Por odio a la fe

En el 35 aniversario del martirio de Monseñor Romero.

Se ha de decir mucho en el 35 aniversario del martirio de Monseñor Romero. Y a unos días de su beatificación, el testimonio de fe del Arzobispo será ocasión de alegría y gratitud. Hasta hace unos años, lo mejor que el gran público podía tener es una película homónima de 1989, la cual nutrió el mito y engrandeció el sacrificio de un hombre bueno.

Más allá del celuloide, necesitamos aprender del Romero cristiano y sacerdote. Mientras la beatificación se acerca, se exalta este valor del martirio y se revela un entramado difícil en el proceso que llevó a los altares al nacido en Ciudad Barrios, del departamento de San Miguel, hijo de una madre piadosa y de un padre más bien disoluto y relajado en aspectos morales, de una familia modesta, enfermizo en su niñez y atraído a vivir el seminario desde tierna edad para ser formado en Roma, junto a Pío XI, a quien admiró con fervor, junto con uno de sus pocos amigos, el padre Rafael Valladares, y regresar a su país natal para ocupar altos cargos de responsabilidad; Romero contó con poquísimas amistades entre el clero, entre ellos Valladares quien fue obispo auxiliar de San Salvador y de otro mártir, Rutilio Grande.

Óscar Romero fue preparado para influir en los medios y eso hizo por encargo especial de sus obispos superiores. Como tal, no fue un teólogo, no especuló ni hizo defensa de la teología de la liberación, pero sí se ocupó de la apología equilibrada de la doctrina pontificia y a entusiasmarse en los años del Concilio como signo profético de transformación de la Iglesia. Sus editoriales en los periódicos diocesanos formaron parte de estas reflexiones conciliares, promoviendo la justicia cuando el gobierno afrontaba a la Iglesia, pero también exaltando las relaciones entre la autoridad y la Iglesia cuando justificaron una posición en favor de sus intereses.

Quedaríamos admirados de su particular reconocimiento por el fundador del Opus Dei, de quien solicitó su beatificación directamente a Paulo VI, o su asistencia a los círculos sacerdotales de la Obra de donde se nutriría en la doctrina y se allegaba de herramientas en su apostolado y sacerdocio. Sin embargo, fruto de sus años de educación romana y junto a la sede de Pedro, fue pastor que integró los esfuerzos para la evangelización y potenciar a las diócesis sin la intención de dividir, alentando a conservadores, liberales, ortodoxos y heterodoxos a poner lo mejor para la promoción de la unidad en torno al Pastor, a pesar de las diferencias que entre él y esos movimientos podría haber como fue en el caso de la Compañía de Jesús.

Padeció el via crucis de intrigas, chismes, envidias e incomprensiones que azotaron su humanidad, aún hasta después de su muerte cuando se reveló el bloqueo de su causa. Romero llegó a San Salvador con la idea de ser un pastor que guía al pueblo y al presbiterio. La muerte de Rutilio Grande abrió sus ojos sobre el recrudecimiento de la persecución de la Iglesia de la cual el establishment se jactaba en decir que era suya, que la había creado, que la habían puesto en El Salvador. Pero era el Arzobispo de los canales abiertos en todos los niveles y si bien la Iglesia era perseguida, nunca cerró las posibilidades del diálogo con los poderes mundanos sin atizar litigios con la oligarquía.

De su amado Pío XI es esta cita: “La Iglesia no hace política, pero cuando la política toca a su altar, la Iglesia defiende su altar”. Fue el gobierno quien rompió con la Iglesia a pesar de los esfuerzos del Arzobispo por mantener un equilibrio. Tal condición, en un estado de salvaje persecución, llevó al capítulo de la misa única que no fue fácilmente aceptada entre algunos sectores eclesiásticos. Sus ideas no cambiaron; intensificó su fidelidad en defensa de los derechos de la Iglesia y su opción por los pobres, como escribió a Juan Pablo II en noviembre de 1978: “Creí en conciencia que Dios me pedía y me daba una fortaleza pastoral especial que contrastaba con mi temperamento y mis inclinaciones “conservadoras”. Creí un deber colocarme decididamente a la defensa de mi Iglesia y, desde la Iglesia, al lado de mi pueblo tan oprimido y atropellado.”

El martirio de Óscar Romero fue una demostración de su credo. Fue un hombre devoto, de fidelidad a la Iglesia, de piedad y veneración en la comunión de los santos, apegado al magisterio y asumiendo una fortaleza en la crisis que desembocó en asesinato. En otras palabras fue el defensor de su diócesis, de su Iglesia al intervenir por el clero perseguido, al proteger a los pobres y afirmar el valor de la persona.

A treinta y cinco años del martirio, se ha “redimensionado” el mito al grado de símbolo de la lucha de clases o de ideologías políticas del enfrentamiento. En el equilibrio, Óscar Romero fue perseguido por su causa a favor de la justicia y la fe, por denunciar el pecado y confiar en Jesucristo. Y citando a Morozzo, uno de sus biógrafos, el Arzobispo de San Salvador fue “mártir del Evangelio asesinado en odio a la fe”.

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Guillermo Gazanini Espinoza

Periodista Digital