Un encuentro casual con el fundador del Opus Dei

Rafael Poveda fue una de las primeras personas en pedir ser admitido en el Opus Dei como agregado. En su infancia tuvo un breve contacto con la historia de los primeros años del Opus Dei, que descubrió muchos años después.

Iglesia del Patronato de los Enfermos, antes de la Guerra Civil Española (1936-39)

Rafael Poveda Longo fue una de las primeras personas que pidió la admisión en el Opus Dei como agregado, en 1950. Trabajó como administrativo en un Comité de Abastecimientos en España, y murió en Madrid en 1992, tras largos años de fidelidad y entrega generosa a Dios y a los demás como miembro del Opus Dei.

Su infancia tuvo un pequeño contacto con la historia de los primeros años del Opus Dei: cuando tenía once años, conoció a un jovencísimo y simpático sacerdote que se presentó en su clase un día de mayo de 1929, en la escuela que regentaban las Damas Apostólicas, en la calle Isabel La Católica.

Muchos años después, ya miembro del Opus Dei, hizo un descubrimiento sorprendente. Viendo una película de un encuentro del fundador del Opus Dei con varios miles de personas en Buenos Aires, se dio cuenta de que el joven sacerdote que había conocido en 1929 era en realidad san Josemaría. No cabía duda, porque el Fundador relató un sencillo suceso que él, Rafael, recordaba perfectamente...


"El 10 de mayo de 1929 cumplí once años. A primera hora de la tarde fuimos a la Iglesia que las Damas Apostólicas tenían en la calle Nicasio Gallego. Nos juntamos un grupo de muchachos de los diversos colegios que las Damas Apostólicas tenían en Madrid, que habíamos venido a confesarnos, pues al día siguiente íbamos a hacer la Primera Comunión.

Aquella iglesia era simplemente una capilla, no muy grande, y tenía dos filas de bancos con una nave central y dos laterales más estrechas. A la derecha de la nave, en unos espacios enmarcados por arcos, había dos confesionarios. El primero estaba en el mismo lugar que ahora, a la derecha nada más entrar, y el segundo estaba más cerca del presbiterio, donde ahora está la tumba de Luz Rodríguez Casanova. Era ella quien nos preparaba para la Primera Comunión; murió unos años después en olor de santidad.

Uno de mis amigos, que ya había hecho la Primera Comunión y que se había confesado varias veces en aquella iglesia, me recomendó que acudiera al sacerdote que estaba en el segundo confesionario, que era joven y accesible. Desgraciadamente, allí había una larga cola de chicos esperando para confesarse, y como era mi cumpleaños y quería llegar enseguida a casa para tomar un té de cumpleaños con mis amigos, decidí confesarme con el primer sacerdote, porque allí sólo había tres o cuatro chicos haciendo cola.

El sacerdote del primer confesionario era un hombre mayor, bastante voluminoso y de aspecto tranquilo. Comencé a confesarme y, al terminar, el sacerdote se entretuvo un buen rato dándome consejos, pero en voz tan baja que apenas le oía. A medida que avanzaba, me distraía con la hilera de botones de su sotana, que parecía interminable. Entonces empecé a preguntarme cuántos botones había y empecé a contarlos. Casi había llegado al final cuando el cura se dio cuenta y me preguntó qué estaba haciendo. Se lo dije, sencillamente. Y debió de enfadarse mucho, porque empezó a reñirme con una voz que me pareció bastante atronadora.

Entonces oí a mis compañeros, en el otro confesionario, que se reían del alboroto que había causado. Cuando miré a mi alrededor, vi que el otro sacerdote también se asomaba para ver de dónde venía tanto ruido. Entonces le reconocí: era el cura joven que daba catequesis en el barrio llamado Colonia de los Pinos, y que había venido a nuestro colegio a explicarnos en qué consistía la confesión.

El sacerdote mayor, muy enojado, me dijo que fuera a arrodillarme ante el altar y le pidiera perdón al Señor por lo que había hecho. Y allí me quedé hasta que terminaron las confesiones, cuando, recuperada su expresión apacible, se acercó para preguntarme con una sonrisa si me había arrepentido. Le dije que sí, y me fui a casa satisfecho, aunque decepcionado porque fui el último en salir de la iglesia e iba a llegar tarde a mi fiesta de cumpleaños, y también sintiéndome un poco humillado porque todos mis compañeros se reían de mí. Aquel episodio quedó como el recuerdo de una pequeña humillación infantil, y nunca se lo conté a nadie.


Pasaron más de 50 años, un buen día vi una película de una tertulia que el fundador del Opus Dei tuvo en Buenos Aires en 1974. En aquella tertulia habló del apostolado que había realizado en los primeros años del Opus Dei, confesando a miles de niños que se preparaban para la Primera Comunión, y contó la siguiente anécdota:

Yo iba a confesar a los niños, y procuraba llevar conmigo a algún sacerdote anciano, porque cuidando a los niños, los ancianos vuelven a ser jóvenes. Una vez vino conmigo un sacerdote bastante anciano y de aspecto venerable. Era un erudito que se había pasado la vida escribiendo, confesando y predicando... Quizá por eso también había desarrollado una barriga bastante venerable. La capilla donde nos confesábamos no era muy grande, de modo que estábamos muy cerca unos de otros.

De repente oí un ruido. Miré a mi alrededor y vi que el sacerdote -un hombre muy santo y amable- estaba casi fuera de sí, regañando a un chiquillo. Cuando terminamos, le pregunté: "¿Qué ha pasado?". Y me lo contó. Aquel anciano amigo mío se olvidó de que estaba confesando a un niño y se puso a hablarle largo y tendido, dándole serios consejos. Debió de seguir un buen rato, porque el chico, que al fin y al cabo no era más que un niño, se aburrió de mirar la venerable barriga del sacerdote, vio los brillantes botones de la sotana y empezó a contarlos: uno, dos,... Cuando el buen cura se dio cuenta, le dijo: "Chiquillo, ¿qué haces?". Y el niño respondió: "¡Treinta y cinco! Te he contado treinta y cinco botones!". Y mi amigo, bondadoso y santo como era, perdió los nervios porque él mismo no había aprendido a ser un poco niño".

"Cuando me enteré -continuó Rafael-, me llevé un buen susto. Las circunstancias eran tan claras, encajaban tan perfectamente, que era imposible que se tratara de dos hechos distintos. Entonces relacioné el rostro y los movimientos de aquel joven sacerdote, que se habían grabado en mi memoria de niño, con el Fundador del Opus Dei tal y como se le puede ver en las tertulias filmadas".

"El hecho de que tantos años después Monseñor Escrivá recordara con tanto detalle aquella pequeña anécdota me hace pensar que muy probablemente rezó por el niño protagonista del incidente. Y pienso -concluyó Rafael- que quizá aquella oración del Fundador del Opus Dei tuvo bastante que ver con mi llamada al Opus Dei veinte años después".

"Siempre me llamó la atención la intensa actividad sacerdotal de nuestro Fundador por todo Madrid en aquellos primeros años del Opus Dei. Visitaba las zonas pobres de los barrios periféricos de todo Madrid: Tetuán, Dehesa de la Villa, Campo del Moro, Vallecas, etc., atendiendo a los enfermos de sus barriadas, ayudando a los niños y acudiendo a los hospitales para consolar a los que allí sufrían, buscando en el ofrecimiento de sus aflicciones, los fundamentos y la fuerza de la Obra que Dios le pedía. Todo lo que tenía, como él mismo decía, era "la gracia de Dios, la alegría y nada más. No tenía ni virtudes ni dinero. Y tenía que hacer el Opus Dei'".

"Dedicó miles de horas a este apostolado, y estaba convencido de que sólo pudo sacar adelante el Opus Dei 'gracias a los hospitales: aquel Hospital General de Madrid, atestado de gente enferma y desesperadamente pobre, tirada en los pasillos porque no había camas suficientes; aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosis, y en aquellos tiempos era incurable...'".


Extracto de Antes, más y mejor, de Lázaro Linares, publicado por Rialp, Madrid, 2001, pp. 43-49.

Lázaro Linares