Espera sin fin en Barcelona

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Llegado el grupo de Valencia, parecía que la partida sería inminente, pero el arresto y ejecución de los miembros de otro grupo, capturado mientras trataban de escapar hacia Andorra, hizo que los contrabandistas no dieran señales de vida durante dos semanas.

La comida en Barcelona escaseaba, incluso para gente con dinero y cartillas de racionamiento. En el edificio donde se alojaban, había una familia de buena posición, cuyo hijo de seis años solía hacer cola durante horas para comprar cigarrillos, que luego cambiaba a un soldado por una ración del mal pan suministrado a las tropas. El perro de la familia con la que Casciaro y los otros residían estaba tan famélico que un día se comió el cinturón de cuero de Casciaro, un par de calcetines que Botella había dejado en el baño y la única pastilla de jabón que tenían.

Los miembros del grupo de Escrivá no disponían de cartillas de racionamiento y hubiera sido peligroso intentar obtenerlas. No tenían dinero suficiente para comer los ocho en un restaurante o comprar alimentos en el mercado negro. La mayor parte de los días el desayuno consistía en una malta aguada con dos o tres pequeñas galletas saladas. Normalmente solo hacían otra comida más, y ésta era poco más sustanciosa que el desayuno. A veces almorzaron en un restaurante, más o menos limpio, donde servían carne de burro con setas estofadas, aunque las raciones eran minúsculas. Casi a diario iban a un pequeño y sucio restaurante donde la comida era menos refinada, pero las raciones más generosas. Escrivá guardaba a menudo sus galletas del desayuno o parte de su escasa cena para dárselas a los niños de la familia con la que se alojaban.

Un día Sainz vio un letrero en el escaparate de un restaurante que anunciaba que al día siguiente se serviría yogur. Jiménez Vargas, el médico del grupo, aconsejó que se gastara un poco más en este nutritivo alimento que ayudaría a fortalecerles para la ardua caminata a través de los Pirineos. Mientras disfrutaban de este manjar, la policía entró y empezó a ir de mesa en mesa, comprobando los documentos de todos. La situación era crítica. En tiempo de guerra, se solían expedir los permisos militares para cortos periodos. Para no levantar sospechas, Botella había rellenado sus pases para sólo unos días. A medida que su estancia en Barcelona se alargaba, se habían visto obligados a cambiar las fechas varias veces, raspando con una hoja de afeitar los dígitos antiguos y escribiendo los nuevos. Los cambios eran evidentes con un examen detenido de los documentos o con una simple mirada al trasluz. Escrivá y sus compañeros se encomendaron confiadamente a sus Ángeles Custodios, mientras trataban de charlar como si nada ocurriera. Cuando sólo faltaba su mesa por ser inspeccionada, la policía salió sin pedirles sus documentos.

Escrivá se enteró por el periódico de que un antiguo compañero de la Facultad de Derecho de Zaragoza, Pascual Galbe, ejercía como juez en el Tribunal de Segunda Instancia de Barcelona. Galbe siempre había manifestado que no era creyente, pero habían sido buenos amigos y Escrivá tenía ganas de verle. Alvira había sido compañero de clase de Galbe en el instituto y le dijo que Escrivá estaba en la ciudad y que le gustaría visitarle. Galbe invitó a Escrivá a comer a su casa. Cuando se encontraron, Galbe se mostró muy emocionado y se ofreció para ayudarle a escapar.

Escrivá declinó su ofrecimiento, ya que ayudarle podía poner en peligro a la familia de Galbe. Entonces, su amigo dijo que le encontraría un trabajo como letrado en el tribunal, pero Escrivá también declinó esa oferta: “No he ejercido antes la profesión de abogado porque me interesaba sólo ser sacerdote, ¿y voy a hacerlo aquí, donde me dais un tiro por el solo hecho de ser cura?” [1] . La conversación giró hacia la religión. Cuando Galbe expresó su escepticismo, Escrivá le urgió con fuerza a estudiar el tema más profundamente: “La lectura de un par de libros te hacen decir esas cosas; una gran cantidad de hombres de inteligencias extraordinarias han escrito muchos libros sobre estas cuestiones. Cuando hayas leído unos cuantos de ellos, podrás hablar con conocimiento de causa” [2] .

Galbe invitó a Escrivá a continuar su conversación esa misma tarde, en su oficina del tribunal. Cuando se dio cuenta de que Escrivá estaba resuelto a intentar la huida a través de los Pirineos, le hizo a presenciar el juicio de alguien que había sido capturado y fue condenado a muerte. Le explicó que había órdenes de disparar a matar; y le dijo que si le cogían se hiciera pasar por su hermano, por si podía hacer algo por él.

Los días de espera se habían transformado en semanas y empezaba a ser difícil para grupo de Escrivá no levantar sospechas. El gobierno republicano se había trasladado recientemente de Valencia a Barcelona, y el traslado provocó un incremento de la vigilancia. Para dar la impresión de que habían sido desplazados de sus hogares y de que habían encontrado empleo en Barcelona, Escrivá y sus compañeros dejaban cada día el piso donde se alojaban como si fueran al trabajo. Pasaban gran parte del día caminando por la ciudad. En esos paseos, hacían su oración y rezaban el Rosario. Todas las iglesias habían sido cerradas por orden del Gobierno, pero cuando pasaban delante de una, hacían actos de abandono en las manos de Dios y rezaban comuniones espirituales. Además de que estar en la calle era más seguro que permanecer encerrados en un piso, las idas y venidas por la ciudad fueron un buen entrenamiento para la dura travesía de montaña que se avecinaba. De todas formas, la falta de comida les impidió aumentar mucho su fuerza física.

Mientras esperaban una oportunidad para dejar Barcelona, Escrivá ejercía el ministerio sacerdotal en la medida de sus posibilidades. Un día, un viejo amigo de Zaragoza le dijo que su madre, maestra en un pueblo cercano, llevaba un año sin recibir los sacramentos por no disponer de un sacerdote. Inmediatamente Escrivá se ofreció a tomar, acompañado por otros miembros del grupo, el autobús al pueblecito costero donde vivía aquella mujer.

El autobús les dejó cerca de la playa y se acercaron hasta el agua. Alvira relata: “Al volver la vista, pude ver al Padre con la vista puesta en el mar y diciendo, en voz alta: ‘Salve, Regina, Mater...’. Todos seguimos el rezo de la Salve.

A mí me produjo una gran impresión ver aquella presencia de la Virgen en el Padre. Para todos nosotros, las aguas del mar habían sido un motivo de contento, de admiración ante el paisaje. Para el Padre había sido algo más: el mar le había recordado a la Virgen, y la saludaba con la Salve” [3] .

Escrivá fue a la casa de esa señora y la confesó. En el camino de vuelta, un ataque aéreo de los nacionales les hizo bajar del autobús para resguardarse en el campo. Al final, regresaron a Barcelona sanos y salvos.

[1] AGP P03 1981 p. 597

[2] Ibid. p. 597-598

[3] Ibid. p. 593