Escondidos en el bosque de Rialp

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Su guía, Mateo el Lechero, restableció el contacto el 16 de noviembre de 1937, y les dijo que todo estaba preparado para el 19. Tomarían un autobús hacia un punto que se encontraba a unos 100 kilómetros al noroeste de Barcelona. Allí empezaría su intento de alcanzar Andorra.

Para el primer tramo se dividieron en tres grupos. Escrivá, Albareda y Jiménez Vargas, que eran suficientemente mayores para no levantar demasiadas sospechas, partirían el 19 y tomarían el autobús hasta Oliana, un pueblo a 40 kilómetros de Andorra en línea recta. Casciaro, Botella y Fisac, que estaban en edad militar, y por tanto corrían más riesgo de ser interrogados, tomarían el mismo autobús, pero se bajarían en Sanahuja, a unos 15 kilómetros de Oliana. Seguirían camino campo a través para evitar el control de Basella, ya que allí, debido a la proximidad de Andorra, sus documentos serían rigurosamente inspeccionados. Alvira y Sainz se unirían dos días después para evitar que viajaran juntas demasiadas personas en edad militar, lo cual también habría sido sospechoso.

Escrivá, Albareda y Jiménez Vargas llegaron a Oliana sin problemas. Allí les recogió Antonio Bach Pallarés, un relojero que también era secretario del pueblo, cartero y sacristán de la parroquia. Les condujo a Peramola, a una hora de camino, donde pasarían la noche en un pajar propiedad del alcalde.

El plan previsto era que Casciaro, Botella y Fisac se les unieran una horas después en el granero, pero cuando, poco antes del alba, Bach regresó con su hijo Paco, de 14 años, los tres jóvenes aún no habían llegado. Bach intentó tranquilizar a Escrivá asegurándole que llegarían pronto, pero insistió en que él y sus compañeros debían partir antes de que se hiciera de día. Al amanecer todavía no habían llegado, así que Escrivá dejó una nota esperanzadora, en la que pedía a Casciaro que realizara un dibujo a lápiz de Paco, como prueba de agradecimiento. Partieron hacia Vilaró, a unos 5 kilómetros de distancia. Allí les salió al encuentro Pere Sala, de cincuenta años, con una escopeta de cazador al hombro. Escrivá celebró Misa inmediatamente, a la que asistió la familia de Sala.

Las horas pasaban y Escrivá, Albareda y Jiménez Vargas estaban muy preocupados por la suerte de Casciaro, Botella y Fisac. Hasta la mañana siguiente no supieron que habían alcanzado Peramola la noche anterior y que se les unirían ese día. Escrivá continuó ayunando para poder decir Misa para ellos tan pronto como llegaran.

Se reunieron el 21 de noviembre a mediodía y relataron su aventura. El plan consistió en que uno de ellos llevaría un periódico y murmuraría una contraseña acordada con su guía en Sanahuja. Casciaro, el que se suponía que tenía que decir la contraseña, estaba tan nervioso que empezó a tartamudear y no podía pronunciarla. Cuando finalmente lo hizo, un joven pelirrojo se puso a su altura y, sin mirarle, les dijo en un susurro que le siguieran. Después de caminar por la carretera un rato, se metió en la espesura y ellos fueron detrás. Cuando trataron de comunicarse con él, descubrieron que no hablaba castellano ni catalán.

Se lanzaron campo a través alrededor de las tres de la tarde y tendrían que haber llegado a Peramola al anochecer. A medianoche la ciudad no estaba a la vista y el guía estaba irremediablemente perdido. Botella trató de ayudarle a reencontrar el camino, señalando por dónde se había puesto el sol. Tras más de veinticuatro horas de camino a través de los bosques, encontraron el granero de Peramola. Durmieron durante unas horas y continuaron su camino hasta la granja de Sala en Vilaró.

Casciaro, Botella y Fisac, junto a Escrivá, Albareda y Jiménez Vargas, pasaron la noche del 21 de noviembre de 1937 en lo que había sido la rectoría de la parroquia de Pallerols, a dos o tres kilómetros de Vilaró. Ambas, la iglesia y la rectoría, habían sido saqueadas. Su guía les instaló en una pequeña habitación del piso de arriba que tenía la ventana tapiada y el suelo cubierto de paja.

A la luz vacilante de una vela, Casciaro vio en la cara de Escrivá una expresión tan ansiosa y abatida como nunca desde que le conocía. Escrivá y Jiménez Vargas discutían en voz baja, pero apasionadamente. Botella estaba más cerca y pudo oír parte de la conversación. Le dijo a Casciaro que Escrivá se sentía incapaz de seguir adelante al pensar en los peligros que estaban pasando los miembros de la Obra en Madrid y que quería volver a la capital.

Escrivá pasó la noche en oración, llorando silenciosamente, roto, debatiéndose entre la necesidad de libertad para ejercer el ministerio sacerdotal y llevar adelante el Opus Dei y el pensamiento de que debía compartir el destino de los miembros de la Obra y los de su propia familia que permanecían en Madrid. Sumido en esta tremenda prueba interior hizo algo que nunca antes había hecho: pedir un signo extraordinario para resolver su dilema. Movido por su devoción a la Virgen María, a la que se invoca como Rosa Mística, le pidió que le diera una rosa de madera estofada si Dios quería que siguiese en su intento de cruzar a la otra zona de España.

Cuando despertaron a la mañana siguiente y comenzaron a prepararse para la Misa, Escrivá continuaba muy preocupado. Durante la noche, en su discusión, Jiménez Vargas le había dicho: “A usted le llevamos al otro lado, vivo o muerto” [1] . Esa mañana, ni Jiménez Vargas ni nadie dijo una palabra. Escrivá dejó la habitación en solitario, probablemente para rezar en la destrozada iglesia. Al regresar era otro, su cara estaba radiante de felicidad y de paz. En su mano sostenía una rosa de madera estofada. En 1936 los milicianos habían saqueado la iglesia y quemado el retablo. La rosa, que probablemente había formado parte del marco de rosas alrededor de la imagen de Nuestra Señora del Rosario, había sobrevivido. Escrivá lo entendió como la señal del cielo que había solicitado.

Escrivá raramente hablaba de este suceso. Cuando se le preguntaba por la rosa, normalmente cambiaba el tema de conversación o se limitaba a comentar que la Virgen es la Rosa Mística. Del Portillo, su más estrecho colaborador y primer sucesor, explicó por qué Escrivá no solía hablar sobre esta u otras gracias extraordinarias que había recibido: “En primer lugar, por humildad, porque era el protagonista de estos hechos, el que recibía esas gracias, esos mimos de Dios, de los que ha habido muchos en la historia de la Obra. Y, por otra parte, no le interesaba divulgar ni entre sus hijos estas caricias del Señor, para que todos nosotros supiésemos y viésemos que hay que hacer el Opus Dei no por ‘milagrerías’, sino porque es Voluntad de Dios” [2] .

Después de la Misa, apareció Sala con Alvira y Sainz, que habían salido de Barcelona dos días después que los demás y habían realizado el viaje sin ningún incidente. El grupo ya estaba al completo. Sala les condujo tres o cuatro kilómetros a través del denso bosque de Rialp. Allí se esconderían mientras los guías terminaban de reunir a un grupo más amplio con los que intentarían cruzar los Pirineos hacia Andorra. Llegaron hasta un refugio, parcialmente excavado en la tierra y techado con troncos y ramas. Lo llamaron “La cabaña de San Rafael”, en honor al Arcángel al que se encomienda el apostolado del Opus Dei con la juventud. Ahí estarían relativamente seguros. El bosque era espeso y por allí paraban muchos refugiados, algunos de los cuales iban armados, así que las patrullas de milicianos rara vez entraban.

De lo que el bosque carecía, no obstante, era de comodidades. La comida continuaba siendo escasa y, a finales de noviembre, el aire era frío y húmedo. Sala les había provisto de una delgada manta de algodón por cada dos refugiados. La primera noche encendieron un fuego, pero, como debían ocultar su posición, lo hicieron dentro de la pequeña cabaña, que pronto se llenó de humo. Prefirieron, en vez de eso, afrontar el frío. Para terminar de empeorar las cosas, también descubrieron que los anteriores inquilinos habían dejado el lugar lleno de piojos.

Como había hecho en la Legación de Honduras y en Barcelona, Escrivá elaboró un horario completo que incluía Misa, oración mental, Rosario y otras prácticas de piedad; caminatas para mantener la forma física, clases impartidas por algunos de ellos, tertulias y tiempo para la limpieza de la cabaña. Una persona estaba a cargo de la leña, otra de llevar un diario, y una tercera de tener en orden la cabaña. Casciaro escribe que en ese tiempo “no llegué a entender por qué empleábamos tanto tiempo en el aseo de nuestra cabaña y sus alrededores; por qué nos afanábamos tanto en mantener tan pocas cosas en tan meticuloso orden y, en general, por qué estábamos tan atareados en ocupaciones que, a veces, me parecieron innecesarias” [3] . La razón principal residía en el que espíritu del Opus Dei exige aprovechar bien el tiempo y cuidar los detalles pequeños por amor a Dios, como medios de crecer en santidad. Pero Escrivá también insistía en estas cosas para tener a todos ocupados, y así evitar la impaciencia, la pereza y el descorazonamiento que podía haberles invadido fácilmente mientras los días pasaban sin una idea clara de cuánto tiempo deberían permanecer escondidos en el bosque.

En las tertulias, Escrivá no hablaba de la marcha que les aguardaba, sino del futuro crecimiento de la Obra, de su expansión a otras ciudades de España y del mundo, y de las actividades apostólicas que promovería. “Soñad”, les decía, “y os quedaréis cortos”. El contraste entre la grandiosa visión de futuro de Escrivá y su situación de fugitivos en medio de un bosque difícilmente podría haber sido más claro. Sin embargo, Jiménez Vargas recordaría más tarde que lo que Escrivá proponía les llegaba, no como un sueño, sino como planes realistas para empresas específicas, por arriesgadas u optimistas que parecieran.

El grupo pasó una semana en el bosque. El invierno se acercaba y con él la probabilidad de encontrar nieve en mayores altitudes. Esto les preocupaba en gran medida. La nieve podía hacerles más visibles y dificultar mucho la marcha. Ninguno de ellos estaba físicamente preparado para la prueba. Desde el comienzo de la guerra, Escrivá había perdido mucho peso y su condición física en general se había deteriorado considerablemente. Las bajas temperaturas podían desencadenar otro ataque de reumatismo como el que le había dejado incapacitado durante casi dos semanas un año antes, cuando estaba escondido en la clínica del doctor Suils.

Ninguno tenía equipo adecuado para caminar por la montaña en ninguna época del año y mucho menos en invierno. Jiménez Vargas había comprado a Escrivá un par de botas de suela de goma que parecían apropiadas, pero que luego demostraron no serlo. Los demás calzaban alpargatas. El resto de la ropa no era mucho mejor.

En la noche del 27 de noviembre de 1937 apareció Sala, no con el estofado de ardilla que esperaban para la cena, sino con la orden de hacer el equipaje y partir. Había llegado el momento de salir del bosque hacia la frontera con Andorra.

[1] AGP P03 1982 p. 24

[2] Ibid. p. 28

[3] Ibid. p. 134