ABC Un buen guía para la gente joven (PDF)
Ha muerto don José Gil Osuna. Pepe Gil para sus innumerables amigos. Don José para tantos que en su día y a lo largo de tantos años de servicio sacerdotal a la Iglesia, a la Prelatura del Opus Dei y a la juventud universitaria, lo tuvimos como consejero espiritual.
Fue hijo de un artesano zapatero de Álora, que en aquellos años se empeñó en dar estudios universitarios a todos sus hijos. Él se hizo doctor en Medicina en Granada y más tarde se ordenó sacerdote, dedicando su vida entera a la pastoral universitaria.
Por aquella labor de orientación espiritual en Madrid pasaron innumerables jóvenes que luego fueron profesionales en tantos ámbitos; incluso toreros de postín se acercaban a su dirección espiritual como sus amigos Antonio Bienvenida y don Álvaro Domecq.
No era D. José un sofisticado intelectual. Pero su cuajo mental, fundado en la intuición y sobre todo en la fe cristiana, tenía algo de cartesiano, sí de Descartes, por aquello de las ideas claras y distintas, expuestas con sencillez, con sentido del humor, y sobre todo con aquella atractiva virtud viril y hombría de bien que siempre resultaba sorprendente. Por eso, en aquellos años, digamos sesentayochistas, para muchos de nosotros de grato recuerdo, pero difíciles; de audaces transiciones en lo político y cultural, pero de cambiantes fidelidades y en no pocos casos de derrumbe doctrinal y moral, fue su consejo seguro apoyo al que muchos debemos la perseverancia en lo fundamental de una fe fuerte, simpática y milenaria.
Una anécdota: Iba él un día a no sé dónde por aquellos parajes vecinos al Colegio Mayor Moncloa que consideraba como propio territorio. Y allá que se fue, por así decir por mitad del ruedo, a cruzar sin consideración a semáforos o pasos cebra la amplia glorieta del final de la Avenida de Reina Victoria. Provocó un no pequeño caos circulatorio, obligando a frenar a algún conductor, que le espetó furiosamente: «¡A dónde se cree usted que va!». Repuesto del susto y con no menos energía respondió don José: «¡Allí!». Y señalaba con gesto decidido a la acera del boulevard de Reina Victoria donde se asentaba el quiosco que los residentes denominábamos «El Avaro», y en la que él confiaba ahora encontrar refugio del caos circulatorio al que tan audazmente se había aventurado.
Y es que él siempre sabía, ya hablase de fútbol o comentase el Salmo 2, «a dónde quería ir a parar». Y por eso fue un buen guía para la gente joven. Ahora, por fin, él ha llegado al seguro refugio que siempre buscó en Jesús y en su Madre. Y junto a ellos ciertamente forma también parte de su gloria el cariñoso recuerdo de los muchos que en su día encontramos en él esa amable orientación. ¡Gracias, D. José!
Javier Hernández-Pacheco
Catedrático de Filosofia de la Universidad de Sevilla