiérrez Sanjuán, eliminado de la plantilla de servicio por Orden Ministerial |# 122|. El capellán primero, don José Cicuéndez, estaba ausente por enfermedad, como va dicho, desde diciembre de 1930 |# 123|. En cuanto al capellán segundo, don Juan Causapié, hacía tiempo que había pasado a otro de los Patronatos Reales, el de Nuestra Señora del Buen Suceso, del que fue nombrado Rector Administrador interino el 9 de julio de 1931 |# 124|.

En situación tan desoladora, y después de atender el sacerdote durante un par de semanas el convento, las monjas de Santa Isabel trataron de asegurarse lo que consideraban una ayuda llovida del cielo. Decidieron, cuanto antes, nombrar capellán a don Josemaría, como cuenta éste en sus Apuntes:

Estos días las monjitas de Santa Isabel —del que fue Patronato Real— tratan de conseguir mi nombramiento como Capellán de aquella Santa Casa. Humanamente hablando, aun para la Obra, creo que me conviene. Pero, me estoy quieto. No busco ni una recomendación. Si mi Padre Celestial sabe que será para toda su gloria, El arreglará el negocio (13-VIII-1931) |# 125|.

La capellanía le procuraba continuidad eclesiástica para residir en Madrid, lo cual era una gran ventaja para el Fundador y sus apostolados. De todos modos, más perfecto le parecía no andar buscando recomendaciones. Pero de esta actitud de pasivo abandono en las manos de Dios le sacó su director espiritual, el padre Sánchez Ruiz, que le aconsejó interesarse activamente en las gestiones. Por lo que se colige de las anotaciones de esos meses en sus Apuntes, las esperanzas de obtener el puesto aparecían y desaparecían como las revueltas de un río con meandros.

El 21 de septiembre continuaban pendientes de resolución las gestiones con las autoridades civiles, pero don Josemaría pudo, por fin, anotar con gozo y consuelo:

Día de San Mateo — 1931: He celebrado por vez primera la Santa Misa en Santa Isabel. Para toda la gloria de Dios |# 126|.

De hecho era ya capellán de Santa Isabel. Esto resolvía solamente en parte sus problemas de sacerdote extradiocesano. Mas el conseguir un nombramiento oficial de las autoridades civiles era distinto cantar. Continuó, pues, haciendo gestiones durante el otoño.

El padre Sánchez insistía en que había que poner todos los medios para obtener definitivamente la capellanía. Don Josemaría seguía con docilidad el parecer de su confesor. Unas veces hallaba providencial el giro que tomaban las diligencias, siempre que alguien se ofrecía a echarle una mano. Otras veces, llegaba a la conclusión de que el asunto cada vez se complicaba más y más. Parece que el demonio enreda lo de Santa Isabel, como si le doliera mucho, anota el 12 de noviembre |# 127|. Lo realmente providencial fue comprobar, a la semana siguiente, que se había librado de ser expulsado de la diócesis de Madrid. En efecto, como capellán de Santa Isabel, había pasado a depender ahora de la jurisdicción eclesiástica palatina, por tratarse de un puesto en un antiguo Patronato Real. Y, precisamente por esos días, el Obispo de Madrid estaba enviando a sus diócesis de origen a los clérigos extradiocesanos, según escribe en los Apuntes:

Otro mimo de Jesús con su borrico: en estas Catalinas consta cómo pertenezco ahora a la jurisdicción del Sr. Patriarca de las Indias. Pues, bien; resulta que el Sr. Obispo de Madrid hace firmar, a todos los sacerdotes de la capital, unas hojas que, según dice en público, no tienen más finalidad que enviar a sus respectivas diócesis a los Srs. Curas que no sean de ésta de Madrid-Alcalá. Naturalmente, tal como dispuso Dios las cosas, conmigo no va nada de esto |# 128|.

De la noche a la mañana, sin esfuerzo por su parte, don Josemaría tenía, pues, garantizada su estancia en Madrid. En cuanto a obtener del gobierno un nombramiento oficial retribuido, ésta era su petición al Señor: que, siempre que convenga para la Obra, me proporcione esa colocación. Pero, si me ha de apartar, ni un milímetro, no la quiero, ni la pido |# 129|.